"Ventana abierta"
San José, esposo de la Virgen
infocatólica
“Glorioso San José, maestro de vida
interior” (Santa Teresa de Ávila)
Es curioso, pero cuando se piensa en los
“grandes” santos y su influencia en la Iglesia, es muy fácil pensar en insignes
Padres de la Iglesia, Doctores, santos penitentes de la edad media, grandes
evangelizadores, etc., mientras que la figura de San José pasa como
inadvertida.
Y, sin embargo, seguramente se trata de mayor
santo después de la Virgen, porque, ¿a quién pondrá Dios para cuidar de su
Hijo? ¿A quién confías tú una tarea de peso, algo de lo que no quieres que haya
fallo ni contratiempo alguno? A una persona de tu máxima confianza. Lo mismo
creo que Dios concedió a San José dones y gracias como a ninguna otra persona
jamás (siempre después de la Virgen, claro está).
No es la santidad primordialmente en lo que uno
hace, sino en lo que uno ES. Y como nosotros normalmente ponemos por delante el
hacer al ser, tendemos sencillamente a no ver a San José. Lo suyo no nos parece
“significativo”. Nos parece casi que eso podría hacerlo uno cualquiera, un
simple padre de familia. Y tal vez en eso está la grandeza de San José, y
también la nuestra nada.
Rascas un poco y te das cuenta que la figura de
San José es la más importante y para los consagrados y para los casados. Como
ninguna otra lo puede ser, precisamente por la cercanía a Jesús y María de la
que no dispuso ningún otro ser humano. Y porque Dios no deja a uno sin dones
para realizar las tareas que le encomienda. Con razón León XIII lo proclamó Protector de la Iglesia (El
15 de agosto de 1889, el Papa León XIII escribió una encíclica, “Quamquam
Pluries", presentando a San José como modelo de la vida familiar y de la
vida de trabajo, y patrono de la Iglesia universal. En tiempos de crisis social
y decaimiento religioso, el Papa pidió a los fieles que invocaran a San José
juntamente con la Virgen María. Dejó una oración al Santo que aun cien años
después se sigue rezando después del rosario en muchos lugares.).
En definitiva, hay que sumergirse en la
historia y persona de San José. Debemos meditarla. Nos debe ser grata su
figura, desconocida, silenciosa, generosa, sacrificada. Y ahora alguien va a
decir, ¿es que la obra de Valtorta nos proporciona conocimiento real sobre la
figura de San José (Jesús, María, etc.)? Es la pregunta más difícil a la que no
es fácil responder. Debemos otra vez decir algunas palabras sobre las
“revelaciones privadas”.
Antes que nada, me parece que ese término,
aunque se utilice en la teología y documentos de la Iglesia desde hace tiempo,
puede dar lugar a una confusión importante que hay que evitar. De allí tanta
irritación respecto a las “revelaciones privadas” que en una parte comprendo
perfectamente. Porque parece que alguien quiere suplantarte la fe revelada en
la única Palabra de Dios, que es su Hijo (cfr. San Juan de la Cruz).
Voy al grano. Supón que Dios te hacer ver
alguna escena del evangelio como si se tratara de una película delante de tus
ojos. ¿Eso se puede llamar revelación? Pues no. Ver con exactitud lo que pasó,
no es revelación. La Revelación es dada por la Iglesia y se acepta desde la
Iglesia en la fe, con la fe de la Iglesia. Varios acontecimientos narrados en
los evangelios nos hablan de ello. Por ejemplo cuando María Magdalena ve al
Señor Resucitado y no lo reconoce. Ella realmente vio al Señor, pero no lo
reconoció hasta que no le fue revelado: “¡María!”. O en el caso de los
discípulos de Emaús; ellos realmente vieron al Señor pero no lo reconocieron
hasta que no se les reveló. La fe la da Dios a propósito de la predicación del
Evangelio – “¿cómo lo entenderé si nadie me lo explica?”, responde el etíope al
diácono Felipe.
Pero las gracias especiales que Dios puede
conceder a determinadas personas pueden confirmarnos en la fe recibida, pueden
ayudarnos a entenderla mejor. Sobre todo entiendo que tienen todo su sentido al
prevenirnos de determinados errores. Dios, dueño del tiempo y de todo lo
creado, puede mostrar un tiempo pasado con exactitud para fortalecer nuestra
fe. La pregunta más difícil pues es, ¿realmente pasó así? Primero, debe haber total
ausencia de toda diferencia respecto a lo narrado en los evangelios. Segundo,
lo que se narra debe tener una lógica aceptable, debe ser razonable para poder
ser creído. Pero razonable desde la perspectiva de la sintonía con la obra de
Dios. En ese sentido, muchas narraciones de la obra de Valtorta respecto a las
costumbres de los romanos, griegos, judíos, galileos, samaritanos de la época
son muy realistas y creíbles. Referencias en las conversaciones con los romanos
y griegos respecto a obras de sus filósofos de las que solamente personas muy
instruidas podían haber oído, aparecen ciudades que solamente expertos en la
materia podían conocer. ¿Cómo lo pudo saber ella décadas antes del inicio de
las excavaciones? En su momento se burlaban diciendo que Jericó no fue una
ciudad tan antigua como se dice en la Biblia, hasta que se encontraron restos
de esa época.
En este post se narra la elección de San José
como esposo de la Virgen. En el libro “Los Silencios de San José” mencionado en el último post, el Padre Michel
Gasnier, O. F. recuerda que “Los Apócrifos imaginaron una serie de
leyendas sobre las circunstancias en que se celebraron los esponsales de María,
leyendas tenaces que han encontrado un crédito tal a lo largo de los siglos que
no hay más remedio que mencionarlas brevemente.
Según esas leyendas, el Sumo Sacerdote habría convocado a todos los jóvenes de
la Casa de David que aspiraban a casarse con María, invitándolos a depositar
sobre el altar su cayado o bastón, pues el dueño de aquél que floreciera sería
el elegido del Señor. Naturalmente, fue el bastón o la vara de José el que
floreció…”
Pues en la obra de Valtorta la elección de San
José coincide con este relato apócrifo y para algunos esto tal vez será el
motivo de rechazo de esta obra, al menos en este punto. Primero tenemos que
recordar que los escritos apócrifos fueron rechazados por la Iglesia por tener,
unos más otros menos, elementos no aceptables. Como por ejemplo cuando
presentaban a San José rezando mientras que los ángeles trabajaban en vez de
él. Pero no quiere decir que todo lo narrado en los apócrifos esté mal, como
por ejemplo los nombres de los padres de la Virgen que la Tradición y los
Padres asumieron como verdaderos.
Es curioso ver como alguna percepción
espiritualista del Señor y la Sagrada Familia perduró a través de los siglos.
Por ejemplo en la película Ben Hur se presenta al Señor meditando por los
montes dejando el trabajo sin hacer. Sin duda alguna, esto no ocurre aquí.
Tanto San José, como el Señor y la Virgen son presentados como personas muy
trabajadoras y eficientes, dignos en vestir, muy realistas y digamos, muy
humanos, aunque en el caso del Señor trasluce su divinidad en cada página. Muy
Dios y muy Hombre al mismo tiempo, palpas que es Dios y, como dice LG, ves que
“pensó como hombre, trabajó con las manos de hombre, amaba con el corazón de
hombre”.
Pero volvamos a la elección de San José como
esposo de la Virgen. Para nuestra mentalidad modernista y positivista (¡di que
sí!, ¡sé sincero!, naturalmente el lector sabe que yo me excluyo de esa
mentalidad) el hecho de que florezca un bastón nos puede provocar una risa –
burlona, como no puede ser de otra manera. Sin embargo, echemos un vistazo al
Libro de los Números, capítulo 5. Leemos allí una prueba de celos, o sea, el
marido que sospechaba que su esposa lo engañaba podía llevarla ante el
sacerdote y obligarle a que beba agua preparada ritualmente por el sacerdote.
Si se le hinchaba el vientre, era culpable; si no, era libre y el marido podía
estar tranquilo.
Esas normas se dejaron por escrito para
cumplirlas (en su momento), también ellas son Palabra de Dios, y los israelitas
las veían como tales y podían proceder según ellas. Más adelante en el mismo
Libro de los Números consta como Aarón fue confirmado como sacerdote haciendo
Dios que florezca su vara. Para nosotros no existió jamás la barca de Noé, y
los israelitas cruzaron el Mar Rojo por otro lugar que lo mismo ni es Mar Rojo.
Fue una buena estación de año, un charco se secó y los israelitas lo cruzaron.
Di que sí, para qué nos vamos a engañar. Ni tampoco Dios, dueño de la vida,
castigó a los primogénitos de Egipto. El faraón se quedó triste al ver que se
marcharon sus esclavos de antaño, y eso fue todo.
¿La multiplicación de los panes? Otro cuento,
¿cómo Jesús va a crear la materia de la nada (es lo que ocurre realmente en la
multiplicación de los panes y peces)? Pues porque es Dios, esa es la respuesta.
Y para que a nadie se le ocurra esa respuesta, ni piense en la misma ni por
casualidad, recuerdo que el aparato de propaganda comunista nos explicaba la
multiplicación de los panes, partiendo de las correspondientes explicaciones
modernistas, de esta manera: “en aquella época, nadie salía de viaje sin
llevarse algo de comida, aunque sea los bolsos improvisados de sus vestidos. Al
sentarse en un descampado, lejos de cualquier población, todos sacaron lo que
tuvieron y lo compartieron. De esa manera Jesús les enseñaba la solidaridad.”
Sin otro particular, poniendo bajo seria y
sincera crítica nuestra mentalidad modernista y positivista, pasemos al texto
de Valtorta sobre la cuestión.
José designado para esposo de la
Virgen
Veo una rica sala, con un suelo bonito,
cortinas, alfombras y muebles taraceados. Debe formar parte del Templo todavía.
Se deduce que hay sacerdotes (entre los cuales Zacarías) y muchos hombres de
las más diversas edades, o sea, de los veinte a los cincuenta años
aproximadamente. Están hablando unos con otros, bajo pero animadamente. Se los
ve inquietos por algo que desconozco. Todos están vestidos de fiesta, con
vestidos nuevos o, al menos, recién lavados, como si estuvieran ataviados para
una celebración. Muchos se han quitado el paño con que se cubren la cabeza,
otros todavía lo tienen puesto, especialmente los ancianos, mientras que los
jóvenes muestran sus cabezas descubiertas: unas rubio-oscuras, otras
moreno-oscuras, algunas negrísimas, una — sólo ella — rojo-cobre. Las
cabelleras son generalmente cortas, pero algunas de ellas llegan hasta los
hombros. No deben conocerse todos entre sí porque se están observando con
curiosidad. Pero parecen relacionados pues se ve que los apremia un pensamiento
común.
En una de las esquinas veo a José. Está
hablando con un anciano de aspecto robusto y vigoroso. José tendrá unos treinta
años. Es un hombre apuesto; pelo corto, más bien rizado, de un castaño oscuro
como el de la barba y el bigote, que velan un mentón bien conformado y suben
hacia las mejillas moreno-rojizas, no aceitunadas como en el caso de otras
personas morenas; tiene ojos oscuros, buenos y profundos, muy serios, incluso
yo diría que un poco tristes. Sin embargo, cuando sonríe — como está haciendo
en este momento —aparecen alegres y juveniles. Está vestido todo de marrón
claro, de forma muy simple pero muy ordenada.
Entra un grupo de jóvenes levitas. Se disponen
entre la puerta y una mesa larga y estrecha que está cerca de la pared en cuyo
centro se encuentra la puerta, la cual queda abierta de par en par; sólo una
cortina tensa, que pende hasta unos veinte centímetros del suelo, sigue
cubriendo el vano.
La curiosidad se acentúa. Y más aún cuando una
mano separa la cortina para dejar paso a un levita que lleva en los brazos un
haz de ramas secas sobre el cual ha sido depositada delicadamente una ramilla
florecida, una ligera espuma de pétalos blancos que apenas muestran un rosáceo
esfumado que desde el centro se irradia, atenuándose cada vez más, hasta el
extremo de los livianos pétalos. El levita deposita el haz de ramas encima de
la mesa con exquisito cuidado para no lesionar el milagro de esa rama en flor
en medio de tanta hojarasca.
Un murmullo recorre la sala. Los cuellos se
alargan, las miradas se hacen más penetrantes, como para poder ver. Zacarías,
con los sacerdotes, también trata de ver, estando como está más cerca de la
mesa, pero no ve nada. José, desde su esquina, apenas dirige los ojos hacia el
haz de ramas, y, cuando su interlocutor le dice algo, él hace un gesto
denegatorio como de quien dice: «¡Imposible!», y sonríe.
Un toque de trompeta desde el otro lado de la
cortina. Todos guardan silencio y se disponen en perfecto orden mirando hacia
la puerta, ahora enteramente abierta, dado que a la cortina la hacen deslizarse
sobre sus anillos. Rodeado de otros ancianos, entra el Sumo Pontífice. Todos se
postran. El Pontífice se acerca a la mesa y, en pie, comienza a hablar:
- Hombres de la estirpe de David, que habéis
convenido en este lugar por convocatoria mía, escuchad. El Señor ha hablado,
¡gloria a Él! De su Gloria un rayo ha descendido y, como sol de primavera, ha
dado vida a una rama seca, y ésta ha florecido milagrosamente cuando ninguna
rama de la tierra hoy está en flor, hoy, último día de las Luminarias, cuando
aún no se ha derretido la nieve caída sobre las alturas de Judá y es lo único
cándido que hay entre Sión y Betania. Dios ha hablado haciéndose padre y tutor
de la Virgen de David, que no tiene tutor alguno aparte de Dios. Santa doncella,
gloria del Templo y de la estirpe, ha merecido la palabra de Dios para conocer
el nombre del esposo grato al Eterno. ¡Muy justo debe ser para haber sido
elegido por el Señor para tutelar a su amada Virgen! Por ello nuestro dolor de
perderla se aplaca, y cesa toda preocupación acerca de su destino como esposa.
Y a aquel que ha sido señalado por Dios le confiamos, plenamente seguros, la
Virgen que posee la bendición de Dios y la nuestra. El nombre del prometido es
José de Jacob, betlemita, de la tribu de David, carpintero en Nazaret de
Galilea. José, acércate; el Sumo Sacerdote te lo ordena. Gran murmullo. Cabezas
que se vuelven, ojos y manos que señalan, expresiones de desilusión y
expresiones de alivio. Alguno, especialmente entre los viejos, debe haberse
sentido contento de no haber sido destinado para ello. José, muy colorado y
visiblemente turbado, se abre paso. Ya está ante la mesa, frente al Pontífice,
al cual ha saludado con reverencia.
- Venid todos y mirad el nombre grabado en la
rama. Coja cada uno su ramilla, para asegurarse de que no hay trampa.
Los hombres obedecen. Miran la ramilla que delicadamente tiene el Sumo
Sacerdote; cada uno coge la suya: unos la rompen, otros la guardan. Todos miran
a José: hay quien mira y calla, otros lo felicitan. El anciano con el que antes
estaba hablando dice:
-¿No te lo había dicho, José? ¡Quien menos se siente seguro es el que vence la
partida!. Ya han pasado todos.
El Sumo Sacerdote da a José la ramilla florecida, y, poniéndole la mano en el
hombro, le dice:
- No es rica, y tú lo sabes, la esposa que Dios te dona, pero posee todas las
virtudes. Hazte cada día más digno de Ella. En Israel no hay flor alguna tan
linda y pura como Ella. Salid todos ahora. Que se quede José; y tú, Zacarías,
pariente, trae a la prometida.
Salen todos, excepto el Sumo Sacerdote y José. Vuelven a correr la cortina,
cubriendo así la puerta.
José está todo humilde junto al majestuoso Sacerdote. Una pausa silenciosa y
éste le dice:
- María debe manifestarte un voto que ha hecho. Ayúdala en su timidez. Sé bueno
con la mujer buena.
- Pondré mi virilidad a su servicio y ningún sacrificio por Ella me pesará.
Estáte seguro de ello.
Entra María con Zacarías y Ana de Fanuel.
- Ven, María - dice el Pontífice - Éste es el esposo que Dios te ha destinado.
Es José de Nazaret. Regresarás, por tanto, a tu ciudad. Ahora os voy a dejar.
Que Dios os dé su bendición. Que el Señor os mire y os bendiga, os muestre su
rostro y tenga siempre piedad de vosotros. Que vuelva a vosotros su rostro y os
dé la paz.
Zacarías sale escoltando al Pontífice. Ana felicita al prometido y luego
también sale.
Los dos prometidos están el uno enfrente del otro. María, toda colorada, tiene
la cabeza agachada. José, también ruborizado, la observa buscando las primeras
palabras que decir.
Al fin las encuentra y una sonrisa ilumina su rostro. Dice:
- Te saludo, María. Te vi cuando eras una niña de pocos días… Yo era amigo de
tu padre y tengo un sobrino de mi hermano Alfeo que era muy amigo de tu madre,
su pequeño amigo, pues ahora no tiene más que dieciocho años, y, cuando tú
todavía no habías nacido, siendo sólo un niñito, ya alegraba las tristezas de
tu madre, que lo quería mucho. No nos conoces porque viniste aquí siendo muy
pequeñita. Pero en Nazaret todos te quieren y piensan en ti, y hablan de la
pequeña María de Joaquín, cuyo nacimiento fue un milagro del Señor, que hizo
verdecer a la estéril… Yo me acuerdo de la tarde en que naciste…
Todos la recordamos por el prodigio de una gran lluvia que salvó los campos, y
de una violenta tormenta durante la cual los rayos no quebraron ni siquiera un
tallito de brezo silvestre, tormenta que terminó con un arco iris de
dimensiones y belleza no vistas nunca más. Y… ¿quién no recuerda la alegría de
Joaquín? Te mecía enseñándote a los vecinos… Considerándote una flor venida del
Cielo, te admiraba, y quería que todos te admirasen. ¡Oh, dichoso y anciano
padre que murió hablando de su María, tan bonita y buena y que decía palabras
llenas de gracia y de saber!… ¡Tenía razón al admirarte y al decir que no
existe ninguna más hermosa que tú! ¿Y tu madre? Llenaba con su canto el ángulo
en que estaba tu casa. Parecía una alondra en primavera durante la gestación, y
luego, cuando te amamantaba. Yo hice tu cuna, una cunita toda de entalladuras
de rosas, porque así la quiso tu madre. Quizás esté todavía en la casa, ahora
cerrada… Yo soy viejo, María. Cuando naciste, yo ya hacía mis primeros
trabajos. Ya trabajaba… ¡Quién me iba a decir que te hubiera tenido por esposa!
Quizás hubieran muerto más felices los tuyos, porque éramos amigos. Yo enterré
a tu padre, llorándole con corazón sincero porque fue para mí maestro bueno
durante la vida.
María levanta muy despacio el rostro,
sintiéndose cada vez más segura al oír cómo le habla José, y cuando alude a la
cuna sonríe levemente, y cuando José habla de su padre le tiende una mano y
dice:
- Gracias, José - Un “gracias” tímido y delicado.
José toma entre sus cortas y fuertes manos de carpintero esa manita de jazmín,
y la acaricia con un afecto que pretende inspirar cada vez más tranquilidad.
Quizás espera otras palabras, pero María vuelve a guardar silencio. Entonces
continúa hablando él:
- La casa, como sabes, está intacta, menos la parte que fue derribada por orden
consular para transformar en calle el sendero para los convoyes de Roma. Pero
las parcelas de cultivo, las que te han quedado — porque ya sabes… la
enfermedad de tu padre consumió mucho tus haberes — están un poco abandonadas.
Hace ya más de tres primaveras que los árboles y las cepas no conocen podadera de
hortelano, y la tierra está sin cultivar y, por tanto, dura. Pero los árboles
que te vieron cuando eras pequeñita están todavía allí, y, si me lo permites,
yo me ocuparé inmediatamente de ellos.
- Gracias, José. Pero, ya trabajas…
- Trabajaré en tu huerto durante las primeras y las últimas horas del día.
Ahora el tiempo de luz se va alargando cada vez más. Para la primavera quiero
que todo esté en orden, para alegría tuya. Mira, ésta es una ramilla del
almendro que está frente a la casa. Quise coger ésta… — se puede entrar por
cualquier parte por el seto destruido, pero ahora le haré de nuevo sólido y
fuerte —, quise coger ésta pensando que si yo hubiera sido el elegido — no lo
esperaba porque soy consagrado nazareno, y he obedecido porque se trataba de una
orden del Sacerdote, no por deseos de casamiento —, pensando, te decía, que el
tener una flor de tu jardín te habría alegrado. Aquí la tienes, María. Con ella
te doy mi corazón, que, como ella, hasta ahora, ha florecido sólo para el
Señor, y que ahora florece para ti, esposa mía.
María coge la ramita. Se la ve emocionada, y
mira a José con una cara cada vez más segura y radiante. Se siente segura de
él. Cuando él dice: «Soy consagrado nazareno», su rostro se muestra todo
luminoso y encuentra fuerzas para decir:
- Yo también soy toda de Dios, José. No sé si el Sumo Sacerdote te lo ha dicho…
- Me ha dicho sólo que tú eres buena y pura y que debes manifestarme un voto
tuyo, y que fuera bueno contigo. Habla, María. Tu José desea hacerte feliz en
todos tus deseos. No te amo con la carne. ¡Te amo con mi espíritu, santa
doncella que Dios me otorga! Debes ver en mí un padre y un hermano, además de
un esposo. Ábrete a mí como con un padre, abandónate en mí como con un hermano.
- Ya desde la infancia me consagré al Señor. Sé que esto no se hace en Israel,
pero yo sentía una Voz que me pedía mi virginidad en sacrificio de amor por la
venida del Mesías. ¡Hace mucho tiempo que Israel lo espera!… ¡No es demasiado
el renunciar por esto a la alegría de ser madre!.
José la mira fijamente, como queriendo leer en su corazón, y luego coge las dos
manitas que tienen todavía entre los dedos la ramita florecida, y dice:
- Pues yo también uniré mi sacrificio al tuyo, y amaremos tanto con nuestra
castidad al Eterno, que Él dará antes a la Tierra al Salvador, permitiéndonos
ver su Luz resplandecer en el mundo. Ven, María. Vamos ante su Casa y juremos
amarnos como lo hacen los ángeles entre sí. Luego iré a Nazaret a prepararlo
todo para ti, en tu casa si quieres ir a ella, en otra parte si así lo deseas.
- En mi casa… En el fondo había una gruta… ¿Todavía está?
- Está, pero ya no es tuya… Yo, de todas formas, te haré otra gruta donde
estarás fresca y tranquila en las horas más calurosas. La haré lo más parecida
posible. Y… dime, ¿quién quieres que esté contigo?
- Nadie. No tengo miedo. La madre de Alfeo, que siempre viene a verme, me hará
compañía un poco durante el día, y por la noche prefiero estar sola. Ningún mal
me puede suceder.
- Bueno, y ahora estoy yo… ¿Cuándo debo venir a recogerte?
- Cuando tú quieras, José.
- Pues entonces vendré cuando la casa esté en orden. No pienso tocar nada.
Quiero que encuentres todo como lo dejó tu madre, pero quiero también que esté
llena de luz y bien limpia para acogerte sin tristeza. Ven, María. Vamos a
decirle al Altísimo que le bendecimos.
Y no veo nada más. Me queda, eso sí, en el corazón el sentido de seguridad que
experimenta María…
Esponsales de la Virgen y José, que fue
instruido por la Sabiduría para ser custodio del Misterio
¡Qué guapa está María, rodeada de sus amigas y
sus maestras jubilosas, vestida para los esponsales! Entre aquéllas está
también Isabel. Va toda vestida de blanquísimo lino, tan seríceo y fino que
parece de preciosa seda. Ciñe su grácil cintura un cinturón burilado de oro y
plata, hecho todo de medallones unidos por delgadas cadenas — cada uno de los
medallones es una filigrana engastada en la pesada plata bruñida por el tiempo
— y, quizás porque es demasiado largo para Ella, que todavía es una delicada
jovencita, le pende por delante con los tres últimos medallones, cayendo entre
los pliegues del vestido amplísimo, que a su vez termina en una pequeña cola
debido a su largura. Calzan sus piececitos unas sandalias de piel blanquísima
con hebillas de plata.
El vestido está sujeto al cuello por una
cadenita de rosetas de oro y de filigrana de plata, que presentan en pequeño el
mismo motivo del cinturón. La cadenita pasa a través de los anchos ojales del
amplio cuello del vestido, acortándolo, por tanto, en frunces que forman como
una pequeña puntilla. El cuello de María sobresale entre ese candor fruncido,
con la gracia de un tierno tallo fajado con una gasa preciada, y así parece aún
más grácil y blanco: un tallito de azucena culminado por su rostro de lirio, el
cual, por la emoción, se ve aún más pálido y más puro: un rostro de hostia
purísima.
El pelo ya no le pende sobre los hombros. Está
graciosamente dispuesto en nudo de trenzas. Unas valiosas horquillas de plata
bruñida, con un trabajo de filigrana que cubre enteramente la parte superior
del arco, sujetan las trenzas. El velo materno se apoya sobre ellas y
desciende, formando lindos pliegues, por debajo del estrecho aro que lleva
ajustado a la frente blanquísima; desciende hasta las caderas, porque María no
tiene la altura de su madre y el velo le llega más abajo de ellas, mientras que
a Ana le llegaba sólo a la cintura.
No lleva anillos en las manos; en las muñecas, unas pulseras. Pero estas
muñecas son tan delgadas, que las pesadas pulseras maternas se apoyan sobre el
dorso de las manos y quizás, si sacudiera las manos, se caerían al suelo.
Las compañeras la miran absortas desde todos
los puntos, y con maravilla. Con sus preguntas y con sus frases de admiración
crean un festivo trinar de gorrioncillos.
-¿Son de tu madre?
- Antiguas, ¿verdad?
-¡Qué bonito, Sara, ese cinturón!
-¿Y este velo, Susana? ¡Mira que finura! ¡Fíjate estas azucenas tejidas en el
velo!
- ¡Déjame ver las pulseras, María! ¿Eran de tu madre?
- Las llevó ella, pero son de la madre de Joaquín, mi padre.
-¡Oh, mira! Tienen el sigilo de Salomón entrelazado con sutiles ramitas de
palma y olivo, y entre ellas hay azucenas y rosas. ¡Oh! ¿Quién habrá realizado
un trabajo tan perfecto y minucioso?
- Son de la casa de David - explica María - Hace ya siglos que las llevan las
mujeres de esta estirpe cuando se van a casar, y van pasando a las herederas.
-¡Ah, ya! Tú eres hija heredera…
-¿Te han traído todo de Nazaret?
- No. Cuando murió mi madre, mi prima se llevó a su casa el ajuar para
conservarlo sin que se dañase. Ahora me lo ha traído.
-¿Dónde está? ¿Dónde está? Enséñanoslo a las amigas.
María no sabe qué hacer… Quisiera ser amable, pero no querría remover todas las
cosas, que están ordenadas en tres pesados baúles.
Vienen en su ayuda las maestras:
- El novio está para llegar. No es el momento de crear confusión. Dejadla. Que
la cansáis. Id a prepararos».
El gárrulo enjambre se aleja un poco enfadado. María puede así gozar en paz de
la compañía de sus maestras, las cuales le dirigen palabras de alabanza y
bendición. Isabel también se ha acercado, y, dado que María, emocionada, llora
porque Ana de Fanuel la llama hija y la besa con un afecto verdaderamente
maternal, le dice:
- María, tu madre no está presente, pero sí está presente. Su espíritu se
regocija junto al tuyo, y, mira, las cosas que llevas te traen de nuevo su
caricia. En ellas sientes aún el sabor de sus besos. Un día ya lejano, el día
en que viniste al Templo, me dijo: “Le he preparado los vestidos y el ajuar
para cuando se case, porque quiero ser yo la que le haya hilado las telas y le
haya hecho los vestidos, para no estar ausente en el día de su alegría".
Mira, al final, cuando yo la asistía, ella quería todas las noches acariciar
tus primeros vestidos y este que llevas ahora, y decía: “Aquí siento el olor de
jazmín de mi pequeñuela, aquí quiero que Ella sienta el beso de su mamá".
¡Cuántos besos dio a este velo que cubre tu frente! ¡Más besos que hilos
tiene!… Y, cuando uses estas telas hiladas por ella, piensa que más que la
estambre los ha hecho el amor de tu madre. Y estas joyas… Tu padre las salvó
para ti incluso en los momentos difíciles, para que te embellecieran, como
corresponde a una princesa de David, en este momento. Alégrate, María. No estás
huérfana; los tuyos están contigo, y quien va a ser tu marido es tan perfecto,
que es para ti padre y madre…
-¡Oh, sí! ¡Eso es verdad! No puedo quejarme de él, ciertamente. En menos de dos
meses ha venido dos veces, y hoy viene por tercera vez, desafiando a las
lluvias y al tiempo ventoso, declarándose sujeto a mí… Fíjate: ¡sujeto a mí!
¡Yo, que soy una pobre mujer, y mucho más joven que él! Y no me ha negado nada.
Es más, ni siquiera espera a que yo pida. Parece como si un ángel le dijera lo
que deseo, y me lo dice él antes de que yo hable. La última vez me dijo:
“María, creo que preferirás estar en tu casa paterna. Dado que eres hija
heredera, lo puedes hacer, si lo ves oportuno. Yo iré a tu casa. Solamente para
observar el rito, tú vas durante una semana a casa de Alfeo, mi hermano. María
te quiere ya mucho. De allí partirá la tarde de la boda el cortejo que te
llevará a casa". ¿No es amable por su parte? No le ha importado ni
siquiera el dar pie a la gente para decir que él no tiene una casa que me
guste… A mí me hubiera gustado en todo caso, por estar él, que es tan bueno, en
ella. Pero sin duda prefiero la mía… por los recuerdos… ¡Oh, José es bueno!
-¿Qué dijo del voto? Todavía no me has comentado nada.
- No puso ninguna objeción. Es más, conocidas las razones del mismo, dijo:
“Uniré mi sacrificio al tuyo".
-¡Es un joven santo!- dice Ana de Fanuel.
El “joven santo” entra en este momento, acompañado de Zacarías.
Su figura es, literalmente hablando, espléndida. Todo de amarillo oro, parece
un soberano oriental. Bolsa y puñal penden de un espléndido cinturón: aquélla,
de tafilete bordado en oro; el puñal, en una vaina con guarniciones bordadas en
oro, también de tafilete. Cubre su cabeza un turbante, la típica faja de tela
como la llevan todavía ciertos pueblos de África, los beduinos por ejemplo; lo
sujeta en torno un valioso arito de oro, delgado, que ciñe unos ramitos de
mirto. Viste majestuosamente un manto completamente nuevo con muchas franjas.
Está radiante de alegría. En las manos lleva unos ramitos de mirto en flor.
Saluda diciendo:
-¡A ti la paz, mi prometida! Paz a todos.
Recibido el saludo de respuesta, dice:
- Vi tu alegría el día en que te di la ramita de tu huerto. He pensado traerte
este mirto que procede de la gruta que tanto estimas. Quería haberte traído las
rosas que están enfrente de tu casa, las primeras que están floreciendo ahora;
pero las rosas no duran varios días de viaje… Habría llegado trayendo sólo
espinas, y yo a ti, dilecta mía, te quiero ofrecer sólo rosas, y quiero sembrar
tu camino de flores blandas y perfumadas, para que apoyes tu pie sobre ellas y
no encuentres ni inmundicias ni asperezas.
-¡Oh, gracias, hombre de corazón bueno! ¿Cómo has logrado que llegara fresco?
- He atado a la silla un recipiente y he metido dentro estas ramitas con las
flores todavía en capullo. Durante el viaje han florecido. Tómalas, María. Que
tu frente se enguirnalde de pureza, símbolo de la mujer prometida; aunque
siempre será mucho menor que la pureza que hay en tu corazón.
Isabel y las maestras engalanan a María con la florida guirnaldita que se forma
al fijar en el precioso aro los ramitos cándidos del mirto, e intercalan unas
pequeñas, cándidas rosas, que había en un jarrón encima de un arca.
María hace ademán de coger su amplio manto cándido para colocárselo prendido a
los hombros. Pero su prometido le precede en el gesto y le ayuda a fijar con
dos hebillas de plata, en los hombros, este amplio manto suyo. Las maestras
disponen los pliegues con amor y gracia.
Todo está preparado. Mientras esperan a no sé qué, José dice (lo dice
apartándose un poco con María):
- He pensado este tiempo en tu voto. Ya te dije que lo comparto. Pero, cuanto
más pienso en ello, más me doy cuenta de que no es suficiente el nazireato
temporal, aunque se vaya renovando. Yo te he comprendido, María. No merezco
todavía la palabra de la Luz, pero sí me llega un murmullo de su voz, y ello me
pone en condiciones de leer tu secreto, al menos en sus líneas maestras. Soy un
pobre ignorante, María. Soy un pobre obrero. Ni sé de letras ni tengo tesoros,
mas a tus pies pongo mi tesoro, para siempre. Mi castidad absoluta, para ser
digno de estar a tu lado, Virgen de Dios, “hermana mía, novia, cerrado huerto,
fuente sellada", como dice el Antepasado nuestro, que quizás escribió el
Cantar viéndote a ti… Yo seré el guardián de este huerto de perfumes en que se
dan las más preciadas frutas, donde mana una vena de agua viva con ímpetu
suave: ¡tu dulzura, prometida mía, que con tu candor — ¡oh, llena de hermosura!
— me has conquistado el espíritu! ¡Oh, tú, más hermosa que una aurora; Sol, que
resplandeces porque te resplandece el corazón; oh, toda amor para con tu Dios y
para con el mundo al que quieres dar el Salvador con tu sacrificio de mujer!
¡Ven, mi amada!
Y coge delicadamente su mano para guiarla hacia la puerta.
Los siguen todos los demás. Afuera se añaden las joviales compañeras,
enteramente de blanco todas ellas y con velos.
Van por patios y pórticos, entre la muchedumbre observadora, hasta llegar a un
punto que ya no pertenece al Templo; parece, más bien, una sala dada para el
culto, como se deduce de la existencia en ella de lámparas y rollos de
pergaminos como en las sinagogas. Los novios caminan hasta llegar frente a un
alto atril (casi una cátedra), y esperan. Los demás, perfectamente en orden, se
ponen detrás de ellos. Otros sacerdotes y gente simplemente curiosa se agolpan
en el fondo de la sala.
Entra, solemne, el Sumo Sacerdote. Rumor de los curiosos:
-¿Es él el que los casa?
- Sí, porque es de casta real y sacerdotal. La novia es flor de David y Aarón,
y virgen del Templo; el novio, de la tribu de David.
El Pontífice pone la mano derecha de la novia en la del novio y los bendice
solemnemente:
- El Dios de Abraham, Isaac y Jacob esté con
vosotros. Que El os una y se cumpla en vosotros su bendición, dándoos su paz y
una numerosa descendencia con larga vida y muerte beata en el seno de Abraham.
Luego se retira, solemne como había entrado.
Se lleva a cabo la promesa recíproca. María es la prometida-esposa de José.
Todos salen y, en perfecto orden, van a una sala, en la cual se redacta el
contrato de matrimonio, donde se dice que María, hija heredera de Joaquín de
David y Ana de Aarón, da como dote a su prometido-esposo su casa y bienes
anejos y su ajuar personal así como cualquier otro bien heredado de su padre.
Todo queda cumplido.
Los esposos salen al patio, lo atraviesan, van hacia la salida, que está cerca
de la sección de las mujeres dedicadas al Templo. Los está esperando un carro
cómodo y voluminoso. Va provisto de una cortina protectora. En él ya están
colocados los pesados baúles de María.
Despedidas, besos y lágrimas, bendiciones, consejos, recomendaciones… María
sube con Isabel y se pone en el interior del carro; en la parte de delante se
ponen José y Zacarías. Se han quitado los mantos de fiesta y se han arrollado
en unas capas oscuras.
El carro se pone en marcha, al trote pesado de
un caballazo oscuro. Los muros del Templo se alejan, y luego los de la ciudad.
Ya se ve el campo, nuevo, fresco, florido bajo los primeros soles de la
primavera, con los trigos ya alzados un buen palmo del suelo, que parecen
esmeraldas transformadas en hojitas ondulantes bajo una brisa ligera con sabor
a flores de
melocotonero y manzano, con sabor a tréboles en flor y a hierbabuenas
silvestres.
María llora en voz baja, al amparo de su velo, y, de vez en cuando, corre un
poco la cortina y mira una vez más al Templo lejano, a la ciudad dejada…
La visión cesa así.
Dice Jesús:
-¿Qué dice el libro de la Sabiduría al cantar sus alabanzas?: “En la sabiduría
está presente, efectivamente, el espíritu de inteligencia, santo, único,
múltiple, sutil". Y continúa enumerando sus dotes, para terminar el
período con estas palabras: “… que todo lo puede, todo lo prevé; que comprende
a todos los espíritus, inteligente, puro, sutil. La sabiduría penetra con su pureza,
es vapor de la virtud de Dios… por ello en ella no hay nada impuro… imagen de
la bondad de Dios. Es única y, no obstante, lo puede todo; es inmutable y da
vida nueva a todas las cosas; se comunica a las almas santas; forma a los
amigos de Dios y a los profetas".
Ya has visto cómo José, no por cultura humana,
sino por instrucción sobrenatural, sabe leer en el libro sellado de la Virgen
sin mancha; y cómo se acerca extremamente a las verdades proféticas con ese su
“ver” un misterio sobrehumano donde los demás veían únicamente una gran virtud.
Impregnado de esta sabiduría, que es vapor de la virtud de Dios y emanación
cierta del Omnipotente, se conduce con espíritu seguro por el mar de este
misterio de gracia que es María, se armoniza con Ella con espirituales
contactos — en que se hablan, más que los labios, los dos espíritus en el
sagrado silencio de las almas — donde sólo Dios oye voces que perciben también
los que le son gratos por servirle con fidelidad y por estar llenos de Él.
La sabiduría del Justo, que aumenta por la unión con la Toda Gracia y por la
cercanía a Ella, le prepara a penetrar en los secretos más altos de Dios y a
poderlos tutelar y defender de insidias humanas y demoníacas. Y
contemporáneamente lo va renovando. Del justo hace un santo; del santo, el
custodio de la Esposa y del Hijo de Dios.
Sin quitar el sello de Dios, él, el casto, que ahora lleva su castidad a
heroísmo angélico, puede leer la palabra de fuego escrita sobre el diamante
virginal por el dedo de Dios, y en él lee aquello que su prudencia no dice, y
que es mucho más grande que lo que leyó Moisés en las tablas de piedra. Y a fin
de que ningún ojo profano alcance este Misterio, él se pone, como sel lo sobre
el sello, como arcángel de fuego, a la entrada del Paraíso, dentro del cual el
Eterno encuentra sus delicias “paseando al fresco del atardecer” y hablando con
Aquella que es su amor, bosque de azucena en flor, aura perfumada de aromas,
viento suave de frescura matutina, hermosa estrella, delicia de Dios. La nueva
Eva está allí, en su presencia. No es hueso de sus huesos ni carne de su carne;
sí, compañera de su vida, Arca viva de Dios. Él la recibe para tutelarla, y a
Dios debe restituírsela, pura como la ha recibido.
“Desposada con Dios” estaba escrito en ese
libro místico de inmaculadas páginas… Y cuando la duda, sibilante, en la hora
de la prueba, le sugirió su tormento, él, como hombre y como siervo de Dios,
sufrió, como ninguno, por causa del temido sacrilegio. Pero ésta fue la prueba
futura. Ahora, en este tiempo de gracia, él ve y se pone a sí mismo al servicio
más auténtico de Dios. Luego vendrá la tempestad de la prueba, como para todos
los santos, para ser probados y venir así a ser ayudantes de Dios.
¿Qué se lee en el Levítico? “Di a Aarón, tu hermano, que no entre en cualquier
tiempo en el santuario que está detrás del Velo, ante el Propiciatorio que
cubre al Arca, para no morir — pues Yo apareceré en la nube sobre el oráculo —,
si no hace antes estas cosas: ofrecerá un novillo por el pecado y un carnero
como holocausto; llevará la túnica de lino y con calzones de lino cubrirá su
desnudez".
Y verdaderamente José entra, cuando Dios quiere
y cuanto Dios quiere, en el santuario de Dios; y traspasa el velo que cela el
Arca sobre la cual está suspendido el Espíritu de Dios; y se ofrece a sí mismo
y ofrecerá al Cordero, holocausto por el pecado del mundo, expiación de tal
pecado? Y esto lo hace, vestido de lino, mortificados los miembros viriles para
abolir su sensualidad, la cual, una vez, al inicio de los tiempos, triunfó, lesionando
el derecho de Dios sobre el hombre; mas ahora será conculcada en el Hijo, en la
Madre y en el padre adoptivo, para restituir a los hombres a la Gracia y
devolverle a Dios su derecho sobre el hombre. Esto lo hace con su castidad
perpetua.
¿No estaba José en el Gólgota? ¿Os parece que
no está en el número de los corredentores? En verdad os digo que fue el primero
de ellos, y que grande es, por tanto, ante los ojos de Dios. Grande por el
sacrificio, la paciencia, la constancia y la fe.
¿Qué fe será mayor que ésta, que creyó sin haber visto los milagros del Mesías?
Sea alabado mi padre adoptivo, ejemplo para vosotros de aquello que en vosotros
más falta: pureza, fidelidad y perfecto amor. Gloria al magnífico lector del
Libro sellado, que fue instruido por la Sabiduría para saber comprender los
misterios de la Gracia y que fue elegido para tutelar la Salvación del mundo
contra las insidias de todos los enemigos.
Los Esposos llegan a Nazaret
El más azul de los cielos de un apacible
febrero se extiende sobre las colinas de Galilea. Las suaves colinas que no he
visto nunca en este ciclo de la Virgen niña, y que me son ya tan familiares al
ojo como si hubiera nacido entre ellas. La calzada principal, refrescada por
lluvia reciente, caída quizás la noche anterior, no tiene polvo, mas tampoco
barro. Presenta aspecto compacto y limpio, como si fuera una calle de ciudad, y
avanza, sinuosa, entre dos hileras de espino albar en flor: una nevada con
sabor amargoso y a bosque, interrumpida una y otra vez por las monstruosas
aglomeraciones de los cactus, con sus hojas carnosas en forma de paleta,
erizadas de pinchos y decoradas con los enormes granates de sus originales
frutos, crecidos sin tallo sobre las hojas, las cuales, por su color y forma,
evocan siempre en mí profundidades marinas y bosques de corales y medusas, u
otros animales de los mares profundos. Las hileras de espino sirven como cercas
de las propiedades privadas, por lo cual se extienden en todas las direcciones
formando un caprichoso trazado geométrico de curvas y de ángulos, de rombos,
cuadrados, semicírculos, triángulos con las más inverosímiles formas agudas u
obtusas; es un trazado enteramente asperjado de blanco: como una cinta llena de
fantasía que hubieran extendido así, por diversión, a lo largo de los campos;
sobre ella vuelan, pían, cantan, a centenares, pajaritos de toda especie,
sintiendo la alegría del amor y dedicados a rehacer sus nidos. Al otro lado de
las hileras de espino están los campos, con los trigos todavía verdes, pero
aquí ya más altos que en los campos de Judea, y prados llenos de flores, y en
ellos — como contrapunto de las ligeras nubecillas del cielo, que el ocaso tiñe
de rosa o de un lila tenue o violeta o de un opalino colorado de azul o de un
naranja-coral —, a centenares, las nubes vegetales de los árboles frutales,
blancas, rosadas, rojas, en todas las tonalidades del blanco, rosa y rojo.
Con el suave viento de la tarde, caen
revoloteando de los árboles florecidos los primeros pétalos: parecen bandadas
de mariposas buscando polen en las flores del campo. Entre árbol y árbol,
festones de vid aún desnuda: sólo en la parte alta de los festones, en la parte
donde más da el sol, las primeras hojitas se abren, inocentes, extrañadas,
palpitantes. El Sol se pone, sereno, en el cielo — ¡qué apacible con ese azul
suyo que la luz hace aún más claro! — y a lo lejos titilan, reflejándolo, las
nieves del Hermón y de otras cumbres lejanas.
Un carro avanza por la calzada, el carro que lleva a José y a María y a los
primos de Ella; el viaje está tocando a su fin. María mira con el ojo ansioso
de quien quiere conocer, o mejor, reconocer, aquello que ya un día vio, pero no
lo recuerda, y sonríe cuando una sombra de recuerdo vuelve y se posa, como una
luz, en esta o aquella cosa, en este o aquel punto. Isabel le ayuda a recordar,
y también Zacarías y José, señalando esta o aquella cumbre, esta o aquella
casa. Casas, sí. Porque Nazaret ya aparece extendida sobre la ondulación de su
colina. Recibiendo por la izquierda el Sol ya ocultándose, muestra, con
pinceladas de rosa, el color blanco de sus casitas, anchas y bajas, culminadas
por una terraza. Algunas de ellas, al darles el sol de lleno, parecen, de lo
rojas que se han puesto las fachadas, estar al lado de un fuego. Y el sol
enciende también el agua de los bajos pozos, que no tienen casi brocal, de
donde suben, chirriando, los cubos para la casa o los odres para la huerta.
Niños y mujeres se acercan al borde de la
calzada, queriendo ver el interior del carro, y saludan a José, que es muy
conocido en el lugar. Pero luego se muestran titubeantes y tímidos ante las
otras tres personas. Sin embargo, dentro ya de la pequeña ciudad, no hay
titubeos ni temor. Mucha, mucha gente de todas las edades está a la entrada del
pueblo bajo un rústico arco hecho con flores y ramas, y nada más que el carro
aparece por detrás del recodo de la última casa de campo, que está colocada
oblicuamente, se produce un verdadero gorjeo de voces agudas y un agitarse de
ramas y flores. Son las mujeres, las chiquillas y los niños de Nazaret que
saludan a la novia. Los hombres, más contenidos, están detrás de este seto
agitado y gorjeante, y saludan con gravedad.
María, ahora que la cortina ha sido quitada,
dejando al descubierto el carro — lo habían hecho ya antes de llegar al pueblo,
porque el sol ya no molestaba, y para permitirle a María el ver bien su tierra
natal — aparece en su belleza de flor. Blanca y rubia como un ángel, sonríe con
bondad a los niños, que le echan flores y besos, a las jóvenes de su edad, que
la llaman por el nombre, a las mujeres casadas, a las madres, a las ancianas,
que la bendicen con sus voces cantadoras. Inclina su cabeza ante los hombres, y
especialmente ante uno de ellos, que quizás es el rabino o la personalidad
principal del pueblo.
El carro prosigue por la calle principal a paso
lento, seguido de la muchedumbre por un buen trecho, muchedumbre para la que
esta llegada es un acontecimiento.
- Esa es tu casa, María- dice José señalando con el látigo una casita que está
justo en la base de una ondulación de la colina, y que tiene en la parte de
atrás un hermoso y amplio huerto, exuberante, que termina en un pequeño olivar.
Más allá, la consabida cerca de espino albar y cácteas señala el límite de la
propiedad. Las tierras, que fueron de Joaquín, están al otro lado…
- Te ha quedado poco, ¿ves?- dice Zacarías - La enfermedad de tu padre fue
larga y económicamente cara. Y caros fueron también los gastos para reparar el
daño que hizo Roma. ¿Lo ves? La calle le ha cortado a la casa sus tres
principales habitaciones. Se ha quedado más pequeña. Para ampliarla sin gastos
excesivos, se cogió una parte del monte que forma una gruta; Joaquín tenía en
ese lugar las provisiones y Ana sus telares. Haz con esto lo que creas más
oportuno.
-¡Que sea poco no importa! Siempre me será suficiente. Me pondré a trabajar…
- No, María — es José quien habla — Yo seré quien trabaje. Tú sólo tejerás y
coserás las cosas de la casa. Soy joven y fuerte, y soy tu esposo. No me
atormentes viéndote trabajar.
- Haré como tú quieras.
- Sí, en esto yo quiero. Para todas las demás cosas tu deseo es ley, pero en
esto no.
Ya han llegado. El carro se detiene.
Dos mujeres y dos hombres, respectivamente de unos cuarenta y cincuenta años,
están a la puerta, y muchos niños y jovencitos están con ellos.
- Dios te dé paz, María - dice el hombre más anciano. Una de las mujeres se
acerca a María, la abraza y la besa.
- Es mi hermano Alfeo, y María, su mujer, y éstos son sus hijos. Han venido
expresamente para recibirte y felicitarte y decirte que su casa es tuya, si así
lo deseas - dice José.
- Sí, ven, María, si te resulta penoso vivir sola. El campo es bonito en
primavera y nuestra casa está en medio de campos floridos. Tú serás su más
hermosa flor - dice María de Alfeo.
- Gracias, María. Yo iría con mucho gusto, y alguna vez iré; iré, sin duda,
para la boda… Pero, deseo vivamente ver, reconocer mi casa. La dejé siendo muy
pequeña y se me ha desdibujado su imagen… Ahora esta imagen la encuentro de
nuevo… y me parece como si encontrara de nuevo a mi madre perdida, a mi padre
amado, el eco de las palabras de ellos… y el aroma de su último respiro. Siento
como si ya no fuera huérfana, porque me abrazan de nuevo estas paredes…
Compréndeme, María -
Aparece un poco el llanto en la voz de María, y también en sus pestañas.
María de Alfeo responde:
- Querida mía, como tú quieras. Quiero que me sientas hermana y amiga y un poco
madre incluso, porque soy mucho más mayor que tú.
La otra mujer, que se ha acercado entretanto, dice:
- María, quiero saludarte. Soy Lía, la amiga de tu madre. Te vi nacer. Este es
Alfeo, sobrino de Alfeo y muy amigo de tu madre. Lo que hice por tu madre, si
quieres, lo haré por ti. Mira, mi casa es la que está más cerca de la tuya y
tus parcelas de terreno son ahora nuestras. Pero, si quieres venir hazlo cuando
te apetezca, en cualquier momento. Abrimos un paso en el cercado y así
estaremos juntas, sin dejar de estar cada una en su casa. Este es mi marido.
- Os doy las gracias a todos y por todo; por todo el amor que habéis tenido a
los míos, y por todo el amor que me tenéis a mí. Que Dios todopoderoso os
bendiga por ello.
Descargan los pesados baúles y los meten en la casa. Entran. Reconozco ahora
que es la casita de Nazaret, como será luego, durante la vida de Jesús.
José toma de la mano — un gesto habitual en él — a María, y entra así. Pero en
el umbral de la puerta le dice:
- Ahora, aquí, en el umbral de esta puerta, quiero de ti una promesa: que
cualquier cosa que te suceda, o cualquier cosa que necesites, tu único amigo,
la única persona en quien pienses para solicitar ayuda, sea yo, y que, bajo
ningún motivo, debas sufrir sola ninguna pena. Yo estoy a tu entera
disposición, y para mí será una satisfacción el hacerte feliz el camino, y,
dado que la felicidad no siempre está en nuestra mano, al menos, hacértelo
tranquilo y seguro.
- Te lo prometo, José.
La siguiente cosa es abrir puertas y ventanas… El último sol entra curioso.
María se ha quitado el manto y el velo. Menos las flores de mirto, todavía va
vestida como en los esponsales. Sale al huerto, que presenta un aspecto
exuberante. Mira, sonríe, y, todavía de la mano de José, da un paseo. Se la ve
como quien volviera a tomar posesión de un lugar perdido.
José le muestra el resultado de sus trabajos:
- Mira, aquí he cavado para recoger el agua de la lluvia, porque estas cepas
están siempre sedientas. A este olivo le he vuelto a cortar las ramas más
viejas para darle vigor; y he plantado estos manzanos, porque dos estaban
muertos; y luego, allí he plantado unas higueras. Cuando crezcan resguardarán a
la casa del sol excesivo y de las miradas curiosas. La pérgola es la misma que
había; lo único que he hecho ha sido cambiar los palos que estaban
deteriorados, y también una labor de poda. Espero que dé muchas uvas. Y aquí,
mira - y la lleva, orgulloso, hacia el terreno en pendiente que resguarda la
casa por detrás y que es límite del huerto por el lado de tramontana - y. aquí
he excavado una pequeña gruta, y la he reforzado, y, cuando agarren estas
plantas, será casi igual que la que tenías. Falta el manantial… pero, espero
hacer llegar aquí desde el manantial un regatillo. Pienso trabajar durante las
largas tardes de verano cuando venga a verte…
-¿Cómo es eso? - dice Alfeo. « ¿No vais a celebrar la boda este verano?
- No. María quiere tejer los paños de lana, que es lo único que le falta a su
ajuar. Y a mí eso me satisface. María es tan joven, que el esperar un año o más
no es nada. Entretanto se ambienta a la casa…
-¡Bueno! Tú siempre has sido un poco distinto de los demás, y lo sigues siendo.
No sé quién pudiera no tener prisa en tener por esposa a una flor como María,
¡y tú metes meses por medio!…
- Alegría muy esperada, alegría más intensamente gustada - responde José con
una sonrisa sutil.
El hermano se encoge de hombros y dice:
-¿Y entonces? Según tus planes, ¿cuándo vas a pensar en la boda?
- Cuando María cumpla dieciséis años. Después de la fiesta de los Tabernáculos.
¡Dulces serán las tardes de invierno para los recién casados!… - Y sigue
sonriendo mirando a María: una sonrisa que conlleva un pacto secreto y
delicado; de una castidad fraterna consoladora.
Luego continúa caminando y explicando:
- Ésta es la habitación grande que había en el monte. Si te parece bien, cuando
venga, instalaré en ella mi taller. Está unida, pero no forma parte de la casa.
Así no molestaré con los ruidos, o creando otros trastornos. No obstante, si no
quieres que sea así…
- No, José; así está muy bien.
Vuelven a entrar en la casa. Encienden las lámparas.
- María está cansada - dice José - Dejémosla tranquila con sus primos.
Saludos de todos los que se marchan… José se queda todavía unos minutos y habla
con Zacarías en voz baja.
- Tu primo te deja a Isabel durante un poco. ¿Contenta? Yo sí, porque te
ayudará a… ser una perfecta ama de casa; con ella podrás colocar como quieras
tus cosas y tu ajuar, y yo vendré todas las tardes a ayudarte; con ella podrás
conseguir lana y todo lo que necesites, y yo me encargaré de los gastos.
Acuérdate de que has prometido que recurrirías a mí para todo. Adiós, María.
Duerme el primer sueño de señora en esta casa tuya, y que el ángel de Dios te
lo haga sereno. Que el Señor sea siempre contigo.
- Adiós, José. Queda tú también bajo las alas del ángel de Dios.
- Gracias, José, por todo. En la medida en que pueda, te pagaré por tu amor,
con el mío.
José saluda a los primos y sale.
Y con él cesa la visión.
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