"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA
¡Mañana
es Pentecostés! La solemnidad que celebra la venida del
Espíritu Santo sobre el colegio apostólico reunido en torno a María, la madre
de Jesús. Si bien la Iglesia gira en torno al Misterio Pascual de Cristo, es el
Espíritu quien guía a los pecadores que la componemos para tomar las decisiones
más humanas de Su Iglesia. Por eso ha perdurado dos mil años, a pesar de las
debilidades de sus miembros.
Las lecturas que nos propone la liturgia para hoy nos presentan el pasaje
final del libro de los Hechos de los Apóstoles (28,16-20.30-31) y la conclusión
del Evangelio según san Juan (21,20-25).
La lectura de Hechos nos narra la actividad de Pablo durante su primer
cautiverio en Roma, y cómo su cautiverio (aunque estaba en lo que hoy
llamaríamos “arresto domiciliario”) no fue impedimento para que él continuara
su misión evangelizadora; estando preso, recibía a todos los que acudían a
visitarle, “predicándoles el reino de Dios y enseñando lo que se refiere al
Señor Jesucristo con toda libertad, sin estorbos”.
Aun estando en prisión, supo experimentar la verdadera libertad producto
de sentirse amado por Dios y estar haciendo su voluntad. Mediante su testimonio
en Roma, Pablo da cumplimiento a la promesa y el mandato de Jesús a sus
discípulos antes de su Ascensión: “recibirán la fuerza del Espíritu Santo que
descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y
Samaria, y hasta los confines de la tierra”.
Desde el principio hasta el final, vemos en el libro de los hechos de los
Apóstoles la acción del Espíritu Santo en el desarrollo y expansión de la
Iglesia por todo el mundo conocido.
El relato evangélico, por su parte, nos presenta la continuación del
pasaje de ayer, con el diálogo entre Jesús y Pedro, que concluyó con el mandato
de Jesús: “Sígueme”. Jesús le había dicho a Pedro que él iba a seguir su misma
suerte, que iba a experimentar el martirio. Pedro probablemente se siente
orgulloso de seguir los pasos del Señor. Entonces ve que Juan les está
siguiendo mientras caminan, y ese deseo humano de compararse con los demás, de
saber si otro va a tener el mismo privilegio que yo, le lleva a preguntarle a
Jesús: “Señor, y éste ¿qué?”.
El mero hecho de referirse a Juan como “este”, implica cierto grado de
orgullo, de aire de superioridad. Después de todo, ya había sido “escogido”
para tomar las riendas de la Iglesia naciente. Jesús no pierde tiempo e
inmediatamente lo baja de su pedestal: “Si quiero que se quede hasta que yo
venga, ¿a ti qué? Tú sígueme”. En otras palabras, cumple tu misión, y deja lo
demás en las manos del Padre.
Nuestra Iglesia es Santa, pero está compuesta por pecadores que aspiramos
a la santidad; y solo guiados y asistidos por el Espíritu puede seguir adelante
y llevar a cabo su misión evangelizadora para que se cumpla la voluntad del
Padre: que no se pierda ninguna de las ovejas de su rebaño.
¡Ven Espíritu Santo!
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