26 DE DICIEMBRE DE 2010
Ayer celebrábamos el día de Navidad. Este fue el misterio: Dios se hace Niño y nace en el seno de una familia. Cristo llega a la tierra como uno más, como uno de nosotros, en el seno de una familia, de un matrimonio compuesto por un esposo y una esposa y madre unidos para siempre. Y Jesús vivió el noventa por ciento de su vida en el hogar de sus padres.
Con esta dilatada estancia, Jesús ha llamado la atención sobre la importancia de una institución natural, santuario de la vida como la han llamado los últimos Papas de la Iglesia Católica, como la escuela donde, de modo espontáneo, cada uno de sus miembros, aprenden un sinfín de cualidades para desenvolverse en la vida.
Por ello, ninguna ideología sea del color político que sea, ninguna escuela pública, privada o concertada, ningún sermón del mejor predicador logra lo que la familia consigue casi sin proponérselo: transmitir unos valores, un modo de ser, que será como la raíz principal de todas las decisiones que los hijos puedan tomar el día de mañana en la vida.
También los padres, los abuelos, la gente adulta que vive en el seno de la familia aprenden en ella porque todos han de vivir una dedicación y una entrega que, por costosa, no asumirían por nada ni por nadie. Hoy por hoy se puede asegurar que, a pesar de las crisis que se puedan sufrir en el seno de una familia, el noventa por ciento de lo que es una persona se lo debe exclusivamente a la familia. Aunque es cierto que un tanto por ciento casi insignificante hace últimamente el trabajo que antes hacía la familia, y, por cierto, hasta mal hecho.
Debemos valorar y proteger ese ámbito en que cada uno de nosotros somos queridos, somos escuchados, somos comprendidos, somos ayudados… Si esto lo miramos bien, con detenimiento, supone un lujazo en comparación con la sociedad de ahí fuera tan competitiva y tan humana en que vivimos.
Nadie nos hace tanto caso, nadie sabe agradecer nuestras ocurrencias, nadie como la familia sabe estar a nuestro lado en la enfermedad o en un apuro serio como en los tiempos de crisis económica que estamos viviendo, como los propios de nuestra familia.
Hay que proteger todo esto contra los estragos del tiempo y la rutina procurando que la unidad y el cariño se revelen más fuertes que cualquier discrepancia o disgusto.
Hoy hemos de ir eliminando expresiones corrientes de nuestro vocabulario con relación a la familia: “Ya estoy cansado de hacer siempre el papel del complaciente”, ¿Por qué he de ser yo siempre el que ceda? ¡A ver cuándo se te ve algún detalle!
Si hay una forma de hacer imposible o desagradable la convivencia familiar no hay que buscar otros caminos, con seguir este es más que suficiente.
Vamos a esforzarnos en dar importancia a los pequeños sacrificios que el hogar reclama, que el amor convierte en grandes y que hacen, también grande al amor. Entonces, la alegría se impondrá siempre a los pequeños disgustos y se hará extensiva a otros hogares ligados al nuestro por algún motivo, y daremos, así también, a conocer a Cristo.
¿Nos imaginamos a María y José olvidando que el Niño que alegraba la casa en Nazaret era el Hijo del Altísimo?
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