"Ventana abierta"
Cuarta Semana de Adviento
Simeón, el anciano
guarda, estaba sentado a la ventana. Miraba caer la nieve y pensaba
en le tiempo pasado. Tenía veinte años y había pasado más de sesenta
cuidando las puertas de Belén. Las habría por la mañana con los primeros rayos
del sol. Y por la noche con los últimos rayos las volvía a cerrar. ¡Había visto
tanta gente entrar y salir gente del pueblo! Con el tiempo, había aprendido
distinguir las intenciones de cada uno: buenas o malas. Ahora sus fuerzas le
abandonaban y le costaba levantar la gran llave. En cuanto a la puerta, era tan
pesada que el anciano Simeón no podía abrirla. Un guarda joven había tomado su
puesto. Simeón era sólo era responsable de una pequeña puerta al Este del
pueblo. Jamás en su vida la había visto abierta. Sin embargo se le
llamaba” la Puerta Alta”. Cuando había comenzado su carrera de guardián,
su predecesor le había confiado la llave, y le había recomendado cuidar que no
se herrumbrase. Pues añadió:” Un día será necesario abrir la
Puerta Alta. Cuando haya llegado el momento, lo sabrás con certeza”.
Durante todo el tiempo
de su servicio, Simeón había cuidado la llave.
¿Llegará el momento de
abrir la Puerta Alta? Sumido en estos pensamientos el anciano se levanto
cuidadosamente de su silla. Fue hacia el armario y sacó a la llave. Después
volvió a sentarse en la ventana, mirando caer la nieve silenciosa. Simeón
frotaba la nieve con le punta del manto de lana. Era una llave de hierro, pero
ahora relucía como una llave de plata. Simeón volvió a pensar en las palabras
de su predecesor. “Un día, habrá que abrir la
Puerta Alta. Cuando haya llegado el momento lo sabrás”.
Cada vez que pensaba en
esto, el anciano se preguntaba si, por descuido, no habría dejado pasar la gran
ocasión y no se habría dormido en el momento oportuno.
En ese instante, le
pareció que el cielo se aclaraba al Este, como si las nubes de nieve se
abriesen en esa dirección. La luz se intensificaba y tomó forma de una puerta
alta toda dorada.
Y la puerta se abrió, y
un niño pasó por el umbral, miró a su alrededor y luego con su manita hizo un
gesto en dirección al viejo guarda. El niño comenzó a descender hacia la
Tierra, por un camino que no era visible. Siempre miraba de nuevo a Simeón que
observaba la escena estupefacto. De repente el anciano gritó: “¡La
Puerta Alta!” El niño se dirige hacia la Puerta Alta, mientras
que yo me quedo al calor mirando boquiabierto”. Se levantó con sus viejas
piernas lo más rápido posible. Envuelto en su manto de lana, salió en la nieve
hacia la muralla del Este del pueblo. En el camino no se cruzó con nadie. No
era de extrañar: por el tiempo que hacía, la gente se quedaba en sus casas. El
anciano no veía ya la puerta de oro en el cielo, pero hacia el este veía todo
el tiempo un resplandor.
Llegó por fin la
Puerta Alta. Introdujo la llave que había cuidado tanto, en la
cerradura y se abrió fácilmente sin ningún ruido. El niño estaba en el umbral.
Tendió su mano pequeña a Simeón: “Gracias por haber escuchado la llamada y
haberme abierto la puerta”, le dijo; “mira, yo he dejado también una puerta
abierta, es para ti”.
El viejo guarda levantó
sus ojos y vio en el cielo la puerta de oro. Estaba abierta, muy grande: un
camino luminoso conducía hasta ella. Simeón, radiante de alegría, se dirigió
enseguida hacia la puerta de los cielos. El niño le siguió con la mirada hasta
hubo desaparecido.
Después de unos días,
todo el mundo se preguntaba donde estaría el viejo guarda. Salieron
en su busca pero nadie lo encontró- Así, unos extranjeros habían llegado al
pueblo: un hombre, una mujer joven, y un burro, que el guarda estaba seguro de
no haberlos visto pasar. ¿Cómo habían entrado?
Asombrado, el joven
guarda fue a controlar la Puerta Alta: ¡Estaba completamente abierta
y la llave había quedado en la cerradura! “¡El viejo Simeón ha debido perder la
cabeza! Ha abierto la puerta y se ha ido”, murmuró. “Cerró la puerta llevándose
la llave”.
Jamás se dudó que aquél que debía entrar por la Puerta Alta estaba ya en el pueblo.
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