Era servicial y listo para hacer los recados, nunca olvidaba nada que los feligreses necesitaban y el viejo párroco le quería como a un hijo. La parroquia funcionaba como un reloj y atendía a todas y cada una de las necesidades del pueblo. Un día el viejo párroco murió y enviaron a la parrroquía a un jovén cura que modernizó la parroquía. Era meticuloso y muy organizado. Trajo consigo libros de cuentas, diarios de misas y sermones etc...
Rápidamente organizó un archivo donde apuntaba todos y cada uno de los oficios que deberían ser realizados y le explicó al sacristán cómo llevar cuenta de todo.
-Pero yo no sé leer ni escribir- dijo muy a su pesar el jovén sacristán.
-Pues eso es un grave problema- dijo el jóven párroco meneando la cabeza- Hoy en día es fundamental saber leer y escribir. Voy a tener que prescindir de tí y buscar a otro que me ayude co
El joven párroco le asignó una cantidad mensual y le aconsejó que usara ese dinero en aprender a leer y escribir, montar un negocio y prosperar por sí mismo.
Y así lo hizo. Alquiló un pequeño local y abrió un estanco, donde además de vender, tabaco y sellos, hacía recados para la gente del pueblo de otros productos que había que traer de la capital.
Al cabo de los años el negocio prosperó, abrió otro estanco en un pueblo vecino y compró una vieja furgoneta para hacer recados. Diez años más tarde tenía tres estancos y una pequeña empresa de transportes.. Pero seguía sin saber leer ni escribir.
El director del banco donde ingresaba el dinero y gestionaba sus cuentas le aconsejó contratar a un contable, porque cada día las cuentas y los impuestos eran más difíciles de llevar y él, que con mucho gusto le había ayudado durante años, se jubilaría pronto.
-¿Sabes?- le dijo el amable empleado de banca- Siempre me he preguntado. ¿Hasta donde habría llegado este hombre si hubiese sabido leer y escribir? Eres el hombre más emprendedor que conozco, has levantado un pequeño imperio tú solo... y has traído la prosperidad allí donde has establecido tus negocios.
El joven sacristán entristeció. Mi querido amigo- le respondió- Si hubiera sabido leer y escribir, hoy sería lo que desde niño era mi vocación... ser el sacristán de mi pueblo, al servicio de Dios.
Las fustraciones son parte de nuestra vida. Nos ayudan a crecer o a malograr nuestra vida, no depende de quien nos frustra o de quien nos ayuda, sino de nuestra propia naturaleza humana.
En la adversidad podemos luchar por superarnos y crecer o destruir todo aquello que nos ha frustrado.
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