"Ventana abierta"
San Juan Apóstol y Evangelista
El día de hoy 27 de diciembre, la Iglesia
celebra la fiesta de San Juan apóstol y evangelista, a quien se le conoce como
“el discípulo amado”. Se dice que era el más joven de los doce apóstoles y que
sobrevivió a todos los demás.
Sigue leyendo y conoce 8 datos que debes saber
de San Juan evangelista:
Era un judío de Galilea, hijo de Zebedeo y
hermano de Santiago el Mayor, con quien desempeñaba el oficio de pescador.
El Señor quiso que estuviese, junto con Pedro y
Santiago, en el momento de Su transfiguración, así como durante Su agonía en el
Huerto de los Olivos.
Juan fue el único de los Apóstoles que estuvo
al pie de la cruz con la Virgen María y las piadosas mujeres. Fue él quien
recibió el sublime encargo de tomar bajo su cuidado a la Madre del Redentor.
“Mujer, he ahí a tu hijo”, murmuró Jesús a su
Madre desde la cruz. “He ahí a tu madre”, le dijo a Juan. Sólo a él le fue dado
el privilegio de llevar físicamente a María a su propia casa como una verdadera
madre, para honrarla y servirla en persona.
Cuando llegó la noticia del sepulcro vacío de
Jesús, San Juan corrió junto a San Pedro para constatarlo. Es ahí donde los dos
“vieron y creyeron”.
Escribió el Apocalipsis y el Evangelio de San
Juan, donde se refiere a sí mismo como “el discípulo a quien Jesús amaba”, y
tres epístolas.
La elevación de su espíritu y de su estilo y
lenguaje, está debidamente representada por el águila que es el símbolo de San
Juan el Evangelista.
Se dice que es el único de los doce que no
murió martirizado. San Juan murió pacíficamente a los noventa y cuatro años de
edad, hacia el año cien de la era cristiana en Éfeso.
San Juan daba caridad a los demás y su alma se
inflamaba, deseando difundirla en los otros de una manera constante y
afectuosa. “Hijitos míos, amaos entre vosotros… “Alguna vez le preguntaron por
qué repetía siempre la frase, respondió San Juan: “Porque ese es el mandamiento
del Señor y si lo cumplís ya habréis hecho bastante”.
¿Qué sabemos del “discípulo amado” por Jesús, y por María? – San Juan
San Juan Evangelista, a quien se distingue como
“el discípulo amado de Jesús” y a quien a menudo le llaman “el divino” (es
decir, el “Teólogo”) sobre todo entre los griegos y en Inglaterra, era un judío
de Galilea, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago el Mayor, con quien
desempeñaba el oficio de pescador.
Junto con su hermano Santiago, se hallaba Juan
remendando las redes a la orilla del lago de Galilea, cuando Jesús, que acababa
de llamar a su servicio a Pedro y a Andrés, los llamó también a ellos para que
fuesen sus Apóstoles. El propio Jesucristo les puso a Juan y a Santiago el
sobrenombre de Boanerges, o sea “hijos del trueno” (Lucas 9, 54), aunque no
está aclarado si lo hizo como una recomendación o bien a causa de la violencia
de su temperamento.
Se dice que San Juan era el más joven de los
doce Apóstoles y que sobrevivió a todos los demás. Es el único de los Apóstoles
que no murió martirizado.
En el Evangelio que escribió se refiere a sí
mismo, como “el discípulo a quien Jesús amaba”, y es evidente que era de los más
íntimos de Jesús. El Señor quiso que estuviese, junto con Pedro y Santiago, en
el momento de Su transfiguración, así como durante Su agonía en el Huerto de
los Olivos. En muchas otras ocasiones, Jesús demostró a Juan su predilección o
su afecto especial. Por consiguiente, nada tiene de extraño desde el punto de
vista humano, que la esposa de Zebedeo pidiese al Señor que sus dos hijos
llegasen a sentarse junto a Él, uno a la derecha y el otro a la izquierda, en
Su Reino.
San Juan Apóstol con Jesús
Juan fue el elegido para acompañar a Pedro a la
ciudad a fin de preparar la cena de la última Pascua y, en el curso de aquella
última cena, Juan reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús y fue a Juan a
quien el Maestro indicó, no obstante que Pedro formuló la pregunta, el nombre
del discípulo que habría de traicionarle. Es creencia general la de que era
Juan aquel “otro discípulo” que entró con Jesús ante el tribunal de Caifás,
mientras Pedro se quedaba afuera.
Juan fue el único de los Apóstoles que estuvo
al pie de la cruz con la Virgen María y las otras piadosas mujeres y fue él
quien recibió el sublime encargo de tomar bajo su cuidado a la Madre del
Redentor. “Mujer, he ahí a tu hijo”, murmuró Jesús a su Madre desde la cruz.
“He ahí a tu madre”, le dijo a Juan. Y desde aquel momento, el discípulo la
tomó como suya. El Señor nos llamó a todos hermanos y nos encomendó el amoroso
cuidado de Su propia Madre, pero entre todos los hijos adoptivos de la Virgen
María, San Juan fue el primero. Tan sólo a él le fue dado el privilegio de
llevar físicamente a María a su propia casa como una verdadera madre y
honrarla, servirla y cuidarla en persona.
Gran testigo de la Gloria del
Maestro
Cuando María Magdalena trajo la noticia de que
el sepulcro de Cristo se hallaba abierto y vacío, Pedro y Juan acudieron
inmediatamente y Juan, que era el más joven y el que corría más de prisa, llegó
primero. Sin embargo, esperó a que llegase San Pedro y los dos juntos se
acercaron al sepulcro y los dos “vieron y creyeron” que Jesús había resucitado.
A los pocos días, Jesús se les apareció por
tercera vez, a orillas del lago de Galilea, y vino a su encuentro caminando por
la playa. Fue entonces cuando interrogó a San Pedro sobre la sinceridad de su
amor, le puso al frente de Su Iglesia y le vaticinó su martirio. San Pedro, al
caer en la cuenta de que San Juan se hallaba detrás de él, preguntó a su
Maestro sobre el futuro de su compañero:
«Señor, y éste, ¿qué?» (Jn 21,21) Jesús le
respondió: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú,
sígueme.» (Jn 21,22)
Debido a aquella respuesta, no es sorprendente
que entre los hermanos corriese el rumor de que Juan no iba a morir, un rumor
que el mismo Juan se encargó de desmentir al indicar que el Señor nunca dijo:
“No morirá”. (Jn 21,23).
Después de la Ascensión de Jesucristo, volvemos
a encontrarnos con Pedro y Juan que subían juntos al templo y, antes de entrar,
curaron milagrosamente a un tullido. Los dos fueron hechos prisioneros, pero se
les dejó en libertad con la orden de que se abstuviesen de predicar en nombre
de Cristo, a lo que Pedro y Juan respondieron: «Juzgad si es justo delante de
Dios obedeceros a vosotros más que a Dios. No podemos nosotros dejar de hablar
de lo que hemos visto y oído.» (Hechos 4:19-20)
Después, los Apóstoles fueron enviados a
confirmar a los fieles que el diácono Felipe había convertido en Samaria.
Cuando San Pablo fue a Jerusalén tras de su conversión se dirigió a aquellos
que “parecían ser los pilares” de la Iglesia, es decir a Santiago, Pedro y
Juan, quienes confirmaron su misión entre los gentiles y fue por entonces
cuando San Juan asistió al primer Concilio de Apóstoles en Jerusalén. Tal vez
concluido éste, San Juan partió de Palestina para viajar al Asia Menor.
Éfeso
San Ireneo, Padre de la Iglesia, quien fue
discípulo de San Policarpo, quién a su vez fue discípulo de San Juan, es una
segura fuente de información sobre el Apóstol. San Ireneo afirma que éste se
estableció en Éfeso después del martirio de San Pedro y San Pablo, pero es imposible
determinar la época precisa. De acuerdo con la Tradición, durante el reinado de
Domiciano, San Juan fue llevado a Roma, donde quedó milagrosamente frustrado un
intento para quitarle la vida. La misma tradición afirma que posteriormente fue
desterrado a la isla de Patmos, donde recibió las revelaciones celestiales que
escribió en su libro del Apocalipsis.
Maravillosas revelaciones
celestiales
Después de la muerte de Domiciano, en el año
96, San Juan pudo regresar a Éfeso, y es creencia general que fue entonces
cuando escribió su Evangelio. Él mismo nos revela el objetivo que tenía
presente al escribirlo. “Todas estas cosas las escribo para que podáis creer
que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y para que, al creer, tengáis la vida
en Su nombre”. Su Evangelio tiene un carácter enteramente distinto al de los
otros tres y es una obra teológica tan sublime que, como dice Teodoreto, “está
más allá del entendimiento humano el llegar a profundizarlo y comprenderlo
enteramente”. La elevación de su espíritu y de su estilo y lenguaje, está
debidamente representada por el águila que es el símbolo de San Juan el
Evangelista.
También escribió el Apóstol tres epístolas: a
la primera se le llama Católica, ya que está dirigida a todos los otros
cristianos, particularmente a los que él convirtió, a quienes insta a la pureza
y santidad de vida y a la precaución contra las artimañas de los seductores.
Las otras dos son breves y están dirigidas a determinadas personas: una
probablemente a la Iglesia local, y la otra a un tal Gayo, un comedido
instructor de cristianos. A lo largo de todos sus escritos, impera el mismo
inimitable espíritu de caridad. No es este el lugar para hacer referencias a
las objeciones que se han hecho a la afirmación de que San Juan sea el autor
del cuarto Evangelio.
Predicando la Verdad y el amor
Los más antiguos escritores hablan de la
decidida oposición de San Juan a las herejías de los ebionitas y a los
seguidores del gnóstico Cerinto. En cierta ocasión, según San Ireneo, cuando
Juan iba a los baños públicos, se enteró de que Cerinto estaba en ellos y
entonces se volvió y comentó con algunos amigos que le acompañaban: “¡Vámonos
hermanos y a toda prisa, no sea que los baños en donde está Cerinto, el enemigo
de la verdad, caigan sobre su cabeza y nos aplasten!”.
Dice San Ireneo que fue informado de este
incidente por el propio San Policarpio el discípulo personal de San Juan. Por
su parte, Clemente de Alejandría relata que en cierta ciudad cuyo nombre omite,
San Juan vio a un apuesto joven en la congregación y, con el íntimo sentimiento
de que mucho de bueno podría sacarse de él, lo llevó a presentar al obispo a
quien él mismo había consagrado. “En presencia de Cristo y ante esta
congregación, recomiendo este joven a tus cuidados”. De acuerdo con las
recomendaciones de San Juan, el joven se hospedó en la casa del obispo, quien
le dio instrucciones, le mantuvo dentro de la disciplina y a la larga lo
bautizó y lo confirmó. Pero desde entonces, las atenciones del obispo se enfriaron,
el neófito frecuentó las malas compañías y acabó por convertirse en un
asaltante de caminos.
Transcurrió algún tiempo, y San Juan volvió a
aquella ciudad y pidió al obispo: “Devuélveme ahora el cargo que Jesucristo y
yo encomendamos a tus cuidados en presencia de tu iglesia”. El obispo se
sorprendió creyendo que se trataba de algún dinero que se le había confiado,
pero San Juan explicó que se refería al joven que le había presentado y
entonces el obispo exclamó: “¡Pobre joven! Ha muerto”. “¿De qué murió, preguntó San Juan. “Ha muerto
para Dios, puesto que es un ladrón”, fue la respuesta. Al oír estas palabras,
el anciano Apóstol pidió un caballo y un guía para dirigirse hacia las montañas
donde los asaltantes de caminos tenían su guarida.
Tan pronto como se adentró por los tortuosos
senderos de los montes, los ladrones le rodearon y le apresaron. “¡Para esto he
venido!”, gritó San Juan. “¡Llevadme con vosotros!” Al llegar a la guarida, el
joven renegado reconoció al prisionero y trató de huir, lleno de vergüenza,
pero Juan le gritó para detenerle: “¡Muchacho! ¿Por qué huyes de mí, tu padre,
un viejo y sin armas? Siempre hay tiempo para el arrepentimiento. Yo responderé
por ti ante mi Señor Jesucristo y estoy dispuesto a dar la vida por tu salvación.
Es Cristo quien me envía”. El joven escuchó estas palabras inmóvil en su sitio;
luego bajó la cabeza y, de pronto, se echó a llorar y se acercó a San Juan para
implorarle, según dice Clemente de Alejandría, una segunda oportunidad. Por su
parte, el Apóstol no quiso abandonar la guarida de los ladrones hasta que el
pecador quedó reconciliado con la Iglesia.
Aquella caridad que inflamaba su alma, deseaba
infundirla en los otros de una manera constante y afectuosa. Dice San Jerónimo
en sus escritos que, cuando San Juan era ya muy anciano y estaba tan debilitado
que no podía predicar al pueblo, se hacía llevar en una silla a las asambleas
de los fieles de Éfeso y siempre les decía estas mismas palabras: “Hijitos
míos, amaos entre vosotros . . .” Alguna vez le preguntaron por qué repetía
siempre la frase, respondió San Juan: “Porque ese es el mandamiento del Señor y
si lo cumplís ya habréis hecho bastante”.
San Juan murió pacíficamente en Éfeso hacia el
tercer año del reinado de Trajano, es decir hacia el año cien de la era
cristiana, cuando tenía la edad de noventa y cuatro años, de acuerdo con San
Epifanio.
Según los datos que nos proporcionan San
Gregorio de Nissa, el Breviarium sirio de principios del siglo quinto y el
Calendario de Cartago, la práctica de celebrar la fiesta de San Juan el
Evangelista inmediatamente después de la de San Esteban, es antiquísima. En el
texto original del Hieronymianum, (alrededor del año 600 P.C.), la conmemoración
parece haber sido anotada de esta manera: “La Asunción de San Juan el
Evangelista en Éfeso y la ordenación al episcopado de Santo Santiago, el
hermano de Nuestro Señor y el primer judío que fue ordenado obispo de Jerusalén
por los Apóstoles y que obtuvo la corona del martirio en el tiempo de la
Pascua”. Era de esperarse que en una nota como la anterior, se mencionaran
juntos a Juan y a Santiago, los hijos de Zebedeo; sin embargo, es evidente que
el Santiago a quien se hace referencia, es el otro, el hijo de Alfeo.
La frase “Asunción de San Juan”, resulta
interesante puesto que se refiere claramente a la última parte de las apócrifas
“Actas de San Juan”. La errónea creencia de que San Juan, durante los últimos
días de su vida en Éfeso, desapareció sencillamente, como si hubiese ascendido
al cielo en cuerpo y alma puesto que nunca se encontró su cadáver, una idea que
surgió sin duda de la afirmación de que aquel discípulo de Cristo “no moriría”,
tuvo gran difusión aceptación a fines del siglo II. Por otra parte, de acuerdo
con los griegos, el lugar de su sepultura en Éfeso era bien conocida y aun
famosa por los milagros que se obraban allí.
El “Acta Johannis”, que ha llegado hasta
nosotros en forma imperfecta y que ha sido condenada a causa de sus tendencias
heréticas, por autoridades en la materia tan antiguas como Eusebio, Epifanio,
Agustín y Toribio de Astorga, contribuyó grandemente a crear una leyenda. De
estas fuentes o, en todo caso, del pseudo Abdías, procede la historia en base a
la cual se representa con frecuencia a San Juan con un cáliz y una víbora. Se
cuenta que Aristodemus, el sumo sacerdote de Diana en Éfeso, lanzó un reto a
San Juan para que bebiese de una copa que contenía un líquido envenenado. El
Apóstol tomó el veneno sin sufrir daño alguno y, a raíz de aquel milagro,
convirtió a muchos, incluso al sumo sacerdote. En ese incidente se funda
también sin duda la costumbre popular que prevalece sobre todo en Alemania, de
beber la Johannis-Minne, la copa amable o poculum charitatis, con la que se
brinda en honor de San Juan. En la ritualia medieval hay numerosas fórmulas
para ese brindis y para que, al beber la Johannis-Minne, se evitaran los
peligros, se recuperara la salud y se llegara al cielo.
San Juan es sin duda un hombre de
extraordinaria y al mismo tiempo de profundidad mística. Al amarlo tanto, Jesús
nos enseña que esta combinación de virtudes debe ser el ideal del hombre, es
decir el requisito para un hombre plenamente hombre. Esto choca contra el
modelo de hombre machista que es objeto de falsa adulación en la cultura, un
hombre preso de sus instintos bajos. Por eso el arte tiende a representar a San
Juan como una persona suave, y, a diferencia de los demás Apóstoles, sin barba.
Es necesario recuperar a San Juan como modelo: El hombre capaz de recostar su
cabeza sobre el corazón de Jesús, y precisamente por eso ser valiente para
estar al pie de la cruz como ningún otro. Por algo Jesús le llamaba “hijo del
trueno”. Quizás antes para mal, pero una vez transformado en Cristo, para mayor
gloria de Dios.
Fuente Bibliográfica: Vidas de los Santos de Butler, Vol. IV.
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