"Ventana abierta"
Web católico de Javier
El portero del botiquín
No había en el pueblo
peor oficio que el de portero del botiquín. Pero ¿qué otra cosa podría hacer
aquel hombre? De hecho, nunca había aprendido a leer ni a escribir, no tenía
ninguna otra actividad ni oficio.
Un día se hizo cargo del botiquín un joven con inquietudes,
creativo y emprendedor. El joven decidió modernizar el negocio. Hizo cambios y
después citó al personal para darle nuevas instrucciones. Al portero, le dijo:
- A partir de hoy, usted, además de estar en la puerta, me va
a preparar una lista semanal donde registrará la cantidad de personas que
entran día a día y anotará sus comentarios y recomendaciones sobre el servicio.
El hombre tembló, nunca le había faltado disposición al
trabajo pero...
- Me encantaría satisfacerlo, señor - balbuceó - pero yo...
yo no sé leer ni escribir.
- Ah! ¡Cuánto lo siento!
- Pero señor, usted no me puede despedir, yo trabajé en esto
toda mi vida.
- Mire, yo le comprendo, pero no puedo hacer nada por usted.
Le vamos a dar una indemnización para que tenga dinero hasta que encuentre otra
cosa. Así que, lo siento. Que tenga suerte.
Y sin más, se dio vuelta y se fue. El hombre sintió que el
mundo se derrumbaba. Nunca había pensado que podría llegar a encontrarse en esa
situación. ¿Qué hacer? Recordó que en el botiquín, cuando se rompía una silla o
se arruinaba una mesa, él, con un martillo y clavos lograba hacer un arreglo
sencillo y provisorio. Pensó que esta podría ser una ocupación transitoria
hasta conseguir un empleo. El problema es que sólo contaba con unos clavos
oxidados y una tenaza mellada.
Usaría parte del dinero para comprar una caja de herramientas
completa. Como en el pueblo no había una ferretería, debía viajar dos días en
mula para ir al pueblo más cercano a realizar la compra.
¿Qué más da? Pensó, y emprendió la marcha. A su regreso,
traía una hermosa y completa caja de herramientas. De inmediato su vecino llamó
a la puerta de su casa.
- Vengo a preguntarle si no tiene un martillo para prestarme.
- Mire, sí, lo acabo de comprar pero lo necesito para
trabajar... como me quedé sin empleo...
- Bueno, pero yo se lo devolvería mañana bien temprano.
- Está bien.
A la mañana siguiente, como había prometido, el vecino tocó
la puerta.
- Mire, la verdad es que todavía necesito el martillo. ¿Por
qué no me lo vende?
- No, yo lo necesito para trabajar y además, la ferretería
está a dos días de mula.
- Hagamos un trato -dijo el vecino- Yo le pagaré los dos días
de ida y los dos de vuelta, más el precio del martillo, total usted está sin
trabajar. ¿Qué le parece?
Realmente, esto le daba trabajo por cuatro días, así que
aceptó. Volvió a montar su mula. Al regreso, otro vecino lo esperaba en la
puerta de su casa.
- Hola, vecino. ¿Usted le vendió un martillo a nuestro amigo?
- Sí...
- Yo necesito unas herramientas, estoy dispuesto a pagarle
sus cuatros días de viaje, más una pequeña ganancia. Yo no dispongo de tiempo
para el viaje.
El ex-portero abrió su caja de herramientas y su vecino
eligió una pinza, un destornillador, un martillo y un cincel. Le pagó y se fue.
"...No dispongo de cuatro días para compras", recordaba. Si esto era
cierto, mucha gente podría necesitar que él viajara para traer herramientas. En
el siguiente viaje, arriesgó un poco más del dinero trayendo más herramientas
que las que había vendido. De paso, podría ahorrar tiempo en viajes. La voz
empezó a correrse por el barrio y muchos quisieron evitarse el viaje.
Una vez por semana, el ahora comerciante de herramientas
viajaba y compraba lo que necesitaban sus clientes. Alquiló un local para
almacenar las herramientas y algunas semanas después, con una vidriera, el
local se transformó en la primera ferretería del pueblo.
Todos estaban contentos y compraban en su negocio. Ya no
viajaba, los fabricantes le enviaban sus pedidos. Él era un buen cliente. Con
el tiempo, las comunidades cercanas preferían comprar en su ferretería y ganar
dos días de marcha. Un día se le ocurrió que su amigo, el tornero, podría
fabricar para él las cabezas de los martillos. Y luego, ¿por qué no? Las
tenazas... y las pinzas... y los cinceles. Y luego fueron los clavos y los
tornillos...
En diez años, aquel hombre se transformó, con honestidad y
trabajo, en un millonario fabricante de herramientas. Un día decidió donar a su
pueblo una escuela. Allí se enseñaría, además de leer y escribir, las artes y
oficios más prácticos de la época. En el acto de inauguración de la escuela, el
alcalde le entregó las llaves de la ciudad, lo abrazó y le dijo:
- Es con gran orgullo y gratitud que le pedimos nos conceda
el honor de poner su firma en la primera hoja del libro de actas de la nueva
escuela.
- El honor será para mí - dijo el hombre -. Creo que nada me
gustaría más que firmar allí, pero yo no sé leer ni escribir. Yo soy
analfabeto.
¿Usted? - dijo el Alcalde, que no alcanzaba a creerlo ¿Usted
construyó un imperio industrial sin saber leer ni escribir? Estoy asombrado. Me
pregunto, ¿qué hubiera sido de usted si hubiera sabido leer y escribir?
- Yo se lo puedo contestar - respondió el hombre con calma -.
Si yo hubiera sabido leer y escribir... ¡sería el portero del botiquín!
Generalmente, ciertos cambios son vistos como adversidades. Las adversidades pueden convertirse en bendiciones. Las crisis están llenas de oportunidades. Saber adaptarse al cambio será la opción más recomendada. La Biblia nos dice en Romanos 8:28 “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien”.
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