"Ventana abierta"
Todos somos
de Emaús. III Domingo de Pascua
8 - Mayo - 2011.
Xabier
Pikaza Ibarrondo.
Domingo 3 de Pascua. Lc 24, 13-35. Tras
haber presentado a los grandes testigos (Magdalena, Pedro, María), quizá la más
bella de las estaciones de Pascua se llama Emaús. Por allí pasó Jesús, por allí sigue pasando,
como ha narrado Lucas, que recoge la historia de dos fugitivos que le
encuentran y le acogen en la fracción del pan. Pudo haber sucedido esa
historia, con dos personajes concretos: Cleofás y María su esposa (cf. Jn 19,
29), el primer matrimonio expresamente cristiano de los comienzos de la
Iglesia. Pero es también una historia que se repite en todos los creyentes de
la pascua. Nosotros somos, Cleofás y su mujer (o hermano/amigo o
hermana), en camino de pascua.
Dos fugitivos
No van con las mujeres al sepulcro, para ungir al cuerpo muerto, ni quedan
en Jerusalén, como los otros, sino que escapan. Es como si tuvieran más dolor;
como si la aventura de Jesús hubiera aparecido ante sus ojos como un bello y
duro engaño. Cuanto antes pudieran olvidarla sería mejor: la vida no se puede
edificar sobre recuerdos vacíos, sobre palabras vanas, como las de las mujeres
del sepulcro (cf 24, 11-22).
Escapan por los caminos de la vida y
para volver hacia el Cristo y su mensaje necesitan más razones que la catequesis
pascual de las mujeres de Mc 16, 1-8; a ellas les bastaba el recuerdo de
aquello que Jesús había dicho, estando como estaban al borde de su tumba vacía.
Estos necesitan toda la palabra de Escritura, necesitan la fracción del pan,
tienen que ver a Jesús. De esa manera, su misma gran incredulidad se hará
motivo de una más honda y larga catequesis pascual.
Son muchos los motivos que podríamos
destacar en esa catequesis, convertida en principio de la más intensa teología
de la pascua. Podríamos hablar de una hermenéutica, es decir, de una nueva
comprensión de la Escritura, desde el Cristo muerto. También podemos hablar de
una revelación, pues Dios se manifiesta por medio del Cristo como vencedor
sobre la muerte, y de una iluminación transformadora, pues los antiguos
fugitivos descubren que su vida cambia al contacto con Jesús resucitado. Hay en
el fondo de todo una experiencia de conversión/vocación, pues aquellos que
escapaban de Jesús y de su grupo vuelven y descubren a la iglesia como una
comunidad que se reune en torno a la confesión pascual...
Desde ese fondo, en contraste con las
mujeres del sepulcro que no creen (cf. Lc 24,10) presenta Lc 24, 13-35 a estos
testigos de la pascua, realizando un camino de resurrección que va del
desengaño (¡Jesús fue sólo una ilusión!) al reconocimiento del misterio
completo del Cristo.
Experiencia de Emaús. El comienzo.
El texto es una joya de teología
narrativa: la verdad no se argumenta ni demuestra a base de razones; la verdad
viene a expresarse en forma de relato; sólo convence quien sepa contar una
historia de forma que su verdad (su mensaje) vuelva a hacerse presenta allí
donde se cuenta.
Y he aquí que dos de ellos
(del grupo de Once y los otros: cf
24,9),
en aquel mismo día caminaban hacia una
aldea llamada Emaús,
que distaba como una sesenta estadios de
Jerusalén.
Y ellos dialogaban entre sí sobre todas
estas cosas
que habían acontecido.
Y sucedió que mientras dialogaban y
hablaban
el mismo Jesús se acercó y caminaba con
ellos.
Y sus ojos estaban cerrados, para no
reconocerle. Y él les dijo:
- ¿Qué son esas palabras que os decís
entre vosotros,
mientras camináis?
Y ellos se pararon, quedando tristes.
Y uno, llamado Cleofás, respondiéndole
le dijo:
- ¿Eres tú el único habitante de
Jerusalén que ignoras
las cosas que han pasado en ella en
estos días?
Y les preguntó: ¿Cuáles? Y ellos le
dijeron:
- Las referentes a Jesús de Nazaret, que
fue varón profeta,
poderoso en acción y palabra, ante Dios
y ante todo el pueblo,
cómo le entregaron nuestros sacerdotes y
jefes,
en juicio de muerte y le crucificaron.
Nosotros esperábamos que él fuera quien
debía redimir a Israel,
pero con todas estas cosas, han pasado
ya tres días...
(Lc 24, 13-21)
Estos fugitivos de Emaús son signo de
todos los que han ido caminando con Jesús pero después se han decepcionado. No pueden entender la cruz, no saben situar su muerte en el esquema
salvador del reino: ¡pensábamos que tenía que redimir a Israel! Como fracasados
escapan, huyendo de su propia historia, del pasado de su encuentro con Jesús,
con la esperanza rota.
Escapan y sin embargo siguen hablando de
Jesús, como si tuvieran necesidad de recrear su recuerdo, de recuperar su
figura. Uno se llama Cleofás (24, 18). El otro permanece innominado (¿su mujer
Maria, una hermana, un amigo?). Si María, la mujer de Cleofás que estaba bajo
la cruz (cf. Jn 19, 25) es la misma que ahora acompaña a Cleofás (y este
Cleofás es el mismo de aquel texto), tenemos que afirmar que ella no cree, ni
ella ni su marido, que vuelven a su casa.
Sea como fuere, ellos abandonan la
comunidad donde sigue reunido el resto de discípulos incrédulos con las
mujeres creyentes (cf 24, 9-10.33-35). Parece el comienzo del fin; empieza a
disgregarse el grupo que Jesús había formado a lo largo de su vida. Escapan de
Jesús, pero le llevan en su mente y conversación (cf 24, 14). Pues bien, la
misma huida viene a convertirse en principio de un nuevo encuentro.
Muchas veces resulta necesaria la
distancia: separarse del lugar de la experiencia inmediata, tomar tiempo para
revivir lo que ha pasado. Quien no sufra el choque fuerte del fracaso de Jesús,
quien no sienta la tentación de escaparse no podrá entender el evangelio. Ese
momento de decepción, ese intento de evadirse de recuperar la tranquilidad de
un pasado sin cruz, constituye un elemento integrante de la resurrección
cristiana.
El desconocido de pascua. Catequesis del
camino.
Se suele decir que no existe verdadera conversación si es que no viene “un
tercero” para ofrecer nueva luz. Pues así viene Jesús, como un desconocido, que
empieza preguntando: se interesa por el dolor de los fugitivos y permite que
ellos hablen y digan aquello que esperaban (liberación de Israel) y aquello que
ahora sufren (fracaso de Jesús). Para que la conversación resulte verdadera
debemos empezar acogiendo la palabra de los otros, no sólo para aprender lo que
ellos digan sino también (y sobre todo) para dejar que ellos se expresen y con
ello manifiesten su verdad, su intimidad más honda.
Como buen dialogante, Jesús les ha
invitado a decir, a recordar otra vez, quizá en nueva perspectiva, aquello que
ha sido su deseo, aquello que ahora es su decepción. La experiencia
pascual viene a expresarse a través de un diálogo que, de manera casi
lógica, termina por centrarse en los grandes argumentos de la historia: el
sentido del dolor y la fuerza creadora de la comunión. ¿No sabéis que el Cristo
debía padecer? Así empieza el primer argumento del desconocido:
¡Oh faltos de mente y duros de corazón
para creer todas las cosas que dijeron
los profetas!
¿No era necesario que el Cristo
padeciera estas cosas
y entrara así en su gloria?
Y comenzando por Moisés y por todos los
profetas
les fue interpretando en todas las
Escrituras
todas las cosas que se referían a él
(24, 25-27).
Los fugitivos no entendían el sentido de la muerte de Jesús. Esperaban que
acabara (que viniera) como Mesías triunfador, para imponerse con la fuerza de
su gloria (con las armas, si es que fuere necesario); pero han visto cómo ha
muerto: fracasado, crucificado. Esperaban la restauración nacional, política,
del reino de Israel y han asistido a la muerte del pretendiente mesiánico. Sobre esa derrota de Jesús sólo resultan
posibles las habladurías fantasmales de "mujeres" que dicen
ver al ángel de Dios ante un sepulcro misteriosamente vacío (cf 24, 22).
Esta ha sido la dificultad. Jesús, con
la voz de aquel desconocido, les responde ofreciéndoles una hermenéutica nueva
de las viejas Escrituras. En el fondo, toda la historia del pueblo de Dios y
las palabras de la revelación culminan en la muerte de Jesús. Aprender a
sufrir, ese es el secreto; dar la vida por los demás, ese es el misterio.
Así les va enseñando Jesús a comprender
su sufrimiento, en el principio de la catequesis pascual, a partir de los
profetas de Israel. Ellos anunciaron, de algún modo, la exigencia y el valor
del sufrimiento como camino salvador, conforme a las palabras recogidas en los
Cantos del Siervo de Yahvé (Isaías 40-55). En esta misma línea se sitúan los
Salmos que hablan de un justo que sufre. Lo mismo se nos dice en los pasajes
posteriores de la literatura helenista israelita, como el libro de la Sabiduría
(cf Sab 2).
A través de todos esos testimonios,
aducidos por Jesús como palabra de Dios y profecía, descubrimos que el mundo no
se salva a base de poder y por las armas, con la ley de la venganza; sólo quien
ama hasta el final, sufriendo por los otros, sin vengarse ni emplear violencia,
y así muere por los hombres, puede ser Mesías verdadero. Entendido de esa
forma, como expresión de amor supremo, el sufrimiento no es objeción sino
prueba de la mesianidad de Jesús. No es Mesías de Dios a pesar de que ha
sufrido sino precisamente porque ha sabido sufrir sin vengarse, amando a los
demás, es decir, por amor y servicio de vida, hasta la muerte. No resucita
Jesús a pesar de haber muerto sino precisamente porque ha muerto dando su vida
por los otros.
Sólo allí donde el sufrimiento se
comprende como gesto salvador, sólo donde viene a presentarse como signo más
alto de amor, puede hablarse de la pascua de Jesús, el Cristo. Esto es algo
nuevo, pero al mismo tiempo es la verdad antigua de toda la Escritura. Por eso,
el descubrimiento pascual viene unido a la más honda y verdadera comprensión de
la Palabra de Dios.
De la profecía al pan partido
Las palabras del desconocido del camino
iluminan nuestra catequesis de la pascua. No es que Jesús haya resucitado a
pesar de la Escritura sino que lo ha hecho conforme a la Escritura (cf 1 Cor
15, 4). No es que la Ley y los Profetas ofrezcan una demostración objetiva de
la medianidad de Jesús; no es que las viejas palabras se cumplieran de manera
externa y unívoca en la muerte y pascua de Cristo. Pero es evidente que entre
la Escritura de Israel y el Cristo muerto y resucitado hay una profunda
convergencia.
- Los judíos nacionales no piensan
de esa forma. Ellos siguen creyendo que su Biblia (Ley, Profetas, Escritos:
nuestro Antiguo Testamento) se basta por sí misma. No hace falta Jesús para
entenderla; no es bueno suponer que ella culminen en el sufrimiento de un crucificado,
cuya vida se abre en forma salvadora por la pascua, para todos los pueblos de
la tierra. Los judíos que no han aceptado a Jesús afirman que su Escritura (Ley
Escrita) culmina y se explica de manera más perfecta en los libros y documentos
de su tradición oral, recogida en la Misna y el Talmud. Por eso han rechazado a
nuestro Cristo.
- En contra de eso, los judíos
mesiánico o los cristianos podemos y debemos afirmar que el
argumento más profundo de la Biblia hebrea (Antiguo Testamento) culmina y se
comprende en la nueva perspectiva de la pasión y pascua del Cristo. La fe
cristiana es una nueva forma de entender la ley y los profetas como camino que
se cumple y llega a plenitud allí donde Jesús (Hijo de Dios) entrega su vida
por los hombres, en gesto de pasión salvadora abierta hacia la resurrección.
La resurrección del Mesías crucificado
constituye así el principio hermenéutico cristiano, su punto de inflexión y
novedad respecto al judaísmo (y al Islam). No es la expresión de una esperanza
final para los muertos, en la que siguen creyendo judíos y musulmanes. Es la
resurrección del crucificado, el triunfo ya logrado de aquel a quien los mismos
jerarcas de Israel han condenado
Jesús ha comenzado a ofrecer su catequesis y los caminantes aceptan en
parte su argumento, pues como dirán después su corazón estaba ardiendo mientras
escuchaban a Jesús (cf Lc 24, 32), pero todavía no le reconocen ni aceptan como
Cristo. No le entienden aún, pero le aman ya y le invitan a quedarse a cenar en
su casa, pues es de noche (24, 28-29).
En el pan compartido
Este es el momento decisivo. Ellos no
creen todavía, pero quieren que quede en su casa, que les acompañe en la cena y
el descanso. Quizá pudiéramos decir que Jesús resucitado se revela allí donde
alguien sabe invitar al caminante, ofreciéndole su hogar y compañía. Pero el
texto quiere que avancemos hasta el lugar de la manifestación definitiva del
Cristo. Ellos le ofrecen de comer y él, actuando como padre de familia y señor
de la casa, les ofrece el pan. Entonces le descubren:
Y sucedió que, al sentarse con ellos en la mesa,
tomando el pan, lo bendijo; y
partiéndole se lo dio.
Entonces se abrieron sus ojos y le
reconocieron
y él se volvió invisible para ellos (Lc
24, 30-31).
El invitado se coloca en el centro de la escena y, en lugar de esperar a
que le sirvan, diciéndole que coma, asume la iniciativa: ¡parte el pan y se lo
ofrece precisamente a los señores de la casa, que han tenido el gesto de
acogerle!. Quizá pudiéramos pensar que han sido los mismos caminantes quienes
le han ofrecido la presidencia de su mesa, pidiéndole que parta el pan. El
hecho es que lo parte y se lo ofrece, en gesto que recuerda las escenas de
comidas ya estudiadas, tanto en perspectiva de multiplicaciones como de
eucaristía (cf 10ª estación).
Sólo así culmina el proceso de catequesis: ¡descubren al Cristo!. No ha
sido suficiente la interpretación de las Escrituras, ni la exégesis acerca del
valor del sufrimiento y de la muerte por los otros. Para encontrar a Jesús
resucitado hay que avanzar en su camino, acercándose a la mesa compartida, al
pan que se parte, a la comunidad donde los fieles (creyentes) celebran con gozo
la Eucaristía y expanden hacia todos los humanos la experiencia del pan que se
toma en común.
Desaparece Jesús como persona separada (su visión), pero quedan sus signos:
la palabra de la profecía, el pan compartido. Este es el lugar donde la pascua
cobra densidad cristiana. Los dos fugitivos han hecho su camino: han recorrido
el itinerario de la resurrección, han llegado hasta el final. Ahora saben que
Jesús vive, que ha triunfado, que está presente en la palabra y la fracción del
pan. Así descubren a Jesús precisamente cuando desaparece en su forma externa.
Nosotros, herederos de una vieja tradición racionalista y, al mismo tiempo,
mágica queremos fundar muchas veces nuestra fe en argumentos científicos y en
apariciones. Pero al final de este recorrido no encontramos argumentos de
ciencia ni tampoco apariciones: sólo hallamos una palabra sobre el valor de la
entrega de la vida (del sufrimiento del Mesías) y un signo (el pan compartido).
En esa palabra y ese signo se hace presente el Cristo pascual.
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