Este es José, mi buen José.
El de alma interior, sin palabras exteriores. El de corazón grande, en semblante sencillo, humilde, afable, sereno y obediente. El que, sin tener nada, lo poseía todo, porque sabía que, Dios, era su esperanza. El que, gozándolo todo, a Jesús y María, nunca estuvo un peldaño más arriba del lugar que la historia le tenía reservado.
Este es José, mi buen José.
Fue feliz, aún rompiendo Dios sus planes. Fue fiel con las cosas del cielo, aún teniendo que olvidar muchas cosas en la tierra.Fue solícito y prudente ante la encomienda de un ángel en horas nocturnas.
Este es José, mi buen José.
Sin palabras, pero con obras, respondió. Sin ruido, pero con bondad, caminó.
Sin recelos, y con mansedumbre, acogió. Sin reproches, y con serenidad, creyó.
Este es José, mi buen José.
19 DE MARZO, DIA DEL SEMINARIO. FESTIVIDAD DE SAN JOSE.
San José, descendiente de reyes, entre los que se cuenta David, el más famoso y popular de los héroes de Israel, pertenece también a otra dinastía, que permaneciendo a través de los siglos, se extiende por todo el mundo. Es la de aquellos hombres que con su trabajo manual van haciendo realidad lo que antes era sólo pura idea, y de los que el cuerpo social no puede prescindir en absoluto. Pues si bien es cierto que a la sociedad le son necesarios los intelectuales para idear, no lo es menos que, para realizar, le son del todo imprescindibles los obreros. De lo contrario, ¿cómo podría disfrutar la colectividad del bienestar, si le faltasen manos para ejecutar lo que la cabeza ha pensado? Y los obreros son estas manos que, aun a través de servicios humildes, influyen grandemente en el desarrollo de la vida social. Indudablemente que José también dejaría sentir, en la vida de su pequeña ciudad, la benéfica influencia social de su trabajo.
Sólo Nazaret -la ciudad humilde y desacreditada, hasta el punto que la gente se preguntaba: "¿De Nazaret puede salir alguna cosa buena?"- es la que podría explicarnos toda la trascendencia de la labor desarrollada por José en su pequeño taller de carpintero, mientras Jesús, a su lado, "crecía en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres".
En efecto, allí, en aquel pequeño poblado situado en las últimas estribaciones de los montes de Galilea, residió aquella familia excelsa, cuando pasado ya el peligro había podido volver de su destierro en Egipto. Y allí es donde José, viviendo en parte en un taller de carpintero y en parte en una casita semiexcavada en la ladera del monte, desarrolla su función de cabeza de familia. Como todo obrero, debe mantener a los suyos con el trabajo de sus manos: toda su fortuna está radicada en su brazo, y la reputación de que goza está integrada por su probidad ejemplar y por el prestigio alcanzado en el ejercicio de su oficio.
Es este oficio el que le hace ocupar un lugar imprescindible en el pueblo, y a través del mismo influye en la vida de aquella pequeña comunidad. Todos le conocen y a él deben acudir cuando necesitan que la madera sea transformada en objetos útiles para sus necesidades. Seguramente que su vida no sería fácil; las herramientas, con toda su tosquedad primitiva, exigirían de José una destreza capaz de superar todas las deficiencias de medios técnicos; sus manos encallecidas estarían acostumbradas al trabajo rudo y a los golpes, imposibles de evitar a veces. Habiendo de alternar constantemente con la gente por quien trabajaba, tendría un trato sencillo, asequible para todos. Su taller se nos antoja que debía de ser un punto de reunión para los hombres -al menos algunos- de Nazaret, que al terminar la jornada se encontrarían allí para charlar de sus cosas.
José, el varón justo, está totalmente compenetrado con sus conciudadanos. Éstos aprecian, en su justo valor, a aquel carpintero sencillo y eficiente. Aun después de muerto, cuando Jesús ya se ha lanzado a predicar la Buena Nueva, le recordarán con afecto: "¿Acaso no es éste el hijo de José, el carpintero?", se preguntaban los que habían oído a Jesús, maravillados de su sabiduría. Y, efectivamente, era el mismo Jesús; pero José ya no estaba allí. Él ya había cumplido su misión, dando al mundo su testimonio de buen obrero. Por eso la Iglesia ha querido ofrecer a todos los obreros este espectáculo de santidad, proclamándole solemnemente Patrón de los mismos, para que en adelante el casto esposo de María, el trabajador humilde, silencioso y justo de Nazaret, sea para todos los obreros del mundo, especial protector ante Dios, y escudo para tutela y defensa en las penalidades y en los riesgos del trabajo.
1 de Mayo
Los textos de la liturgia del día constituyen una catequesis del significado del trabajo humano a través de la fe.
Al menos, desde 1898, en que León XII abordó el tema del trabajo y la situación de los trabajadores con su importantísima encíclica Rerum Novarum, la Iglesia ha sido pródiga en la publicación de documentos sobre la llamada "cuestión social". Entre estos documentos, se puede destacar Quadragesimo Anno, de Pío XI; Mater et magistra, del Beato Juan XXIII; la Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II; Populorum Progressio, de Pablo VI, y la Laborem exercens, de Juan Pablo II, en la que se profundiza sobre la espiritualidad del trabajo.
" ¡Oh glorioso San José, que velaste tu incomparable y real dignidad de guardián de Jesús y de la Virgen María bajo la humilde apariencia de artesano, y con tu trabajo sustentaste sus vidas, protege con amable poder a los hijos que te están especialmente confiados!
"Tú conoces sus angustias y sus sufrimientos porque tú mismo los probaste al lado de Jesús y de su Madre. No permitas que, oprimidos por tantas preocupaciones, olviden el fin para el que fueron creados por Dios; no dejes que los gérmenes de la desconfianza se adueñen de sus almas inmortales. Recuerda a todos los trabajadores que en los campos, en las oficinas, en las minas, en los laboratorios de la ciencia no están solos para trabajar, gozar y servir, sino que junto a ellos está Jesús con María, Madre suya y nuestra, para sostenerlos, para enjugar el sudor, para mitigar sus fatigas. Enséñales a hacer del trabajo, como hiciste tú, un instrumento altísimo de santificación".
SAN ANTONIO DE PADUA,
CONFESOR Y DOCTOR DE LA IGLESIA
«Hermanos, recibiría con entusiasmo el hábito de vuestra Orden si me prometierais enviarme, luego de haber entrado, a tierra de sarracenos para que sea partícipe de la corona de los santos mártires».
Los frailes le dieron palabra y fijaron para la mañana siguiente el ingreso en la Orden franciscana. Aquella noche, según el biógrafo más autorizado, arrancó Fernando a duras penas y a base de muchos ruegos el permiso del prior del monasterio. Con el fin de vencer dificultades de parte de sus familiares y de algunos monjes de Santa Cruz se convino en cambiar su nombre de Fernando por el de Antonio, que era el titular del eremitorio donde residían los franciscanos, y en mandarle cuanto antes a tierra de infieles. La ceremonia de la imposición de hábito al nuevo candidato fue rápida y sencilla, por razón de que el prior, el monasterio, la diócesis y todo el reino estaban en entredicho por el arzobispo de Braga, y, según el derecho, se prohibía la celebración pública de la santa misa y del oficio divino.
«Cierto fraile habíase arreglado una cueva que debía servirle de celda para retirarse allí y dedicarse a la altísima contemplación. Cuando Antonio, que iba explorando el bosque, la vio, prendóse de ella y, con muchos ruegos, se la pidió al devoto fraile, que, vencido por las reiteradas súplicas del Santo, se la cedió fraternalmente. Desde entonces todas las mañanas, después de haber tomado parte en la plegaria común, retirábase allí, llevándose consigo un poco de pan y un vaso de agua para todo el día, obligando a la carne a servir al espíritu. Pero, fiel a las prescripciones de la regla, asistía por la tarde a la conferencia espiritual que se tenía en el convento. Sucedía a menudo que, cuando al toque de la campana quería reunirse con sus hermanos, hallábase su pobre cuerpo tan debilitado por las vigilias y tan extenuado por el ayuno que se tambaleaba y rehusaba sostenerse, teniendo necesidad de apoyarse en otro hermano para poder llegar al eremitorio».
«Oid la palabra de Dios, vosotros peces del mar y del río, ya que no la quieren escuchar los infieles herejes».
A su palabra acudieron multitud de peces, que sacaban sus cabezas fuera del agua con grandísima quietud, mansedumbre y orden. Aquel milagro despertó gran entusiasmo en la ciudad, quedando corridos los herejes. Fue tan eficaz su acción apostólica contra los mismos, que los antiguos biógrafos le llamaron incansable martillo de los herejes.
«A fray Antonio, mi obispo, fray Francisco, salud en Cristo: Me place que interpretéis a los demás frailes la sagrada teología, siempre que este estudio no apague en ellos el espíritu de la santa oración y devoción, según los principios de la regla. Adiós».
Con el beneplácito del santo fundador fue San Antonio el primer Lector de teología que tuvo la Orden franciscana.
«Día y noche –dice Assidua– tenía discusiones con los herejes; exponíales con grande claridad el dogma católico; refutaba victoriosamente sus prejuicios; revelando en todo una ciencia admirable y una fuerza suave de persuasión que penetraba en el ánimo de sus contrarios.»
De Toulouse pasó el Santo a Le Puy, Bourges, Limoges y Arlés. Por razón de ocupar el cargo de custodio de Limoges vióse obligado a asistir al Capítulo general convocado por fray Elías en Asís para el 30 de mayo de 1227, y en el cual fue elegido Antonio ministro provincial de Romaña, cargo que ejercitó con éxito hasta el año 1230.
«A finales de 1229 mandó Dios a Padua –dice Rolandino– de los confines de la Hesperia y de los países de Occidente, esto es, de las tierras de Galicia, Sevilla y Lisboa, al hombre religioso y santo, célebre por sus virtudes y conocimientos literarios, arca del Antiguo Testamento y forma del Nuevo y, si me es lícito usar de esta expresión, poderoso en obras y palabras. Éste habitó con sus hermanos de Padua; pero espiritualmente habitaba en el cielo.»
Por indicación del cardenal de Ostia se dedicó allí Antonio a la composición de sermones para todas las festividades de los principales santos y domínicas del año. La soledad y el retiro del convento de Arcella, cerca de Padua, invitaban al recogimiento y estudio, necesarios para llevar a término la composición de una obra de tan vastas proporciones. También se le atribuye una Exposición del Salterio y algunas otras obras.
«Alégrate, feliz Lusitania: salta de júbilo, Padua dichosa, pues engendrasteis para la tierra y para el cielo a un varón que bien puede compararse con un astro rutilante, ya que brillando, no sólo por la santidad de su vida y gloriosa fama de sus milagros, sino también por el esplendor que por todas partes derrama su celestial doctrina, alumbró y aún sigue alumbrando al mundo entero con una luz fulgentísima».
SAN IGNACIO DE LOYOLA
San Ignacio de Loyola
San Ignacio de Loyola
Fundador de la Compañía de Jesús (Jesuitas)
“Ad Majorem Dei Gloriam”
“Para mayor gloria de Dios”
(Lema de San Ignacio)
Nació el año 1491 en Loyola, en las provincias vascongadas; su vida transcurrió primero entre la corte real y la milicia; luego se convirtió y estudió teología en París, donde se le juntaron los primeros compañeros con los que había de fundar más tarde, en Roma, la Compañía de Jesús. Ejerció un fecundo apostolado con sus escritos y con la formación de discípulos, que habían de trabajar intensamente por la reforma de la Iglesia. Murió en Roma el año 1556. -Liturgia de la Horas
Cronología de La Vida de San Ignacio De Loyola
1491- Año probable del nacimiento de Ignacio de Loyola
1521- Colabora en la defensa de Pamplona acosada por el rey de Francia. Es herido en la pierna derecha y enviado a Loyola, donde pasa la convalecencia. En este tiempo caen en sus manos algunos libros piadosos que le hacen descubrir, en la vida de Jesús y de los Santos, un nuevo horizonte en su vida. Se produce en Ignacio una primera conversión. Experimenta, igualmente, una lucha interior entre deseos piadosos y deseos mundanos.
1522- San Ignacio comienza una peregrinación al Santuario de Nuestra Señora de Montserrat. Una vez en Montserrat, hace una confesión general y deja sus vestidos y su espada. Continúa el camino hacia Manresa donde da comienzo a una vida de pobreza, oración, y penitencia. Después de un tiempo de turbación, escrúpulos, dudas y angustias, vivirá una singular experiencia de Dios que recordará toda la vida: “la ilustración del Cardoner”. Igualmente comenzará a formular su experiencia espiritual con lo que da comienzo a lo que más adelante será el libro de los Ejercicios Espirituales.
1527- A lo largo de este año Ignacio vivirá dos procesamientos más y será encarcelado. Al salir de la prisión viaja a Salamanca. Nuevamente tendrá procesos inquisitoriales, se le prohibe predicar y enseñar materias teológicas por no haber hecho suficientes estudios. Ignacio decide marchar de Salamanca, pasa por Barcelona y se encamina a París.
1538- San Ignacio celebra su primera misa en la iglesia de ¨Santa María la Maggiore¨.
1540- Paulo III confirma la fundación de la Compañía de Jesús.
1541- Ignacio comienza la redacción de las Constituciones de la Compañía y es elegido superior general de la misma. A partir de este momento Ignacio vivirá permanentemente en Roma.
1556- Muerte de San Ignacio de Loyola. Es enterrado en el lugar donde actualmente está la iglesia del Gesú en Roma.
1609- El Papa Paulo V beatifica a Ignacio de Loyola.
1622- Canonización de Ignacio de Loyola por el Papa Gregorio XV.
Reflexiones claves del Diario Espiritual de San Ignacio De Loyola
- Dios me ama más que yo a mí mismo.
- ¡Siguiéndoos, Jesús, no me puedo perder!
- Dios proveerá lo que le parezca mejor.
- ¡Señor, soy un niño! ¿A dónde me lleváis?
- ¡Jesús, por nada del mundo te dejaría!
- ¿Qué queréis, Señor, de mí?
- ¡Señor, sostenedme con vuestra gracia!
- ¡No merezco, Señor, cuanto recibo!
- ¡Dadme, Señor, vuestro amor y gracia, éstas me bastan!
- Jesús, sé mi guía, condúceme.
Vida de San Ignacio de LoyolaEl amor de Dios es la fuente del entusiasmo de Ignacio por la salvación de las almas, por las que emprendió tantas y tan grandes cosas y a las que consagró sus vigilias, oraciones, lágrimas y trabajos.
Se hizo todo a todos para ganarlos a todos y al prójimo le dio por su lado a fin de atraerlo al suyo. Recibía con extraordinaria bondad a los pecadores sinceramente arrepentidos; con frecuencia se imponía una parte de la penitencia que hubiese debido darles y los exhortaba a ofrecerse en perfecto holocausto a Dios, diciéndoles que es imposible imaginar los tesoros de gracia que Dios reserva a quienes se le entregan de todo corazón.
El santo proponía a los pecadores esta oración, que él solía repetir: “Tomad, Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad. Vos me lo disteis; a vos Señor, lo torno. Disponed a toda vuestra voluntad y dadme amor y gracia, que esto me basta, sin que os pida otra cosa”.
SAN IGNACIO nació probablemente, en 1491, en el castillo de Loyola en Azpeitia, población de Guipúzcoa, cerca de los Pirineos. Su padre, don Bertrán, era señor de Ofiaz y de Loyola, jefe de una de las familias más antiguas y nobles de la región. Y no era menos ilustre el linaje de su madre, Marina Sáenz de Licona y Balda. Iñigo (pues ése fue el nombre que recibió el santo en el bautismo) era el más joven de los ocho hijos y tres hijas de la noble pareja. Iñigo luchó contra los franceses en el norte de Castilla. Pero su breve carrera militar terminó abruptamente el 20 de mayo de 1521, cuando una bala de cañón le rompió la pierna durante la lucha en defensa del castillo de Pamplona. Después de que Iñigo fue herido, la guarnición española capituló.
Los franceses no abusaron de la victoria y enviaron al herido en una litera al castillo de Loyola (su hogar). Como los huesos de la pierna soldaron mal, los médicos consideraron necesario quebrarlos nuevamente. Iñigo se decidió a favor de la operación y la soportó estoicamente ya que anhelaba regresar a sus anteriores andanzas a todo costo. Pero, como consecuencia, tuvo un fuerte ataque de fiebre con tales complicaciones que los médicos pensaron que el enfermo moriría antes del amanecer de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Sin embargo empezó a mejorar, aunque la convalecencia duró varios meses. No obstante la operación de la rodilla rota presentaba todavía una deformidad. Iñigo insistió en que los cirujanos cortasen la protuberancia y, pese a éstos le advirtieron que la operación sería muy dolorosa, no quiso que le atasen ni le sostuviesen y soportó la despiadada carnicería sin una queja. Para evitar que la pierna derecha se acortase demasiado, Iñigo permaneció varios días con ella estirada mediante unas pesas. Con tales métodos, nada tiene de extraño que haya quedado cojo para el resto de su vida.
Con el objeto de distraerse durante la convalecencia, Iñigo pidió algunos libros de caballería (aventuras de caballeros en la guerra), a los que siempre había sido muy afecto. Pero lo único que se encontró en el castillo de Loyola fue una historia de Cristo y un volumen de vidas de santos. Iñigo los comenzó a leer para pasar el tiempo, pero poco a poco empezó a interesarse tanto que pasaba días enteros dedicado a la lectura. Y se decía: “Si esos hombres estaban hechos del mismo barro que yo, bien yo puedo hacer lo que ellos hicieron”. Inflamado por el fervor, se proponía ir en peregrinación a un santuario de Nuestra Señora y entrar como hermano lego a un convento de cartujos. Pero tales ideas eran intermitentes, pues su ansiedad de gloria y su amor por una dama, ocupaban todavía sus pensamientos. Sin embargo, cuando volvía a abrir el libro de la vida de los santos, comprendía la futilidad de la gloria mundana y presentía que sólo Dios podía satisfacer su corazón. Las fluctuaciones duraron algún tiempo. Ello permitió a Iñigo observar una diferencia: en tanto que los pensamientos que procedían de Dios le dejaban lleno de consuelo, paz y tranquilidad, los pensamientos vanos le procuraban cierto deleite, pero no le dejaban sino amargura y vacío. Finalmente, Iñigo resolvió imitar a los santos y empezó por hacer toda penitencia corporal posible y llorar sus pecados.
Le visita la Virgen; purificación en Manresa
Una noche, se le apareció la Madre de Dios, rodeada de luz y llevando en los brazos a Su Hijo. La visión consoló profundamente a Ignacio. Al terminar la convalecencia, hizo una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Montserrat, donde determinó llevar vida de penitente. Su propósito era llegar a Tierra Santa y para ello debía embarcarse en Barcelona que está muy cerca de Montserrat. La ciudad se encontraba cerrada por miedo a la peste que azotaba la región. Así tuvo que esperar en el pueblecito de Manresa, no lejos de Barcelona y a tres leguas de Montserrat. El Señor tenía otros designios más urgentes para Ignacio en ese momento de su vida. Lo quería llevar a la profundidad de la entrega en oración y total pobreza. Se hospedó ahí, unas veces en el convento de los dominicos y otras en un hospicio de pobres. Para orar y hacer penitencia, se retiraba a una cueva de los alrededores. Así vivió durante casi un año.
“A fin de imitar a Cristo nuestro Señor y asemejarme a El, de verdad, cada vez más; quiero y escojo la pobreza con Cristo, pobre más que la riqueza; las humillaciones con Cristo humillado, más que los honores, y prefiero ser tenido por idiota y loco por Cristo, el primero que ha pasado por tal, antes que como sabio y prudente en este mundo”. Se decidió a “escoger el Camino de Dios, en vez del camino del mundo”…hasta lograr alcanzar su santidad.
A las consolaciones de los primeros tiempos sucedió un período de aridez espiritual; ni la oración, ni la penitencia conseguían ahuyentar la sensación de vacío que encontraba en los sacramentos y la tristeza que le abrumaba. A ello se añadía una violenta tempestad de escrúpulos que le hacían creer que todo era pecado y le llevaron al borde de la desesperación. En esa época, Ignacio empezó a anotar algunas experiencias que iban a servirle para el libro de los “Ejercicios Espirituales”. Finalmente, el santo salió de aquella noche oscura y el más profundo gozo espiritual sucedió a la tristeza. Aquella experiencia dio a Ignacio una habilidad singular para ayudar a los escrupulosos y un gran discernimiento en materia de dirección espiritual. Más tarde, confesó al P. Laínez que, en una hora de oración en Manresa, había aprendido más de lo que pudiesen haberle enseñado todos los maestros en las universidades. Sin embargo, al principio de su conversión, Ignacio estaba tan sugestionado por la mentalidad del mundo que, al oír a un moro blasfemar de la Santísima Virgen, se preguntó si su deber de caballero cristiano no consistía en dar muerte al blasfemo, y sólo la intervención de la Providencia le libró de cometer ese crimen.
Tierra Santa
En febrero de 1523, Ignacio por fin partió en peregrinación a Tierra Santa. Pidió limosna en el camino, se embarcó en Barcelona, pasó la Pascua en Roma, tomó otra nave en Venecia con rumbo a Chipre y de ahí se trasladó a Jaffa. Del puerto, a lomo de mula, se dirigió a Jerusalén, donde tenía el firme propósito de establecerse. Pero, al fin de su peregrinación por los Santos Lugares, el franciscano encargado de guardarlos le ordenó que abandonase Palestina, temeroso de que los mahometanos, enfurecidos por el proselitismo de Ignacio, le raptasen y pidiesen rescate por él. Por lo tanto, el joven renunció a su proyecto y obedeció, aunque no tenía la menor idea de lo que iba a hacer al regresar a Europa. Otra vez, la Divina Providencia tenía designios para esta alma tan generosa.
De nuevo en España donde es encarcelado por la inquisición.
En 1524, llegó de nuevo a España, donde se dedicó a estudiar, pues “pensaba que eso le serviría para ayudar a las almas”. Una piadosa dama de Barcelona, llamada Isabel Roser, le asistió mientras estudiaba la gramática latina en la escuela. Ignacio tenía entonces treinta y tres años, y no es difícil imaginar lo penoso que debe ser estudiar la gramática a esa edad. Al principio, Ignacio estaba tan absorto en Dios, que olvidaba todo lo demás; así, la conjugación del verbo latino “amare” se convertía en un simple pretexto para pensar: “Amo a Dios. Dios me ama”. Sin embargo, el santo hizo ciertos progresos en el estudio, aunque seguía practicando las austeridades y dedicándose a la contemplación y soportaba con paciencia y buen humor las burlas de sus compañeros de escuela, que eran mucho más jóvenes que él.
Al cabo de dos años de estudios en Barcelona, pasó a la Universidad de Alcalá a estudiar lógica, física y teología; pero la multiplicidad de materias no hizo más que confundirle, a pesar de que estudiaba noche y día. Se alojaba en un hospicio, vivía de limosna y vestía un áspero hábito gris. Además de estudiar, instruía a los niños, organizaba reuniones de personas espirituales en el hospicio y convertía a numerosos pecadores con sus reprensiones llenas de mansedumbre.
Había en España muchas desviaciones de la devoción. Como Ignacio carecía de los estudios y la autoridad para enseñar, fue acusado ante el vicario general del obispo, quien le tuvo prisionero durante cuarenta y dos días, hasta que, finalmente, absolvió de toda culpa a Ignacio y sus compañeros, pero les prohibió llevar un hábito particular y enseñar durante los tres años siguientes. Ignacio se trasladó entonces con sus compañeros a Salamanca. Pero pronto fue nuevamente acusado de introducir doctrinas peligrosas. Después de tres semanas de prisión, los inquisidores le declararon inocente. Ignacio consideraba la prisión, los sufrimientos y la ignominia como pruebas que Dios le mandaba para purificarle y santificarle. Cuando recuperó la libertad, resolvió abandonar España. En pleno invierno, hizo el viaje a París, a donde llegó en febrero de 1528.
Estudios en París
Los dos primeros años los dedicó a perfeccionarse en el latín,
por su cuenta. Durante el verano iba a Flandes y aun a Inglaterra a pedir limosna a los comerciantes españoles establecidos en esas regiones. Con esa ayuda y la de sus amigos de Barcelona, podía estudiar durante el año. Pasó tres años y medio en el Colegio de Santa Bárbara, dedicado a la filosofía. Ahí indujo a muchos de sus compañeros a consagrar los domingos y días de fiesta a la oración y a practicar con mayor fervor la vida cristiana. Pero el maestro Peña juzgó que con aquellas prédicas impedía a sus compañeros estudiar y predispuso contra Ignacio al doctor Guvea, rector del colegio, quien condenó a Ignacio a ser azotado para desprestigiarle entre sus compañeros. Ignacio no temía al sufrimiento ni a la humillación, pero, con la idea de que el ignominioso castigo podía apartar del camino del bien a aquéllos a quienes había ganado, fue a ver al rector y le expuso modestamente las razones de su conducta. Guvea no respondió, pero tomó a Ignacio por la mano, le condujo al salón en que se hallaban reunidos todos los alumnos y le pidió públicamente perdón por haber prestado oídos, con ligereza, a los falsos rumores. En 1534, a los cuarenta y tres años de edad, Ignacio obtuvo el título de maestro en artes de la Universidad de París.
El Señor le da compañeros
Las palabras fervorosas de Ignacio, llenas del Espíritu Santo, abrió los corazones de algunos compañeros. Por aquella época, se unieron a Ignacio otros seis estudiantes de teología: Pedro Fabro, que era sacerdote de Saboya; Francisco Javier, un navarro; Laínez y Salmerón, que brillaban mucho en los estudios; Simón Rodríguez, originario de Portugal y Nicolás Bobadilla. Movidos por las exhortaciones de Ignacio, aquellos fervorosos estudiantes hicieron voto de pobreza, de castidad y de ir a predicar el Evangelio en Palestina, o, si esto último resultaba imposible, de ofrecerse al Papa para que los emplease en el servicio de Dios como mejor lo juzgase. La ceremonia tuvo lugar en una capilla de Montmartre, donde todos recibieron la comunión de manos de Pedro Fabro, quien acababa de ordenarse sacerdote. Era el día de la Asunción de la Virgen de 1534. Ignacio mantuvo entre sus compañeros el fervor, mediante frecuentes conversaciones espirituales y la adopción de una sencilla regla de vida. Poco después, hubo de interrumpir sus estudios de teología, pues el médico le ordenó que fuese a tomar un poco los aires natales, ya que su salud dejaba mucho que desear. Ignacio partió de París, en la primavera de 1535. Su familia le recibió con gran gozo, pero el santo se negó a habitar en el castillo de Loyola y se hospedó en una pobre casa de Azpeitia.
Bendición del Papa; aparición del Señor
Dos años más tarde, se reunió con sus compañeros en Venecia. Pero la guerra entre venecianos y turcos les impidió embarcarse hacia Palestina. Los compañeros de Ignacio, que eran ya diez, se trasladaron a Roma; Paulo III los recibió muy bien y concedió a los que todavía no eran sacerdotes el privilegio de recibir las órdenes sagradas de manos de cualquier obispo. Después de la ordenación, se retiraron a una casa de las cercanías de Venecia a fin de prepararse para los ministerios apostólicos. Los nuevos sacerdotes celebraron la primera misa entre septiembre y octubre, excepto Ignacio, quien la difirió más de un año con el objeto de prepararse mejor para ella. Como no había ninguna probabilidad de que pudiesen trasladarse a Tierra Santa, quedó decidido finalmente que Ignacio, Fabro y Laínez irían a Roma a ofrecer sus servicios al Papa. También resolvieron que, si alguien les preguntaba el nombre de su asociación, responderían que pertenecían a la Compañía de Jesús (San Ignacio no empleó nunca el nombre de “jesuita”. Este nombre comenzó como un apodo), porque estaban decididos a luchar contra el vicio y el error bajo el estandarte de Cristo. Durante el viaje a Roma, mientras oraba en la capilla de “La Storta”, el Señor se apareció a Ignacio, rodeado por un halo de luz inefable, pero cargado con una pesada cruz. Cristo le dijo: “Ego vobis Romae propitius ero” (Os seré propicio en Roma). Paulo III nombró al padre Fabro profesor en la Universidad de la Sapienza y confió a Laínez el cargo de explicar la Sagrada Escritura. Por su parte, Ignacio se dedicó a predicar los Ejercicios y a catequizar al pueblo. El resto de sus compañeros trabajaba en forma semejante, a pesar de que ninguno de ellos dominaba todavía el italiano.
La Compañía de Jesús
Ignacio y sus compañeros decidieron formar una congregación religiosa para perpetuar su obra. A los votos de pobreza y castidad debía añadirse el de obediencia para imitar más de cerca al Hijo de Dios, que se hizo obediente hasta la muerte. Además, había que nombrar a un superior general a quien todos obedecerían, el cual ejercería el cargo de por vida y con autoridad absoluta, sujeto en todo a la Santa Sede. A los tres votos arriba mencionados, se agregaría el de ir a trabajar por el bien de las almas adondequiera que el Papa lo ordenase. La obligación de cantar en común el oficio divino no existiría en la nueva orden, “para que eso no distraiga de las obras de caridad a las que nos hemos consagrado”. No por eso descuidaban la oración que debía tomar al menos una hora diaria.
La primera de las obras de caridad consistiría en “enseñar a los niños y a todos los hombres los mandamientos de Dios”. La comisión de cardenales que el Papa nombró para estudiar el asunto se mostró adversa al principio, con la idea de que ya había en la Iglesia bastantes órdenes religiosas, pero un año más tarde, cambió de opinión, y Paulo III aprobó la Compañía de Jesús por una bula emitida el 27 de septiembre de 1540. Ignacio fue elegido primer general de la nueva orden y su confesor le impuso, por obediencia, que aceptase el cargo. Empezó a ejercerlo el día de Pascua de 1541 y, algunos días más tarde, todos los miembros hicieron los votos en la basílica de San Pablo Extramuros.
Ignacio pasó el resto de su vida en Roma, consagrado a la colosal tarea de dirigir la orden que había fundado. Entre otras cosas, fundó una casa para alojar a los neófitos judíos durante el período de la catequesis y otra casa para mujeres arrepentidas. En cierta ocasión, alguien le hizo notar que la conversión de tales pecadoras rara vez es sincera, a lo que Ignacio respondió: “Estaría yo dispuesto a sufrir cualquier cosa por el gozo de evitar un solo pecado”. Rodríguez y Francisco Javier habían partido a Portugal en 1540. Con la ayuda del rey Juan III, Javier se trasladó a la India, donde empezó a ganar un nuevo mundo para Cristo. Los padres Goncalves y Juan Nuñez Barreto fueron enviados a Marruecos a instruir y asistir a los esclavos cristianos. Otros cuatro misioneros partieron al Congo; algunos más fueron a Etiopía y a las colonias portuguesas de América del Sur.
Un baluarte de verdad y orden ante el protestantismo
El Papa Paulo III nombró como teólogos suyos, en el Concilio de Trento, a los padres Laínez y Salmerón. Antes de su partida, San Ignacio les ordenó que visitasen a los enfermos y a los pobres y que, en las disputas se mostrasen modestos y humildes y se abstuviesen de desplegar presuntuosa- mente su ciencia y de discutir demasiado. Pero, sin duda que entre los primeros discípulos de Ignacio el que llegó a ser más famoso en Europa, por su saber y virtud, fue San Pedro Canisio, a quien la Iglesia venera actualmente como Doctor. En 1550, San Francisco de Borja regaló una suma considerable para la construcción del Colegio Romano. San Ignacio hizo de aquel colegio el modelo de todos los otros de su orden y se preocupó por darle los mejores maestros y facilitar lo más posible el progreso de la ciencia. El santo dirigió también la fundación del Colegio Germánico de Roma, en el que se preparaban los sacerdotes que iban a trabajar en los países invadidos por el protestantismo. En vida del santo se fundaron universidades, seminarios y colegios en diversas naciones. Puede decirse que San Ignacio echó los fundamentos de la obra educativa que había de distinguir a la Compañía de Jesús y que tanto iba a desarrollarse con el tiempo.
En 1542, desembarcaron en Irlanda los dos primeros misioneros jesuitas, pero el intento fracasó. Ignacio ordenó que se hiciesen oraciones por la conversión de Inglaterra, y entre los mártires de Gran Bretaña se cuentan veintinueve jesuitas. La actividad de la Compañía de Jesús en Inglaterra es un buen ejemplo del importantísimo papel que desempeñó en la contrarreforma. Ese movimiento tenía el doble fin de dar nuevo vigor a la vida de la Iglesia y de oponerse al protestantismo. “La Compañía de Jesús era exactamente lo que se necesitaba en el siglo XVI para contrarrestar la Reforma. La revolución y el desorden eran las características de la Reforma. La Compañía de Jesús tenía por características la obediencia y la más sólida cohesión. Se puede afirmar, sin pecar contra la verdad histórica, que los jesuitas atacaron, rechazaron y derrotaron la revolución de Lutero y, con su predicación y dirección espiritual, reconquistaron a las almas, porque predicaban sólo a Cristo y a Cristo crucificado. Tal era el mensaje de la Compañía de Jesús, y con él, mereció y obtuvo la confianza y la obediencia de las almas” (cardenal Manning). A este propósito citaremos las, instrucciones que San Ignacio dio a los padres que iban a fundar un colegio en Ingolstadt, acerca de sus relaciones con los protestantes: “Tened gran cuidado en predicar la verdad de tal modo que, si acaso hay entre los oyentes un hereje, le sirva de ejemplo de caridad y moderación cristianas. No uséis de palabras duras ni mostréis desprecio por sus errores”. El santo escribió en el mismo tono a los padres Broet y Salmerón cuando se aprestaban a partir para Irlanda.
Una de las obras más famosas y fecundas de Ignacio fue el libro de los Los Ejercicios Espirituales. Es la obra maestra de la ciencia del discernimiento. Empezó a escribirlo en Manresa y lo publicó por primera vez en Roma, en 1548, con la aprobación del Papa. Los Ejercicios cuadran perfectamente con la tradición de santidad de la Iglesia. Desde los primeros tiempos, hubo cristianos que se retiraron del mundo para servir a Dios, y la práctica de la meditación es tan antigua como la Iglesia. Lo nuevo en el libro de San Ignacio es el orden y el sistema de las meditaciones. Si bien las principales reglas y consejos que da el santo se hallan diseminados en las obras de los Padres de la Iglesia, San Ignacio tuvo el mérito de ordenarlos metódicamente y de formularlos con perfecta claridad.
La prudencia y caridad del gobierno de San Ignacio le ganó el corazón de sus súbditos. Era con ellos afectuoso como un padre, especialmente con los enfermos, a los que se encargaba de asistir personalmente procurándoles el mayor bienestar material y espiritual posible. Aunque San Ignacio era superior, sabía escuchar con mansedumbre a sus subordinados, sin perder por ello nada de su autoridad. En las cosas en que no veía claro se atenía humildemente al juicio de otros. Era gran enemigo del empleo de los superlativos y de las afirmaciones demasiado categóricas en la conversación. Sabía sobrellevar con alegría las críticas, pero también sabía reprender a sus súbditos cuando veía que lo necesitaban. En particular, reprendía a aquéllos a quienes el estudio volvía orgullosos o tibios en el servicio de Dios, pero fomentaba, por otra parte, el estudio y deseaba que los profesores, predicadores y misioneros, fuesen hombres de gran ciencia. La corona de las virtudes de San Ignacio era su gran amor a Dios. Con frecuencia repetía estas palabras, que son el lema de su orden: “A la mayor gloria de Dios”. A ese fin refería el santo todas sus acciones y toda la actividad de la Compañía de Jesús. También decía frecuentemente: “Señor, ¿qué puedo desear fuera de Ti?” Quien ama verdaderamente no está nunca ocioso. San Ignacio ponía su felicidad en trabajar por Dios y sufrir por su causa. Tal vez se ha exagerado algunas veces el “espíritu militar” de Ignacio y de la Compañía de Jesús y se ha olvidado la simpatía y el don de amistad del santo por admirar su energía y espíritu de empresa.
Durante los quince años que duró el gobierno de San Ignacio, la orden aumentó de diez a mil miembros y se extendió en nueve países europeos, en la India y el Brasil. Como en esos quince años el santo había estado enfermo quince veces, nadie se alarmó cuando enfermó una vez más. Murió súbitamente el 31 de julio de 1556, sin haber tenido siquiera tiempo de recibir los últimos sacramentos.
Fue canonizado en 1622, y Pío XI le proclamó patrono de los ejercicios espirituales y retiros.
-Adaptado del trabajo de Alban Butler et all, edición en español de R.P. Wilfredo Guinea. La Vida de los Santos de Butler, vol. 3. (Chicago USA: Rand McNally, 1965) pg.222-228.
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Santos jesuitas
Estos son unos de los 48 santos y beatos jesuitas. Entre ellos hay muchos mártires.
San Alonso Rodriguez -Viudo, religioso, portero.
San Claudio de la Colombiere -Apóstol del Sagrado Corazón.
San Edmundo Campion -Mártir inglés
San Estanislao Kostka -Patrono de novicios, polaco.
San Francisco de Borja -Virrey de Cataluña, España, Tercer General de los jesuitas.
San Francisco Javier -Patrón de los misioneros. Misionero a la India y Japón. Muere ante las costas de China.
San Ignacio de Loyola-fundador de la orden.
San Isaac Yogues y compañeros -Mártires de Norte América.
San Juan de Brito -y compañeros mártires en la China.
San Luis Gonzaga -Patrón de la juventud cristiana.
Beato Miguel Pro -Mártir mexicano
San Pablo Miki y compañeros -Mártires japoneses.
San Pedro Canisio -Doctor de la Iglesia, segundo evangelizador de Alemania.
San Pedro Claver -Misionero con los esclavos de Colombia.
San Roberto Belarmino -Doctor de la Iglesia, defensor de la doctrina durante y después de la Reforma.
San Roque Gonzales de Santa Cruz -Mártir paraguayo.
San Ignacio es el gran maestro del discernimiento de espíritus.
Juan Pablo II: “Ignacio supo obedecer cuando, en pleno restablecimiento de sus heridas, la voz de Dios resonó con fuerza en su corazón. Fue sensible a la inspiración del Espíritu Santo…”
Por el discernimiento de espíritu entendemos la capacidad de distinguir cuando nos habla el Espíritu Santo y cuando los espíritus malos.
Luis Goncalves de Cámara escribió “Los Hechos de San Ignacio” recogiéndolos de los labios del mismo santo:
Ignacio era muy aficionado a los llamados libros de caballerías, narraciones llenas de historias fabulosas e imaginarias. Cuando se sintió restablecido, pidió que le trajeran algunos de esos libros para entretenerse, pero no se halló en su casa ninguno; entonces le dieron para leer un libro llamado Vida de Cristo y otro que tenía por título Flos sanctórum, escritos en su lengua materna.
Con la frecuente lectura de estas obras, empezó a sentir algún interés por las cosas que en ellas se trataban. A intervalos volvía su pensamiento a lo que había leído en tiempos pasados y entretenía su imaginación con el recuerdo de las vanidades que habitualmente retenían su atención durante su vida anterior.
Pero, entretanto, iba actuando también la misericordia divina, inspirando en su ánimo otros pensamientos, además de los que suscitaba en su mente lo que acababa de leer. En efecto, al leer la vida de Jesucristo o de los santos, a veces se ponía a pensar y se preguntaba a sí mismo:
“¿Y si yo hiciera lo mismo que San Francisco o que Santo Domingo?”
Y, así, su mente estaba siempre activa. Estos pensamientos duraban mucho tiempo, hasta que, distraído por cualquier motivo, volvía a pensar, también por largo tiempo, en las cosas vanas y mundanas. Esta sucesión de pensamientos duró bastante tiempo.
Pero había una diferencia; y es que, cuando pensaba en las cosas del mundo, ello le producía de momento un gran placer; pero cuando, hastiado, volvía a la realidad, se sentía triste y árido de espíritu; por el contrario, cuando pensaba en la posibilidad de imitar las austeridades de los santos, no sólo entonces experimentaba un intenso gozo, sino que además tales pensamientos lo dejaban lleno de alegría. De esta diferencia él no se daba cuenta ni le daba importancia, hasta que un día se le abrieron los ojos del alma y comenzó a admirarse de esta diferencia que experimentaba en sí mismo, que, mientras una clase de pensamientos lo dejaban triste, otros, en cambio, alegre. Y así fue como empezó a reflexionar seriamente en las cosas de Dios. Más tarde, cuando se dedicó a las prácticas espirituales, esta experiencia suya le ayudó mucho a comprender lo que sobre la discreción de espíritus enseñaría luego a los suyos.
Los Ejercicios Espirituales
El fin específico de los Ejercicios es llevar al hombre a un estado de serenidad y despego de las cosas pasajeras para que pueda elegir “sin dejarse llevar del placer o la repugnancia, ya sea acerca del curso general de su vida, ya acerca de un asunto particular. Así, el principio que guía la elección es únicamente la consideración de lo que más conduce a la gloria de Dios y a la perfección del alma”.
Como lo dice Pío XI, el método ignaciano de oración “guía al hombre por el camino de la propia abnegación y del dominio de los malos hábitos a las más altas cumbres de la contemplación y el amor divino”.
Los Ejercicios Espirituales son el instrumento del que ha servido El Señor para comunicar su Espíritu a innumerables personas y llevarlas a la santidad.
Comienzan reflexionando sobre el “Principio y Fundamento” de todas las cosas. Nos enseña la verdad fundamental en la que debemos edificar nuestra vida:.
¿Cuál es el origen de esta existencia?, ¿Cuál es su sentido?, ¿Cuál su valor? Esta es la pregunta capital que me debo preguntar. La respuesta nos la da Dios: Génesis 1: 26 “Y dijo Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra” Y como Dios es amor (1Juan 4:16), el hombre que es su imagen, ha sido creado para amar con su corazón, que es como el de Dios. Dios creó al hombre para amar con todo su corazón, toda su mente y toda su fuerza (Deut. 6:4-9).
El hombre ama a Dios ante todo alabándole, adorándole y sirviéndole. En esta línea debo ordenar mi existencia. Pero el amor es más que esto. Por su propia naturaleza, el amor busca unión. Dios nos creó para ser sus hijos adoptivos en Jesucristo y por Jesucristo.
El plan de Dios consiste en hacernos partícipes en la tierra (por medio de la fe y la gracia) y por toda la eternidad de la vida de la Trinidad que es amor.
El principio y fundamento de nuestra vida es este: Hemos sido creados para Alabar y Servir a Dios y mediante esto salvar nuestra alma.
Conociendo este principio y ordenando toda nuestra vida en El, podremos construir sobre roca para que las tormentas no destruyan nuestra casa.
Oración
“Señor, Dios nuestro, que has suscitado en tu Iglesia a San Ignacio de Loyola para extender la gloria de tu nombre,
concédenos que después de combatir en la tierra, bajo su protección y siguiendo su ejemplo, merezcamos compartir con él la gloria del cielo.
Por nuestro Señor Jesucristo.”
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Obra de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María
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MIGUEL MATOS S.J
Se intenta acompañar y estimular al sujeto de la experiencia para que haga un itinerario que va siendo pedido por la propia dinámica espiritual y sicológica. Por la misma acción del Espíritu Santo dentro en lo profundo de la persona. Es in itinerario, un camino, un proceso. Por eso es tan importante “no dar saltos”, no hacerlos desordenadamente y por eso es importante no pasar a otro momento del proceso sin haber asumido en todas sus consecuencias las propuestas anteriores.
Por esa razón es también tan necesario el acompañamiento espiritual por parte de otra persona de manera que se pueda hacer la confrontación de sí mismo con el criterio y la sensibilidad de otra persona que tenga suficiente experiencia en este terreno.
En este sentido debemos decir que haciendo una visión general del proceso, hay un momento en el que se llega a uno de los climax de esta vivencia.
Uno de estos climax lo constituye el momento en el que se le invita al sujeto a entrar en el compás de una elección referente al curso futuro su vida.
Estamos en el supuesto absolutamente aceptado de que los ejercicios no son un simple aerobic o gimnasia espiritual para cultivar un poco la piedad o la vida espiritual.
Los ejercicios están planteados para que preparen un salto cualitativo en la vida del que se atreve a hacer esta experiencia.
Esta elección podría estar ya “abriéndose camino” si el sujeto a lo largo de su proceso ubica que se dan alternativas en su futuro inmediato o mediato. Una de esas alternativas su visualizaría como más identificada con el propio crecimiento humano-espiritual y la otra alternativa tendría un peso inferior.
Cada meditación trata de afectar una dimensión determinada de la estructura intima del sujeto que está haciendo los Ejercicios:
La meditación de LAS BANDERAS trata de presentar la información objetiva, descriptiva de las pautas , los valores que circunscriben la vida de seguimiento de Jesús. Es el mapa, el plano del seguimiento. Trata de “hacerte saber” hacia dónde se te está llamando.
La meditación conocida con el nombre de LOS BINARIOS trata de clarificar el nivel de la voluntad con la que el sujeto está preparado para afrontar una elección. Con cuánto ánimo, con qué nivel de indiferencia, de desprendimiento se está aproximando el sujeto a la elección.
La meditación de LAS TRES MANERAS DE HUMILDAD está considerada una meditación sublime, una invalorable expresión de la mística cristiana. Con esa meditación se quiere estimular y acompañar el nivel del exceso, del arrebato, del amor desbordante al que se desea llevar al sujeto de manera que su elección tenga la cualificación más alta.
Dada la importancia de este momento, vas a darte cuenta que cada meditación es presentada en por lo menos dos versiones diferentes.