"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA VISITACIÓN
DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA
“¿Quién soy yo para que me visite la madre de
mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría
en mi vientre”.
Hoy celebramos la Fiesta de la Visitación de la
Santísima Virgen María a su prima Isabel. La liturgia nos regala ese hermoso
pasaje del Evangelio según san Lucas (1,39-56) que nos relata el encuentro
entre María e Isabel. Comentando sobre este pasaje san Ambrosio dice que fue
María la que se adelantó a saludar a Isabel puesto que es la Virgen María la
que siempre se adelanta a dar demostraciones de cariño a quienes ama.
Continúa narrándonos la lectura que al escuchar
el saludo de María, Isabel se llenó de Espíritu Santo y dijo a voz en grito:
“¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo
para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos,
la criatura saltó de alegría en mi vientre”.
¿Qué fuerza tan poderosa acompañó aquél saludo
de María? Nada más ni nada menos que la presencia viva de Jesús en su vientre,
unida a la fuerza del Espíritu Santo que la había cubierto con su sombra
produciendo el milagro de la Encarnación. En ocasiones anteriores hemos dicho
que el Espíritu Santo es el Amor infinito que se profesan el Padre y el Hijo
que se derrama sobre nosotros. Ese mismo Espíritu contagió a Isabel y a la
criatura que llevaba en su vientre, haciéndoles comprender el misterio que
tenían ante sí, llenándolos de la alegría que solo podemos experimentar cuando
nos sentimos inundados del Amor de Dios.
Una anécdota cuenta de un prisionero en un
campo de concentración que, en sus momentos de más aflicción, imploraba este
don con una sencilla jaculatoria: “¡Salúdame, María!”
En el momento de la Anunciación, el mismo
Espíritu que fue responsable del lanzamiento de la Iglesia misionera (Hc
2,1-40), impulsó a María a partir en su primera misión para asistir a su
pariente Isabel, quien por ser de edad avanzada necesitaba ayuda. ¡Y qué ayuda
le llevó! La fuerza del Espíritu Santo que le permitió reconocer la presencia
del Hijo, bajo la mirada amorosa del Padre. ¡La Santísima Trinidad!
Así, la primera misión de María comenzó allí
mismo, en la Anunciación. Ante la insinuación de Ángel de que su prima Isabel
estaba encinta, inmediatamente se puso en camino, presurosa, hacia el hogar de
su prima. Pudo haberse quedado en la comodidad y tranquilidad de su hogar
adorando a Jesús recién concebido en su seno.
Tampoco se detuvo a pensar en los peligros del
camino. Más bien, se armó de valor y, a pesar de su corta edad (unos dieciséis
años), partió con el Niño en su seno virginal. María misionera salió de
Nazaret, simplemente para servir… Algunos autores, al describir esta primera
misión de María, la llaman “custodia viva”, describiendo ese viaje como la
primera “procesión de Corpus”. El alma de María había sido tocada por el que
vino a servir y no a ser servido, y optó por seguir sus pasos no obstante los
obstáculos, mostrándonos el ejemplo a seguir.
Del mismo modo, cada vez que visitamos a un
enfermo, o a un envejeciente, o a cualquier persona que necesita ayuda o
consuelo, y le llevamos el amor del Padre y el Hijo que se derrama sobre
nosotros en la forma del Espíritu Santo, estamos siguiendo los pasos de María
misionera.
En esta Fiesta de la Visitación, imploremos a
María con la misma jaculatoria del prisionero de la anécdota, diciendo con fe:
“¡Salúdame María!”
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