"La madre estaba llorosa / junto a la cruz dolorosa / de donde su Hijo pendía".
Esta estrofa, del Himno Litúrgico Stábat Máter, refleja la amargura de la Madre velando al pie de la Cruz. Se atribuye este poema a Jacopone de Todi, muerto en l306, autor de numerosas poesías en lengua vulgar. Se sabe que fue entonado por primera vez en el siglo XIII. "¡Oh Madre!, fuente de amor, / hazme sentir la fuerza de tu dolor, / para que llore contigo".
Desde los primeros tiempos del cristianismo, los fieles manifestaron tierno amor por nuestra Señora. La devoción a los dolores de María fue difundida especialmente, a mediados del siglo XIII, por la orden de los siervos de la Virgen o Servitas, cuyo principal cometido era meditar en la pasión de Cristo y en los dolores de su Madre. En el siglo XVII comenzaron a celebrarse dos fiestas dedicadas a los siete dolores de María, la primera –según el antiguo calendario litúrgico– el viernes siguiente al domingo de pasión, llamado viernes de dolores, que fue extendida a la Iglesia universal por Benedicto XIII en 1724; la segunda, se celebraba el tercer domingo de septiembre, instituida por el Papa Pío VI1 en 1814, la que en 1913 acabó fijándose definitivamente en el 15 de este mes de septiembre.
En dos distintos lugares de las Sagradas Escrituras se mencionan las amargas penas que afligieron el corazón de la Virgen. Tuvo que huir con su niño a Egipto; después vio a su hijo encarcelado y flagelado. Lo contempló con la cruz a cuestas y una corona de espinas que le hacía sangrar las sienes, golpeado e injuriado. Oyó los terribles golpes del martillo cuando lo clavaban y luego lo vio pendiente del madero; presenció su sed devoradora y la infame burla del vinagre; su atormentada agonía y su grito final. Todo esto vio que le ocurría a su Hijo, quien jamás tuvo en la boca palabras que no fueran de perdón, misericordia e inmenso amor.
Los dolores de María frente a la cruz de la cual pende el Salvador son los más terribles que puedan pensarse. Y así lo cuenta San Juan Evangelista, que fue testigo ocular: "Estaban de pie junto a la cruz de Jesús su madre, María de Cleofás, hermana de su madre, y María Magdalena..."
Sugieren los autores sagrados que todos los tormentos que sufrieron los mártires son, en comparación de los de María, lo que una gota de agua en el mar. Tenía María el cuerpo martirizado y sin vida de Jesús en su regazo, y cuando fue depositado en el sepulcro, la losa sellada separó a la Madre del Hijo.
Pero el amor de nuestra Señora –que constituye el principal motivo de su pena y amargura– es magnánimo y más poderoso que la misma muerte. Atravesada está siete veces por el dolor, como por siete espadas, pero no rehúsa los dolores, sino que los padece con su Hijo por la redención del género humano.
La hora fijada por el Padre, se realiza en el Calvario
Es la hora de la máxima revelación del amor de Dios Padre a todos los hombres, la expresión culminante del amor de Cristo a los suyos, la plena entrega de amor de Jesús al Padre y con la Resurrección, el momento de derrota del poder de Satanás.
En este momento cumbre, está María
La presencia de Marías, no es casual, ni quiere aportarnos sólo un testimonio maternal.
María está allí como "La Mujer", esa mujer de cuyo linaje saldría el vencedor del demonio. Por eso Jesús, agonizante, la llama con ese nombre.
Ella está acompañando a su Hijo en la redención del mundo
María está ofreciéndose al Padre junto con su Hijo y por intermedio de Él. María está de pie, sin claudicación ni desmayo, junto a la cruz, herida en su corazón de madre, pero erguida y fuerte en su entrega.
Es María la primera y más perfecta seguidora del Señor, porque ella toma sobre sí la carga de la cruz y la lleva con amor íntegro. Ella es la que con su propio dolor completa lo que falta a la pasión de Cristo. Este momento de prueba y de dolor, que es un tiempo difícil para todo hombre, se transforma para María en tiempo de entrega al Padre.
En este momento, María vuelve a dar su Sí, y en María se hace carne la actitud central de la vida de Jesús "Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya".
Jesús se entrega por nosotros y María no sufre por sí misma, también sufre por nosotros. El sufrimiento en el mundo es la señal sensible del pecado. El sufrimiento aceptado y ofrecido en Cristo, es la señal sensible de la Redención.
Ningún pecado queda redimido sin el sufrimiento ofrecido por Jesús Salvador. Por eso nuestros sufrimientos cotidianos, plenamente aceptados y ofrecidos al Padre, son nuestras acciones apostólicas más eficaces.
A ejemplo de María, nuestra Madre, tomemos y aceptemos nuestra cruz de cada día, esas cruces grandes y esas otras, muchas más, cruces pequeñas, por amor a Cristo.
No convertimos nuestra cruz ni en una alhaja, ni en un obstáculo en nuestra ruta. La cruz es el instrumento cotidiano de quien quiere, con Jesucristo y por amor, salvar al hombre y al Mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario