En el fondo, todas las guerras nacen en el corazón de los que ven muy bien lo malo de los demás y son incapaces de ver lo malo que arrastran en el fondo del suyo. Estoy convencido de que la mayor parte de nuestras chismografías, de nuestras acusaciones y condenas de los demás son una manera de disimular, de esconder y de camuflar los mismos defectos que nosotros llevamos dentro, sólo que los nuestros no han salido a la luz.
El cuadro que nos presenta el Evangelio no puede ser más gráfico:
Han sorprendido a una mujer en adulterio.
Un montón de escribas y fariseos con las manos llenas de piedras.
Un Jesús sereno y tranquilo que conoce a una y a los otros.
Unos que acusan y piden la pena de muerte.
Una pobre mujer a punto de ser lapidada.
Un Jesús capaz de apagar los odios y levantar a la que ha caído.
Una acusación que no es tanto un verdadero juicio, sino el utilizar el pecado de una adúltera para “comprometer a Jesús y poder acusarlo a él”.
¿Se puede acusar al otro con la conciencia sucia?
¿Se puede apedrear al otro con las manos manchadas de pecado?
¿Se puede utilizar a los demás para los propios intereses?
¿Dónde está el hombre con el que cometió el adulterio?
¿A caso rezando en el Templo?
Para acusar a otro hay que tener la propia conciencia limpia.
Para condenar a otro hay que tener la propia conciencia inocente.
Para condenar el pecado de los demás, hay que estar libre de pecado.
No juzga a la mujer. No la defiende. No la disculpa. No la enjuicia.
Juzga a quienes la juzgan. Mejor aún, deja que cada uno se juzgue a sí mismo.
No condena a la mujer. Hace que cada uno se sentencie a sí mismo.
Condena a quienes la condenan.
¿Hay entre vosotros alguien que se sienta con derecho a condenar a otro sin condenarse a la vez a sí mismo?
¡Y vaya sorpresa! De pronto Jesús y la mujer solos.
Mujer, ¿dónde están los que te acusaban?
¿Nadie te ha condenado? A ninguno se le ha vuelto a ver el pelo.
Pues menos te voy a condenar yo. “Anda, y en adelante, no peques más”.
Y somos demasiado ciegos para ver y reconocer los nuestros.
Somos demasiado fáciles para murmurar y criticar los defectos de los otros.
Y somos demasiado benignos para disculpar los nuestros.
Somos demasiado fáciles para condenar a muerte a los demás.
Y somos demasiado condescendientes con nosotros para que sigamos viviendo.
Para pensar mal del otro, primero debo pensarme a mí mismo.
Para hablar mal del otro, primero hay que mirarse uno mismo por dentro.
Para murmurar del otro, primero hay que echarse una ojeada por nuestro corazón.
Para condenar al otro, primero necesito ver lo que hay dentro de mí.
Siempre será mejor amar que juzgar.
Siempre será mejor pensar bien, aunque me equivoque, a pensar mal, aunque acierte.
Siempre será mejor dar la mano para que el otro se levante, que tirarle piedras para romperle la cabeza.
Siempre será mejor salvar al otro que condenarlo.
Siempre será mejor dejar bien al otro ante los demás, que destruir su vida delante de los otros.
Siempre será mejor dar vida que sembrar muerte.
La mejor manera de acabar con las guerras de las pedradas es sin duda mirarnos cada uno a nosotros mismos por dentro y ser honestos con nosotros.
Señor: Es mi tentación de cada día.
Verme a mí mismo como el bueno y a los demás como los malos.
Es mi tentación tirar piedras a los demás, para sentirme yo mejor.
Es mi tentación hablar mal de los demás en vez de ver lo bueno que llevan dentro.
Es mi tentación acusar a los demás,
y absolverme a mí mismo de los mismos defectos que veo en ellos.
Dame un poco de tu corazón, que no entiende de piedras ni condenas.
Dame un poco de tu corazón, que sabe defender al caído, y sabe levantarlo.
Tú no condenas. Tú sólo sabes amar y salvar.
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