Adaptación de Ethan J. Connery
La niña no podía volver a su casa porque su madrastra le había advertido que antes debía haber vendido todos los fósforos que quedaban en la caja.
Entumida de frío, la niña miró a través de la ventana iluminada de una casa y vio a unos pequeños niños jugando, junto a una chimenea, con sus nuevos juguetes de Navidad. Imaginó que sería maravilloso estar con esos niños, al calor de un hogar.
Se divirtió al ver que los niños habían adornado con galletas de chocolate un abeto navideño.
De pronto llegó una helada brisa y la niña recordó que aún le quedaban fósforos por vender. En ese momento pasaba un señor de sombrero de copa y abrigo de chiporro. El hombre parecía tener prisa, pero la niña le preguntó:
-Perdone señor, ¿quiere usted fósforos?
-No, gracias. Hace mucho frío para sacar las manos de los bolsillos -respondió el hombre, y se marchó a toda prisa.
La niña vio al hombre marcharse y se sintió sóla. Se acurrucó junto a un farol esperando sentirse acompañada. Al rato pasó una señora que llevaba canasta, de la que salía un agradable aroma a pan caliente.
-Disculpe señora -preguntó la niña- ¿necesita usted fósforos?
-No niña, ¿que no ves que tengo prisa? Debo llevar el pan a casa antes que se enfríe.
-Perdone Ud., señora. -respondió apenada la niña.
La mujer se fué casi corriendo porque el frío era demasiado; el viento comenzó a soplar y la nieve era cada vez más intensa. El frío metal del farol no parecía una gran compañía y la pequeña vendedora se refugió en el portal de la casa más cercana. Se acurrucó bajo el alero de la puerta y como aún sentía mucho frío, sacó un fósforo de la caja.
-No creo que mi madrastra se enoje si enciendo sólo uno para calentarme las manos -se dijo.
Estaba maravillada viendo esa aparición cuando el fósforo se apagó.
Al cabo de un minuto quizo ver de nuevo el árbol, no estaba segura si lo que había visto era real, de modo que tomó otro fósforo y lo encendió.
Esta vez la niña vió a su abuela a quién apenas recordaba, pues la alcanzó a conocer cuando era muy chiquita.
-¡Abuelita! -se dijo, sorprendida. Pero antes que pudiera decir algo más, el fósforo se apagó.
De pronto se dio cuenta que sólo quedaba un fósforo en la caja. Se apenó pensando que la regañarían, pero como tenía mucho frío y quería volver a ver a su abuela, sacó el último palito y lo encendió.
Esta vez la llama era más grande y a través de la luz vió una figura blanca que se acercaba... era su madre, quién había muerto hace muy poco y a quién tanto echaba de menos. Su madre se veía alegre y estiraba sus manos para abrazarla.
-¡Mamita, mamita... llévame contigo, que aquí me estoy muriendo de frío! -gritó la pequeña, sollozando de felicidad, mientras se abrazaba con su madre.
Ya no sentía frío, sinó un calor agradable. El calor del amor maternal. Su madre la tomó en brazos y se llevó junto con el resplandor del último fósforo que caía sobre la fría nieve. A la mañana siguiente las gentes del pueblo descubrieron, junto a la entrada de una casa, el pequeño cuerpecito de la vendedora de fósforos que yacía helada, acurrucada en la nieve.
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