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Sean bienvenidos

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Invitación y bienvenida

Hola amig@s, bienvenid@s a este lugar, "Seguir la Senda.Ventana abierta", un blog que da comienzo e inicia su andadura el 6 de Diciembre de 2010, y con el que sólo busco compartir con ustedes algo de mi inventiva, artículos que tengo recogidos desde hace años, y también todo aquello bonito e instructivo que encuentro en Google o que llega a mí desde la red, y sin ánimo de lucro.

Si alguno de ustedes comprueba que es suyo y quiere que diga su procedencia, o por el contrario quiere que sea retirado de inmediato, por favor, comuníquenmelo y lo haré en seguida y sin demora.

Doy las gracias a tod@s mis amig@s blogueros que me visitan desde todas partes del mundo y de los cuales siempre aprendo algo nuevo. ¡¡¡Gracias de todo corazón y Bienvenid@s !!!!

Si lo desean, bajo la cabecera de "Seguir la Senda", se encuentran unos títulos que pulsando o haciendo clic sobre cada uno de ellos pueden acceder directamente a la sección que les interese. De igual manera, haciendo lo mismo en cada una de las imágenes de la línea vertical al lado izquierdo del blog a partir de "Ventana abierta", pasando por todos, hasta "Galería de imágenes", les conduce también al objetivo escogido.

Espero que todos los artículos que publique en mi blog -y también el de ustedes si así lo desean- les sirva de ayuda, y si les apetece comenten qué les parece...

Mi ventana y mi puerta siempre estarán abiertas para tod@s aquell@s que quieran visitarme. Dios les bendiga continuamente y en gran manera.

Aquí les recibo a ustedes como se merecen, alrededor de la mesa y junto a esta agradable meriendita virtual.

No hay mejor regalo y premio, que contar con su amistad.

No hay mejor regalo y premio, que contar con su amistad.
No hay mejor regalo y premio, que contar con su amistad. Les saluda atentamente: Mª Ángeles Grueso (Angelita)

jueves, 30 de septiembre de 2010

La fe mueve montañas

"Ventana abierta"


La fe mueve montañas


Clemente Sobrado C. P. WWW.iglesiaquecamina.com

Lo dice el adagio popular. Pero antes lo había dicho El. “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esa montaña echa al mar y se echaría”. Bueno, hoy nadie acude a la fe para terraplenar las montañas. Hoy preferimos esas tremendas escavadoras que lo hacen muy bien.
Sin embargo, lo del Evangelio sigue teniendo valor, a pesar de las grandes excavadoras. Y no es que se nos pida mucho. Se nos pide solo “como un granito de mostaza”. ¡Qué sería si tuviésemos una fe como un melón o un zapallo!
Pondríamos al mundo de patas arriba. Seríamos capaces de cambiarlo todo.

Pero ¿no crees que, aún con esta poquita fe que tan fácilmente se tambalea, hacemos verdaderos milagros?
Con nuestra poca fe: somos capaces de comprometernos con el cambio de un mundo que diera la impresión de que no lo cambia nadie.
Con nuestra poca fe: somos capaces de seguir creyendo en Dios, por más que todos nos digan que la religión es una tontería y una obsesión piadosa.
Con nuestra poca fe: somos capaces de seguir creyendo en la Iglesia. Incluso hoy que tan maltratada la vemos por todas partes y tan sucia y manchada por las miserias de nosotros sus hijos.

Me encanta el capítulo “Conversión” del libro de Joan Chittister cuando escribe:
“Permanezco en la Iglesia porque, aunque las luces se han apagado en partes de la casa, sé que estoy en mi casa.
Caigo en la cuenta ahora, con intensa indignación, de lo sexista que es realmente la Iglesia pese a todas sus declaraciones de fe en Jesús y de amor a la mujer.
Pero caigo también en la cuenta de que es la familia en la que he crecido.
Es la familia que me dio mis primeras imágenes de Dios, mi primera sensación de valor humano, mi primer sentido de la santidad, mi primera invitación a una bondad medida por mucho más que el “éxito”.
Una familia, sólo por ser disfuncional, como lo es ésta, no deja de ser una familia.
En todo caso, debemos esforzarnos todo lo posible por llegar todos al bienestar en ella”. (pág. 101)


Con nuestra poca fe: donde algunos se escandalizan y son capaces de abandonar a la Iglesia, otros la seguimos amando como a nuestra madre.
Con nuestra poca fe: seguimos creyendo que, estos malos momentos en los que todo el mundo se dedica a embarrarla, muchos seguimos creyendo que no es sino una especie de invierno que la desnuda de su belleza externa, pero donde la savia sigue viva en sus raíces en espera de una nueva primavera.
Con nuestra poca fe: somos capaces de entregar nuestras vidas al servicio de los demás.
Con nuestra poca fe: los padres son capaces de envejecer luchando por sacar adelante a sus hijos.
Con nuestra poca fe: muchos hemos sido capaces de dejar nuestras familias para entregarnos a su servicio y al servicio del Evangelio y del Reino.
Pero Jesús no quiere sino que nos pide que no nos demos por satisfechos con “nuestra poca fe” y desea que tengamos más fe, una fe capaz de curarnos, sanarnos, salvarnos.

Una fe que no está en los libros sino en el encuentro amistoso y personal con Él. Porque, al fin y al cabo, creer, tener fe, es mucho más que saber mucho de religión. Es una amistad y una relación personal y un fiarnos totalmente de Él.
Por eso, la súplica de los discípulos tiene que seguir siendo también nuestro grito de cada día: “Señor, aumenta nuestra fe”. O la de aquel otro que le pide a Jesús: “Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”.

Señor, que hay muchas luces apagadas en esta nuestra casa que es la Iglesia: “aumenta nuestra fe”.
Señor, que todos los medios de comunicación airean los pecados de tu Iglesia y a veces ya no rebelamos tu rostro: “aumenta nuestra fe”.


Señor, que el sufrimiento de los inocentes pone obstáculos para que el mundo siga creyendo en Ti: “aumenta nuestra fe”.
Señor, que tanta pobreza y tantas desigualdades e injusticias parecen ser una acusación contra Ti: “aumenta nuestra fe”.
Señor, danos una fe que haga posible que nuestras vidas revelen y manifiesten mejor tu rostro de Padre en el mundo. No te pedimos que nos hagas milagros. Te pedimos una fe capaz de hacerlos.


Clemente Sobrado C. P. WWW.iglesiaquecamina.com

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jueves, 23 de septiembre de 2010

Indiferencia e insensibilidad


Cuando alguien me dice que ha escuchado hablar mal de mí me alegro. Quiere decir que aún estoy vivo y preocupo. Lo peor suele ser cuando nadie dice nada de ti. Porque quiere decir que ya no existes.
Hay demasiada gente muerta que no está en los cementerios.
Anda por las calles. Pero no interesa a nadie.
Nadie se fija en ella. A nadie preocupa.
Camina por la vida pero no habita en ningún corazón.
Y sólo estamos vivos cuando algún corazón nos abre la puerta y nos manda entrar.
La parábola del rico y de Lázaro, tendido al otro lado del portón, pudiéramos llamarla la “parábola de la indiferencia e insensibilidad”.
En ningún momento se dice que el rico fuese mala gente.
Ni tampoco se dice que sea malo vivir bien.
Ni se le acusa por ser rico.
Lo que se critica en este rico es su “frialdad para con los demás”, su “indiferencia e insensibilidad” para con un pobre mendigo que no pide mucho. Se contentaría, como los perritos, con poder comer las migajas que caen de la mesa y que luego la empleada barre y las tira al tacho de la basura.
La indiferencia para con los demás es la mejor manera de vivir en la burbuja de su soledad, ajeno a todo y a todos.
Los demás no existen para él.
Los demás no tienen importancia.
Se puede vivir sin ellos. Y no pasa nada.
La indiferencia nos hace además “insensibles”. Y la insensibilidad es una de las señales que también uno está muerto por dentro, por muy opíparamente que coma y beba.
Después de un accidente, una de las primeras cosas que suelen hacer los médicos es comprobar que los miembros, los brazos, las piernas, las manos, la cabeza tienen sensibilidad.
En 1963 sufrí un tremendo accidente coche muy cerca de Vitoria. Nuestro auto dio no sé cuantas vueltas de campana. Felizmente yo salí despedido, pero mi compañero que conducía quedó atrapado entre el asiento y el timón. Yo lo movía y no daba señal alguna de vida. Pensé que estaba muerto. Y en mi atolondramiento decidí darle la absolución. Unos chicos nos recogieron y nos llevaron al Hospital que estaba cerca. Yo, preocupado y sin saber que hacer. De pronto, escucho que dice: “me duele esta pierna”. Recuerdo que dije una piadosa lisura y grité: “entonces estás vivo”. Me volvió el alma al cuerpo. Le dolía. Estaba vivo. No estaba muerto. Sólo eran tres fracturas en la pierna izquierda. Esas se curaron en seis meses de reposo.
El verdadero problema del rico, que conocemos con el apellido de “Epulón”, no era ser rico, ni el vestir de púrpura, ni el banquetear espléndidamente. Su problema era que por dentro estaba muerto.
Su corazón no tenía sensibilidad. Su corazón era insensible ante el pobre Lázaro.
Su corazón no tenía sentimientos. Su corazón era incapaz de reaccionar “ni que un muerto resucite”.
La inmensa mayoría de nuestros problemas humanos tenemos que encontrarlos en nuestro corazón. La indiferencia y la insensibilidad no nos impiden ver la realidad, pero sí pone anestesia en nuestro corazón para no sentir nada.
¿Que hay mucha hambre en el mundo? Ya lo sabíamos. Nosotros seguimos igual.
¿Que hay muchos ancianos que viven en la soledad? Ya lo sabemos. Nosotros seguimos igual.
¿Que hay muchos niños mendigando en la calle? Ya lo sabemos. Los vemos todos los días. Pero nosotros seguimos igual.
¿Que hay mucha gente en paro laboral, desesperada por no poder llevar un pan a casa? Ya lo sabemos. Nosotros seguimos igual.
No. Nosotros no somos culpables ni del hambre del mundo, ni de la soledad de los ancianos y enfermos, ni de los niños de la calle, ni del paro.
Nosotros somos culpables por nuestra indiferencia e insensibilidad.
Al rico de la parábola no se le acusa ni se le hace responsable de que Lázaro sea un pobre mendigo. Se le condena por su insensibilidad ante el hambre del mendigo que está al otro lado del portón.
A veces, lo que los demás necesitan no es que les solucionemos sus problemas.
Sólo nos piden que no nos resulten indiferentes ni seamos insensibles para con ellos. Que su realidad “nos duela” un poquito en el corazón. Que les demos vida en nuestro corazón. Porque sólo cuando comenzamos a sufrir y a sentir en nuestro corazón el problema de los otros, recién ahí comenzamos a hacer algo por ellos.
Y porque sólo entonces podemos decir que “también nosotros estamos vivos”.
Clemente Sobrado c.p.www.iglesiaquecamina.com


jueves, 16 de septiembre de 2010

El Santo Rosario y la Billetera juntos


Es fácil meter juntos, en el mismo bolsillo, el Santo Rosario y la Billetera. La verdad que no sé qué se dirán los Padre nuestros y las Ave Marías con los billetes. De seguro que en el bolsillo no se hacen mayores líos y problemas. Y hasta me preguntaría cómo se llevan esas ediciones de bolsillo del Evangelio con la Billetera. Porque ahora, como tenemos esas ediciones que unos llaman de “bolsillo” y yo llamo “portátiles”, es muy fácil que en el mismo bolsillo estén juntitos los Evangelios y los Billetes. Y de cuando en vez sacamos los Evangelios y los leemos y de cuando en vez abrimos la Billetera para contar nuestros billetes. Es posible que no se molesten demasiado.
El problema está cuando el Santo Rosario y Billetera, los Evangelios y los Billetes, los guardamos juntitos en el corazón. Ahí es posible que la armonía no sea tan armoniosa. Y que haya peleas entre los unos y los otros. Porque, ¿cómo podemos leer el Evangelio de hoy y que no pase nada? “Ninguno puede servir a dos amos, porque, o bien aborrece a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero”.
Es posible que muchos nos hayamos escandalizado hace unos meses cuando la Televisión nos mostró dos casos: uno, el de un tipo que se compró una de esas ediciones lujosas de la Biblia, la cortó muy bonito por el interior y en el espacio abierto aparecía bien acomodado un paquete de cocaína. El otro era uno de los presos de Piedras Gordas que hizo lo mismito con su gran Biblia, sólo que en vez de cocaína tenía escondido su celular.
Al principio también yo me sentí sorprendido de la agudeza de la gente, pero luego guardé silencio y me puse a pensar. Pero ¿no hacemos todos algo parecido con nuestro corazón? Metemos y llevamos dentro a Dios y al dinero. Y nos sentimos tan felices y contentos. Y les servimos por turno. Cuando necesitamos a Dios le despertamos. Y cuando necesitamos del dinero abrimos el fajo de billetes.
Lo que Jesús pretende es decirnos que “no se puede servir” a los dos. Porque servir es ser esclavo del uno o del otro. Y lo digo por experiencia. No resulta fácil convencernos que tratamos de servir a los dos. Evidente, nadie se atreve a decir que sirve al dinero, al contrario, siempre diremos que servimos a Dios. Pero, en el fondo habrá que preguntarse quién es el verdadero dueño de nuestro corazón. ¿Quién es el que señala y marca la dirección de nuestro corazón? ¿Dios o el dinero?
Confieso que me resulta mucho más fácil abrir el Evangelio y leer piadosamente una de sus páginas, que abrir mi billetera y sacar unos billetes para un hermano que no tiene para comprarse unas medicinas para su hijo enfermo. Hace unas semanas antes de entrar a la radio se me acercó uno de esos necesitados mostrándome la receta. Yo ni quise detenerme para mirarla. Días más tarde me entero de que un periodista de la misma radio, que estoy seguro no va a misa hace tiempo, salvo a la de difuntos o alguna boda, ahí mismo le preguntó cuánto costaban. Metió la mano a la billetera y le dio para que comprase sus medicinas. Creo que la bofetada que recibí todavía me sigue doliendo y me sigo cuestionando: “me resultaría muchísimo más fácil leerle y comentarle una página de mi Evangelio “de bolsillo”, aunque sea este capítulo 16, versículos 15 y 16 del Evangelio de Lucas, que soltarle unos billetitos para aliviar el dolor de un hermano que sufre. Lo que significa que estoy más desprendido del Evangelio que de esos papelitos con timbre y firma del Banco de Reserva o del Banco Central. Las cosas son así.
Jesús no nos quiere divididos ni los unos de los otros, y menos todavía divididos cada uno interiormente. Y cuando somos sinceros con nosotros mismos nos damos cuenta de que en nuestros corazones hay demasiadas fisuras, demasiadas divisiones. “Yo no sirvo al dinero” pero lo guardo en la Caja Fuerte. ¿A alguien se le ocurriría guardar los Evangelios en la Caja de Seguridad? El colmo sería que guardásemos allí billetes y Evangelios, Dios y al dinero, el Santo Rosario y la Billetera.
Jesús nos quiere de una pieza. Jesús nos quiere enteros. Quiere la unidad de nuestro corazón. Digamos, que nos quiere libres y no esclavos de lo que tenemos. Incluso está bien que seamos previsores para lo que pueda suceder más tarde en nuestras vidas. Pero es que hay urgencias que no puede esperar para más tarde, porque el hambre es de hoy, la enfermedad también es de hoy y las necesidades son de hoy.
Clemente Sobrado C. P.www.iglesiaquecamina.com


jueves, 9 de septiembre de 2010

Lo que se pierde, se busca


Bien pudiéramos titular hoy este Evangelio como: “El Evangelio de lo que se pierde y que Dios busca”.
Se puede perder y extraviar una oveja que se aleja y sale del rebaño y luego corre el peligro de quedarse sola en el monte.
Se puede perder una moneda, que aunque sea de poco valor, para una pobre viuda puede ser el pan y la comida del día.
Y se puede también perder el hijo que, a pesar de todo lo bueno que ha recibido en casa prefiere la libertad descontrolada de una vida sin marcos referenciales más que el “pasarlo bien”.
Y a Dios le encanta eso de dedicarse a “buscar”.
Le encanta contar las ovejas y de inmediato ponerse en camino monte arriba hasta que da con ella.
Le encanta tanto que, a pesar de su cansancio, se la echa a hombros para regresarla a casa.
Le encanta buscar esa monedita que es la comida del día de los pobres y lo celebra porque ese día los pobres podrán comer.
Hay tristeza en el alma cuando algo se pierde.
Y abunda la alegría del corazón cuando algo se encuentra.
Es la historia de Dios con su Pueblo.
Es la historia de Dios con cada uno de los hombres. “Yo he venido a buscar lo que estaba perdido”.
Me encanta ese Programa de Radioprogramas de los Domingos que lleva un título muy sugerente: “Busca personas”. Todo un equipo de la Radio que se dedica a ubicar a familiares, amigos, que llevan años perdidos y nadie sabe donde están. Personalmente tuve la experiencia del encuentro de una hija con su padre después de cuarenta y tres años. No se conocían. Lágrimas, palabras entrecortadas por la emoción, abrazos que nunca terminan.
Es un programa que me recuerda mucho nuestra historia personal. Porque también nosotros nos alejamos.
Nos perdemos.
Nos extraviamos.
Y hasta es posible que no sepamos cómo lograr el reencuentro.
Sobre todo es nuestra historia con Dios.
Todos llevamos dentro, mucho de “oveja perdida”, de “moneda extraviada”, o de “hijo que se fue de casa”.
Pero además, me recuerda la actitud de Dios que, día a día se dedica a buscarnos a todos los que nos hemos perdido.
A todos los que nos hemos extraviado en el camino y vivimos a la intemperie de la vida sin calor de comunidad y sin calor de hogar, sin calor de Iglesia.
Los geólogos buscan minerales en las entrañas de las montañas.
Los zahoríes buscan manantiales de agua que corren por las entrañas de la tierra.
Pero ¿cuántos nos dedicamos a buscar a nuestros hermanos que hace tiempo no hemos visto en la Iglesia, en la comunidad?
Sabemos que, por esas razones misteriosas del corazón humano, se han ido, se han alejado o simplemente se han extraviado. Y es posible que nosotros sigamos haciendo la digestión igualito que siempre.
A lo más nos contentamos con pensar que algún día volverán a casa. Que algún día se arrepentirán y emprenderán el camino del regreso.
Pero mientras tanto:
¿nos duele su ausencia?
¿nos duele ver que su silla está vacía en la comunidad?
¿nos duele no saber nada de ellos?
Hace unos años, un buen hombre sufría la obsesión del suicidio. Lo había intentado varias veces. Y otras tantas, alguien logró salvarlo porque puso en marcha toda una serie de mecanismos. Cada vez que llamaba a su casa y no respondía ya entraba en sospecha que se había ausentado para poner fin a su vida. La última vez pudo encontrarlo a cerca de mil kilómetros de distancia. Alguien estaba siempre atenta por saber por donde andaba. Finalmente, tenemos que reconocerlo, lo perdimos de vista. ¿Qué ha sido de él? ¿Se habrá suicidado? Lo que más me duele es que casi ya nos íbamos haciendo a la idea de que lograría lo que buscaba y casi sentimos un alivio.
Estoy seguro que aún entonces Dios lo habrá andado buscando. Lo que nosotros no logramos, ¿lo habrá logrado Dios? No lo sabemos. Han pasado ya los años.
Dios es de los que no se cansa de “buscar”. Dios es de los que no puede conciliar el sueño en tanto un hijo suyo esté fuera de casa y del calor de la familia. Cada uno somos testigos de esas búsquedas de Dios. Porque ¿cuántas veces nos hemos extraviado y nos ha vuelto a encontrar?
Clemente Sobrado C.P.www.iglesiaquecamina.com
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jueves, 2 de septiembre de 2010

Hombres inacabados


Cuando llegué a Lima hace ya más de cuarenta años, había un edificio en lo que se llama “obra negra”. Cada vez que paso delante de él siento pena. Todavía sigue incompleto. Han habilitado la mitad de los pisos, pero el resto sigue como cuando lo vi  por primera vez. Y estoy seguro de que si nos damos una vuelta por la ciudad, nos vamos a topar con cantidad de edificios que se han quedado a medias.
Esto me lleva al Evangelio de hoy, que no habla de edificios, pero sí de torres inacabadas, torres que se han quedado a medio camino, que no han podido llegar hasta arriba, el final.
Una inversión que no ha servido para nada. Alguien que calculó mal sus posibilidades o que simplemente se cansó y decidió dejar las cosas sin ponerles ese ramo de remate y bendición.
Pero mi preocupación va un poco más lejos.
Miro luego a la gente y mi pregunta es siempre la misma. Una pregunta dolorosa.
¿Y estos hombres y mujeres, serán hombres y mujeres que se han realizado de verdad o serán también hombres y mujeres que se han quedado a medio andar?
Hombres a medias.
Mujeres a medias.
Hombres y mujeres que nunca han llegado a ser hombres y mujeres de verdad. Nunca han llegado a su verdadera talla.
Niños que nunca llegarán a ser hombres y mujeres maduros y se quedarán enamos y raquíticos toda su vida.
Jóvenes que nunca lograrán salir de su adolescencia y por tanto nunca llegarán a madurar como personas adultas:
Jóvenes dependientes de las faldas de la madre.
Jóvenes que nunca han logrado su verdadera libertad.
Jóvenes que toda su vida sufrirán el “mal de la mamitis”.
Casados que nunca han experimentado su verdadera libertad y siguen pegados al tronco de su familia original:
Tienen su casa propia pero su corazón sigue viviendo en la casa paterna.
Tienen su esposa y hasta sus hijos, pero antes de llegar a casa tienen que pasar por la casa de “mami”.
Esposos y esposas que no saben pasar el fin de semana solos, sino que necesitan salir a comer siempre con la mami, el papi, los hermanos.
Esposos y esposas que antes de entregar su salario de fin de mes, tienen que repartirlo entre la mami, el papi y los hermanitos.
Las consecuencias las vemos todos los días en los matrimonios y en las parejas.
Nunca dejan que nazca lo nuevo porque siguen pegaditos a lo que han dejado.
Hombres y mujeres que nunca llegan a ser ellos mismos y siguen siendo los eternos hijos “de mami y de papi”.
Jesús es bien claro. Para seguirle a El hay que lograr la verdadera libertad de espíritu, la verdadera libertad sicológica, su madurez. “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”.
No se puede hablar de verdadero seguimiento mientras sigamos atados a nuestro pasado.
No se puede hablar de verdadera fe y seguimiento mientras sigamos atados a lo que un día decidimos dejar, pero que lo llevamos arrastrando con nosotros, como esos presos que caminan arrastrando las cadenas en sus pies.
Y aquí nos toca nuestra parte a todos:
Sacerdotes y religiosos que decidimos “dejarlo todo”, pero en realidad lo llevamos todo en la maleta de nuestro corazón.
Decidimos dejar nuestra casa, pero no podemos vivir sin ella.
Decidimos dejar a nuestra familia, pero no podemos vivir sin el calor humano de la familia.
Decidimos renunciar al matrimonio, pero llevamos el corazón cargado de afectos y de sentimientos que nos impiden vivir con libertad nuestro celibato.
Decidimos renunciar a tener riqueza, pero luego no podemos vivir sin las comodidades que nos ofrecen las cosas.
En el fondo, tenemos que reconocerlo, la inmensa mayoría de nosotros no logramos crecer y desarrollarnos hasta adquirir nuestra plenitud.
Seguimos siendo hombres a medias.
Seguimos siendo esposos a medias.
Seguimos siendo sacerdotes y religiosos a medias.
Seguimos siendo célibes a medias.
Seguimos siendo pobres a medias.
Todo a medias. Nos dan miedo los enteros.
Nos da miedo “ser lo que tenemos que ser”.
Nos da miedo “ser lo que Dios quiere que seamos”.
Nunca llegamos al final del camino de nuestras vidas y nos quedamos siempre en el primer descanso que encontramos.

Clemente Sobrado C. P.

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