"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TERCERA
SEMANA DE PASCUA
“Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no
tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás”.
Justo antes de su Ascensión, Jesús le había
pedido a los apóstoles que no se alejaran de Jerusalén y esperaran la promesa
del Padre (la promesa del Espíritu Santo que se haría realidad en Pentecostés):
“Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán
mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la
tierra” (Hc 1,8). Esa promesa de Jesús se hace realidad en la primera lectura
que nos ofrece la liturgia de hoy (Hc 8,1-8). De hecho, durante los primeros
siete capítulos del libro de los Hechos de los Apóstoles, estos permanecen en
Jerusalén.
La lectura de hoy nos narra que luego del
martirio de Esteban se desató una violenta persecución contra la Iglesia en
Jerusalén, que hizo que todos, menos los apóstoles, se dispersaran por Judea y
Samaria. Y cumpliendo el mandato de Jesús, “al ir de un lugar para otro, los
prófugos iban difundiendo el Evangelio”. Así comenzó la expansión de la Iglesia
por el mundo entero, una misión que al día de hoy continúa.
La lectura nos recalca que el mayor perseguidor
de la Iglesia era Saulo de Tarso: “Saulo se ensañaba con la Iglesia; penetraba
en las casas y arrastraba a la cárcel a hombres y mujeres”. Sí, el mismo Saulo
de Tarso que luego sería responsable de expandir la Iglesia por todo el mundo
greco-romano, mereciendo el título de “Apóstol de los gentiles”. Son esos
misterios de Dios que no alcanzamos a comprender. Jesús escogió como paladín de
su causa al más ensañado de sus perseguidores.
Jesús vio a Pablo y entendió que esa era la
persona que Él necesitaba para llevar a cabo la titánica labor de evangelizar
el mundo pagano. Un individuo en quien convergían tres grandes culturas, la
judía (fariseo), la griega (criado en la ciudad de Tarso) y la romana (era
ciudadano romano). Decide “enamorarlo” y se le aparece en el camino a Damasco
en ese episodio que todos conocemos, mostrándole toda su gloria. Nunca sabremos
que ocurrió en aquél instante enceguecedor en que Pablo cayó por tierra. Lo
cierto es que Pablo vio a Jesús ya glorificado, creyó en Él, y recibió la
promesa de vida eterna.
Y al recibir el Espíritu Santo por imposición
de manos de Ananías (Hc 9,17), partió de inmediato y comenzó la obra
evangelizadora que persiste hoy a través de la Iglesia, guiada por el mismo
Espíritu.
La lectura evangélica (Jn 6,35-40) continúa
presentándonos el llamado discurso del pan de vida. El versículo final del
pasaje de hoy que acabamos de citar se da en el contexto de que Jesús dice a
sus discípulos (y a nosotros), que Él no está aquí para hacer Su voluntad,
“sino la voluntad del que me ha enviado”. Y la voluntad del Padre es que todos
nos salvemos, “que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el
último día”.
Ese fue el secreto de Saulo de Tarso: él creyó.
Tuvo un encuentro con el Resucitado que cambió su vida para siempre. Creyó en
Él, y le creyó; creyó en su promesa de Vida eterna: “Esta es la voluntad de mi
Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo
resucitaré en el último día”.
¡Señor yo creo, pero aumenta mi fe! ¡Espíritu Santo, ven a mí!
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