"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL TERCER DOMINGO DE PASCUA (B)
“Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no
tiene carne y huesos, como veis que yo tengo”.
La liturgia para este tercer domingo de Pascua
nos presenta la versión de Lucas de la primera aparición de Jesús a sus
discípulos (Lc 24,35-48). Para ponernos en contexto, comienza diciendo que los
que se habían topado con él en el camino a Emaús, “contaban los discípulos lo que
les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el
pan”. En ese momento, Jesús “se presenta” en medio de ellos y les dice: “Paz a
vosotros”.
Nos dice la escritura que los discípulos se
llenaron de miedo ante esa aparición sorpresiva, “porque creían ver un
fantasma”. Sus mentes no podían procesar lo que sus sentidos le decían. Jesús
percibe la confusión que su presencia había causado entre los discípulos, y
decide demostrarles su corporeidad. Quiere demostrarles que su Resurrección es
real, que no se trata meramente de que su espíritu ha vencido la muerte. No,
¡Él vive; verdaderamente ha resucitado! Estaba allí, en medio de ellos.
Entonces, mostrándole sus manos y sus pies les
dice: “Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de
que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo”. Ahí los
discípulos comienzan a caer en la cuenta que efectivamente era el Señor que
había resucitado tal como Él se los había adelantado, pero ellos no habían comprendido.
Los discípulos se llenaron de alegría, pero Jesús percibió que aún estaban
aturdidos por la intensidad de la experiencia. Por eso añade: “¿Tenéis ahí algo
que comer?” Ellos le ofrecieron un pescado, “Él lo tomó y comió delante de
ellos”.
No solo lo podían ver, escuchar, tocar, sino
que había comido delante de ellos. ¿Qué gesto más humano que ese? El mensaje
que Jesús quería transmitir a sus discípulos (y a nosotros) es el carácter
totalizante de su Resurrección; que está vivo, que ha vencido la muerte. Esa es
la misma resurrección de la que todos hemos de participar al final de los
tiempos. “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le
resucitaré el último día” (Jn 6,54). ¡Qué promesa!
Establecida su identidad, el centro de atención
de la narración se desplaza a las Escrituras, o más bien, a la relación entre
Jesús y las Escrituras. “Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros:
que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí
tenía que cumplirse”. Continúa el relato diciendo que “entonces les abrió el
entendimiento para comprender las Escrituras”. Luego añadió: “Así estaba
escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y
en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los
pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto”. Ese
“ustedes” nos incluye a nosotros.
Sí; estamos llamados a ser sus testigos, esa
fue la misión que Jesús encomendó a sus discípulos antes de su Ascensión (Cfr. Hc 1,8). Pero para ser “testigos”, para
dar testimonio de algo o alguien, tenemos que tener conocimiento personal. Por
tanto, para poder dar testimonio de Jesús tenemos que haber tenido primero un
encuentro personal con Él, con ese Jesús Resucitado que comió frente a sus
discípulos y que hoy nos invita a “comerle” en el banquete eucarístico.
Estamos viviendo este tiempo especial de la
Pascua en que celebramos Su gloriosa Resurrección. Si nos hemos limitado a las
devociones y los ritos del Triduo Pascual, sin haber experimentado la vivencia
del Resucitado no podemos ser sus testigos.
Te invito a hacer introspección. ¿Verdaderamente he tenido una experiencia con el Resucitado?
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