LA SOLEDAD DE UN ANCIANO
Sentado en una banqueta, con los pies descalzos sobre los ladrillos rotos de la vereda, su gorra marrón ya gastada, su bigote blanco y sus arrugadas manos sosteniendo un bastón viejo de madera, cuyo mango estaba envuelto con un trapo blanco lleno de las marcas propias del uso de años; sus pantalones, que arremangados dejaban libres sus pantorrillas, una camisa blanca deshilachada del tiempo, mal abotonada, y un chaleco de lana, tejido seguramente a mano; miraba la nada, desde la precisa y envidiable perspectiva que da la experiencia.
El viejo lloró, y en su única lágrima expresó tanto, que me fue muy difícil acercarme, preguntarle o siquiera consolarlo. Por enfrente de su casa pasé mirándolo, y al cambiar su mirada fijándola en mí, le sonreí y lo saludé con un gesto, aunque no
crucé la calle; es que... no me animé, pues no lo conocía, y si bien entendí que en la mirada de aquella lágrima demostraba una gran necesidad, seguí mi camino, sin lograr convencerme de que hacía lo correcto.
En mi camino guardé esa imagen fundida en mis recuerdos; su mirada, que encontró la mía en el infinito de la nada, ese lugar donde no se encuentran más que decepciones, ya que inmediata e imperdonablemente le había negado aquellas imperiosas respuestas. Traté de olvidarme. Caminé rápido, como escapándome. Compré un libro y al llegar a casa comencé a leerlo, esperando que el tiempo borrara esa presencia... "Los viejos no lloran así por nada", me dije.
Esa noche me costó dormir, pues la conciencia no entiende de horarios, y decidí que a la mañana del día siguiente volvería a la casa y conversaría con él, tal como entendí me lo había pedido y, luego de vencer mi pena, logré dormirme. Muy temprano desperté aquel día, y como si fuera hoy, recuerdo preparé un termo con café, compré panecillos y muy deprisa fui a la casa, convencido que tendríamos mucho para conversar.
Golpeé la puerta, y una voz muy rasposa me indicaba que en segundos sería atendido. Luego de abrir, con el necesario esfuerzo para que las rechinantes bisagras cedieran, salió otro hombre. ¿Qué desea? - preguntó, mirándome con un gesto áspero. Busco al anciano que vive en esta casa - contesté. Mi padre murió ayer por la tarde - dijo entre lágrimas.
- ¡Murió! - dije decepcionado. Las piernas se me aflojaron, la mente se me nubló y los ojos se me humedecieron. ¿Usted quién es? - volvió a preguntar. En realidad nadie -contesté y agregué.- Ayer pasé por la puerta de su casa y estaba su padre sentado; vi que lloraba, y a pesar de que lo saludé no me detuve a preguntarle qué le sucedía, pero hoy volví para hablar con él, aunque veo que es tarde. -Usted es la persona de quien hablaba en su diario - dijo. Extrañado por lo que me decía, lo miré pidiéndole me explicara. -Por favor, pase - me dijo aún sin contestarme.
Luego de servir un poco de café, me llevó hasta donde estaba su diario, y leyó algo de la última hoja: - Hoy me regalaron una sonrisa plena, y un saludo amable... hoy es un día bello. Tuve que sentarme, fue difícil digerir aquello. Me dolió el alma de sólo pensar lo importante que hubiera sido para ese hombre que yo cruzara aquella calle.
Me levanté lentamente, y al mirar al hombre, le dije: -Si yo hubiera cruzado de verdad y hubiera conversado unos instantes con su padre...
Pero me interrumpió y, con los ojos humedecidos de llanto, dijo:
- Si yo hubiera venido a visitarlo al menos una vez este último año, quizás su saludo y su sonrisa no hubieran significado tanto.
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