Tienen suerte los pobres
Tiene ante sus ojos a aquellas gentes que viven humilladas en sus aldeas, sin poder defenderse de los poderosos terratenientes; conoce bien el hambre de aquellos niños desnutridos; ha visto llorar de rabia e impotencia a aquellos campesinos cuando los recaudadores se llevan hacia Séforis o Tiberíades lo mejor de sus cosechas.
Son ellos los que necesitan escuchar antes que nadie la noticia del reino:
«Dichosos los que no tenéis nada, porque es vuestro el reino de Dios; dichosos los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados; dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis» .
Jesús los declara dichosos, incluso en medio de esa situación injusta que padecen, no porque pronto serán ricos como los grandes propietarios de aquellas tierras, sino porque Dios está ya viniendo para suprimir la miseria, terminar con el hambre y hacer aflorar la sonrisa en sus labios.
No les invita a la resignación, sino a la esperanza.
No quiere que se hagan falsas ilusiones, sino que recuperen su dignidad.
Todos tienen que saber que Dios es el defensor de los pobres.
Ellos son sus preferidos.
Si su reinado es acogido, todo cambiará para bien de los últimos.
Esta es la fe de Jesús, su pasión y su lucha.
Familias que sobreviven malamente, gentes que luchan por no perder sus tierras y su honor, niños amenazados por el hambre y la enfermedad, prostitutas y mendigos despreciados por todos, enfermos y endemoniados a los que se les niega el mínimo de dignidad, leprosos marginados por la sociedad y la religión.
¿Por qué el reino de Dios va a constituir una buena noticia para estos pobres?
¿Por qué van a ser ellos los privilegiados?
¿Es que Dios no es neutral?
¿Es que no ama a todos por igual?
¿Es que los pobres son mejores que los demás, para merecer un trato privilegiado dentro del reino de Dios?
Probablemente aquellos campesinos no eran mejores que los poderosos que los oprimían; también ellos abusaban de otros más débiles y exigían el pago de las deudas sin compasión alguna.
Al proclamar las bienaventuranzas, Jesús no dice que los pobres son buenos o virtuosos, sino que están sufriendo injustamente.
Si Dios se pone de su parte, no es porque se lo merezcan, sino porque lo necesitan.
Dios, Padre misericordioso de todos, no puede reinar sino haciendo ante todo justicia a los que nadie se la hace.
Esto es lo que despierta una alegría grande en Jesús:
¡Dios defiende a los que nadie defiende!
Lo que el pueblo de Israel esperaba siempre de sus reyes era que supieran defender a los pobres y desvalidos.
Un buen rey se debe preocupar de su protección, no porque sean mejores ciudadanos que los demás, sino simplemente porque necesitan ser protegidos.
La justicia del rey no consiste en ser «imparcial» con todos, sino en hacer justicia a favor de los que son oprimidos injustamente.
Lo dice con claridad un salmo que presentaba el ideal de un buen rey:
«Defenderá a los humildes del pueblo, salvará a la gente pobre y aplastará al opresor...Librará al pobre que suplica, al desdichado y al que nadie ampara. Se apiadará del débil y del pobre. Salvará la vida de los pobres, la rescatará de la opresión y la violencia. Su sangre será preciosa ante sus ojos».
Si algún rey sabe hacer justicia a los pobres, ese es Dios, el «amante de la justicia».
No se deja engañar por el culto que se le ofrece en el templo.
De nada sirven los sacrificios, los ayunos y las peregrinaciones a Jerusalén.
Para Dios, lo primero es hacer justicia a los pobres.
«Tú eres el Dios de los humildes, el defensor de los pequeños, apoyo de los débiles, refugio de los desvalidos, salvador de los desesperados».
Así experimenta también Jesús a Dios.
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