La noche se venía encima, y en medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña caminaba por la calle sin abrigo, prácticamente desnuda. Sólo llevaba un delantal con algunas docenas de cajas de fósforos mientras pregonaba incansable su modesta mercancía.
No era un buen día. Ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo.
- ¿Quiere usted fósforos, señor? - preguntó a un caballero que pasó a su lado. - No, gracias. Además, con este frío sacar las manos de los bolsillos no debe ser muy agradable - respondió el hombre, marchándose muy deprisa.
La niña creyó que estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas navideñas. Pero, como todo lo bueno acaba rápido en este mundo, la llama de la cerilla se apagó y la niña se encontró sola en aquella calle nuevamente. Entonces decidió frotar otra, que ardió y brilló como la primera.
En esta oportunidad, la pequeña creyó ver una habitación con una mesa cubierta por un blanco mantel resplandeciente con un manjar sobre ella.
¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! Comería comida caliente aquella noche… Pero la segunda cerilla también se apagó, y lo único que quedó ante ella fue una pared impenetrable y fría.
Encendió un tercer fósforo. Imaginó un árbol de navidad con miles de luces que ardían brillantes en el oscuro cielo.
Sólo le quedaba una última cerilla en su mano. La frotó una vez más contra la pared, y delante suyo se hizo presente una gran luz, en medio de la cual, estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante.
La anciana, tomó a la niña de la mano, y las dos se elevaron en medio de una gran luz resplandeciente…
Cuando llegó el nuevo día, seguía sentada la niña entre las dos casas, muerta.
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