Jesús, hablando con Nicodemo, resume el mensaje central del Evangelio en esta breve frase: “Tanto amó Dios al mundo que entregó su Hijo único para que todo el que crea en Él no se pierda, sino que tenga vida eterna“ (Jn 3, 16)
Acogida o rechazo del Evangelio. Si el evangelio no se percibe como buena nueva, deja de ser evangelio. Con el nacimiento de Jesús termina el Antiguo Testamento y comienza el Nuevo. Son dos perspectivas muy diferentes, pues se da un cambio radical en el actuar de Dios a favor de los hombres y, como consecuencia, debe cambiar nuestra manera de relacionarnos con Él.
En este sentido son significativas las primeras palabras que san Marcos pone en la boca de Jesús: “El tiempo se ha cumplido; el reino de Dios está cerca; arrepiéntanse (literalmente, cambien de manera de pensar) y crean en el Evangelio (cf Mc 1, 15) Es decir, para aceptar el Evangelio hay que cambiar la manera de pensar. No todos son capaces de asumir este cambio de perspectiva y aceptar la persona de Jesús como la buena nueva.
Hay dos actitudes que impiden percibir la buena nueva del Evangelio.
1ª) La actitud de autosuficiencia y orgullo. El hecho de anunciar el Evangelio como buena nueva para los pobres choca con la actitud de los que se sienten satisfechos y no se ven en el grupo de los pobres. Al regresar los discípulos de la gira por los pueblos de Galilea, a donde los había enviado Jesús para predicar el evangelio del Reino, le cuentan que el mensaje fue acogido con alegría por los sencillos y los humildes, pero rechazado por los sabios y entendidos. Y Jesús da gracias al Padre por ello (cf Lc 10, 21) Porque son los pobres, los pecadores, los despreciados, todos los que se sienten marginados de la vida los que ven en la buena nueva del Evangelio un mensaje liberador. Los letrados y los entendidos, en cambio, no la consideran buena nueva porque hace incierta su seguridad.
2ª) La actitud legalista y el apego a la ley impide reconocer la novedad del Evangelio. La manera de entender los sacerdotes, los escribas y los fariseos el actuar de Dios en el Antiguo Testamento a favor de pueblo elegido chocaba de plano con el modo como lo entendía y vivía Jesús. En el Antiguo Testamento Dios actúa con la promulgación de leyes. Y toda ley implica imposición y obligación. Parece natural que el que cumple la ley se sienta satisfecho y en paz con Dios porque ha cumplido. Y parece también normal que rechace a los que no cumplen considerándolos pecadores y excluidos del favor de Dios.
San Pablo dice que la etapa de la salvación del Antiguo Testamento tenía como finalidad preparar al pueblo elegido para actuar por conciencia y no porque está mandado. Compara esa etapa de la salvación con la tarea del pedagogo cuya misión es educar al niño para que, al llegar a la mayoría de edad, actúe con responsabilidad y no porque está mandado (cf Gal 3, 24) Conformarse con cumplir la ley no sirve en el Nuevo Testamento.
En el Nuevo Testamento la acción de Dios a favor de los hombres no se presenta en forma de ley, sino como el “año de la gracia de Dios”. Dios ha reconciliado consigo a todas las cosas en la persona de Jesús. Si en el Antiguo Testamento la respuesta a la acción de Dios era el cumplimiento, en el Nuevo Testamento es la acogida gozosa y el agradecimiento.
Jesús insiste mucho en la novedad del Evangelio. Habla de vino nuevo que no se puede verter en odres viejos, porque revientan los odres y se pierde el vino (a vino nuevo, odres nuevos); habla de ropa nueva que no vale para remendar una pieza ya gastada y raída (con tela nueva, traje nuevo); cuando le critican porque sus discípulos no ayunan, les responde que el novio aún está presente y están de fiesta; compara la llegada del reino con la invitación a un banquete de bodas; no presenta a Dios como el legislador y soberano que exige el cumplimiento de la ley, sino como el padre que acoge al hijo perdido, etc.
Los fariseos rechazaron a Jesús. Los sacerdotes, los escribas y los fariseos no fueron capaces de superar esta mentalidad y acusan a Jesús de quebrantar la Ley: no respeta la ley del descanso sabático, curando enfermos ese día; no reprende a sus discípulos por desgranar las espigan frotándolas con las manos en día sábado; alterna y come con pecadores y publicanos; se deja tocar por una pecadora pública; se atreve a perdonar los pecados, arrogándose el poder de Dios, y llega a afirmar que es el Hijo de Dios. Según su criterio prácticamente todo lo que Jesús decía y hacía iba en contra de la Ley.
Jesús les responde que él no pretende abolir la ley, sino que vino a darle cumplimiento (cf Mt 5, 17-48) Y va pasando revista (“han oído que se dijo a los antiguos”) a las distintas interpretaciones que ellos hacen y ofrece (“pero yo les digo”) el verdadero sentido y la razón de ser de la Ley. Con su interpretación legalista dan importancia a detalles insignificantes, como pagar el diezmo de la ruda y el tomillo, y olvidan lo fundamental, que es la misericordia.
Una constatación y algunas preguntas. A veces uno tiene la impresión de que muchos de nuestros fieles viven todavía en el Antiguo Testamento, pues ponen el fundamento de su fe y la vivencia religiosa en el cumplimiento de obligaciones, en prácticas y en ritos. Se insiste más en los mandamientos de la ley de Dios que en el mandamiento que nos dejó Jesús como señal de que somos sus discípulos: ámense unos a otros como yo les he amado (cf Jn 13, 34) El amor mutuo no anula la ley, porque “la ley entera está en una sola frase: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gal 5,14)
¿Por qué la predicación del Evangelio no atrae hoy a la gente como en los primeros tiempos? ¿Será que nuestra predicación (homilías, catequesis, retiros …) ya no tienen el sentido de buena nueva para los fieles? ¿No seguimos insistiendo más en obligaciones y cumplimientos que en la acogida y en el seguimiento de Jesús? ¿Ponemos nuestra esperanza de salvación más en las prácticas piadosas que en la persona de Jesús?
FE y VIDA / Juan Manuel Pérez.
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