El Evangelio de hoy nos presenta a Jesús “empujado al desierto” dicen unos, “el Espíritu lo fue llevando por el desierto” dice Lucas. Confieso que me gusta más este texto de Lucas, porque Jesús no experimentó el desierto solo al comienzo de su vida. En toda su vida vivió muchos desiertos. No fueron sólo las tentaciones del comienzo. Fueron las luchas y las oscuridades de muchos momentos de su vida.
Es que no hay verdadera vida sin desierto. Es que no hay verdadero amor sin desierto.
Es que no hay verdadera fe sin desierto. Es que no hay auténtico matrimonio sin desierto. Es que no hay verdadera vocación sin desierto. El desierto es el paso obligado de quién, como Santiago, el del Alquimista, quiere llegar al tesoro de las pirámides.
Es por ello, que me viene a la mente, la canción que tanto cantamos, no sé si conscientes de lo que decimos, durante los domingos de Cuaresma.
“Cruzando el inmenso desierto, peregrina el Pueblo de Dios, en busca de cielos abiertos a la luz, la paz y el amor. Jesús cambiará sus cadenas, por la tierra de Promisión, allí será el fin de sus penas y hallará consuelo el dolor.
El nuevo Israel peregrino va siguiendo en pos de una cruz. La nube que alumbra el camino a través de un mundo sin luz. El cielo es el reino futuro, nueva tierra de promisión, que orienta los pasos seguros de este nuevo pueblo de Dios”.
Es que el desierto es:
Encuentro con uno mismo, tantas veces perdido entre el barullo de la gente.
Encuentro con Dios que nos invita a la nueva tierra de la libertad.
Encuentro con las oscuridades y las luchas interiores.
Encuentro con una vida que necesita abrirse caminos.
Desiertos todos ellos que nos pone en “búsqueda de esos cielos abiertos, a la luz, la paz y el amor”.
El desierto del alma
Esos momentos donde todo parece oscuro y comienzan todas las dudas del futuro.
Esos momentos donde por dentro no se ve nada y sin embargo ansiamos la luz.
Esos momentos donde nos sentimos perdidos y no vemos si habrá salida al final.
Esos momentos en los que buscamos a Dios que está a nuestro lado, e incluso dentro de nosotros, pero al que no logramos ver.
Esos momentos donde el sufrimiento parece apagar todas nuestras esperanzas.
Y sin embargo, son momentos de purificación, momentos de fortalecimiento, momentos de maduración de nuestro ser interior.
Desierto del matrimonio
Todo comenzó muy bien el día de la boda. Todo marchó muy bien en la luna de miel.
Y luego todo parece complicarse.
Comienza el desierto de la desilusión. No era lo que yo esperaba.
Comienza el desierto de entendernos y sentirnos extraños.
Comienza el desierto de los silencios en los que cada uno se esconde.
Comienza el desierto de las infidelidades secretas.
Comienza el desierto de la mentira y el engaño.
Comienza el desierto de las insatisfacciones.
Comienza el desierto de las mutuas acusaciones.
Comienza el desierto de de las discusiones inútiles que rompen la armonía.
Comienza el desierto de la soledad en compañía.
El matrimonio tiene muchos desiertos. Pero todos ellos son necesarios, porque son la manera de purificar y fortalecer y hacer crecer el amor de verdad, no aquel amor epidérmico del pasado. Son esos desiertos donde “encontrará descanso el amor”.
Desierto de la fe
También la fe necesita atravesar las dunas ardientes del desierto.
El desierto de las dudas.
El desierto de querer entender y no ver nada claro.
El desierto de querer creer y sentir que los pies se hunden en la arena de los defectos y pecados de la Iglesia.
El desierto de querer creer y ser testigos de tantas incoherencias entre la fe que anunciamos y la vida que vivimos.
El desierto de sentir que creer es remar contra corriente, en un mundo que quiere prescindir de Dios.
El desierto de tantas divisiones e intereses personales, incluso en las cumbres de la Iglesia.
El desierto de tantos escándalos precisamente por parte de aquellos que eran las columnas de nuestra fe.
Pero la fe necesita de estos desiertos. Necesita de estas luchas y batallas. Porque es ahí “donde El nuevo Israel peregrino va siguiendo en pos de una cruz. La nube que alumbra el camino a través de un mundo sin luz. El cielo es el reino futuro, nueva tierra de promisión, que orienta los pasos seguros de este nuevo pueblo de Dios”.
Las oscuridades de la noche nos impiden ver las flores del jardín. Pero será el amanecer que les devolverá el color. El desierto de la cuaresma tendrá su tierra prometida en la Pascua.
Clemente Sobrado C.P.www.iglesiaquecamina.com
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