"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL
MARTES DE LA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (1)
El mejor ejemplo de aquellos que lo dejan todo
por seguir a Jesús lo encontramos en los sacerdotes y religiosos(as) que
abandonan patria y parentela para dedicar su vida al Evangelio.
La liturgia nos brinda hoy la continuación de
la lectura evangélica de ayer, que nos relataba el episodio del hombre rico que
se marchó triste cuando Jesús le dijo que para conseguir la vida eterna tenía
que vender todo lo que tenía y repartir el dinero que obtuviera entre los
pobres. Lo que Jesús le pedía estaba más allá de su capacidad, pues vivía muy
apegado a sus bienes.
Hoy leemos (Mc 10,28-31) cómo, cuando el hombre
se va decepcionado, Pedro toma la palabra y le dice a Jesús: “Ya ves que
nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. Aunque Marcos no lo
explicita en su relato, en la versión de Mateo (Mt 19,27b) Pedro le formula una
pregunta: “¿Qué nos tocará a nosotros?” (Otras versiones dicen: “¿Qué
recibiremos?”). Probablemente están pensando todavía en puestos y privilegios…
Jesús le contesta: “Os aseguro que quien deje
casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por
el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más –casas y hermanos
y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones–, y en la edad futura,
vida eterna. Muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros”.
Jesús enfatiza el seguimiento radical que Él
espera de los que nos llamamos sus discípulos. Lo hemos repetido en
innumerables ocasiones. En el seguimiento de Jesús no hay términos medios, no
hay condiciones, no hay tiempo de espera. Cuando Jesús nos dice “Sígueme”, o lo
seguimos, o nos quedamos a la vera del camino. Como decimos en Puerto Rico: “Se
nos va la guagua (autobús, colectivo, etc.)”
Lo que Jesús nos pide para alcanzar la
salvación no es fácil. Nos exige romper con todas las estructuras que generan
apegos, para entregarnos de lleno a una nueva vida donde lo verdaderamente
importante son los valores del Reino. Solos no podemos. Entonces podemos
preguntarnos: ¿quién podrá salvarse? Solo Dios salva; solo quien se abandona
totalmente a la voluntad de Dios alcanza la vida eterna. Como decía Jesús a sus
discípulos en la lectura evangélica de ayer: “Es imposible para los hombres, no
para Dios. Dios lo puede todo”.
La promesa de hoy no se trata de cálculos
aritméticos. No podemos esperar “cien casas”, o “cien” hermanos, o padres, o
madres, o hijos biológicos, o tierras a cambio de dejar los que tenemos ahora.
Lo que se nos promete es que vamos a recibir algo mucho más valioso a cambio. Y
no hablamos de valor monetario. ¿Quién puede ponerle precio al amor de Dios; a
la vida eterna; a la “corona de gloria que no se marchita” (1 Pe 5,4)? Para los
que creemos en Jesús y le creemos a Jesús, la vida eterna no es promesa vacía,
es una realidad de mayor valor que todo aquello a que podamos renunciar para
seguirle.
Pero, contrario a la predicación de las
llamadas “iglesias de la prosperidad”, ese premio no viene solo, viene
acompañado de persecuciones, de “cruces” aquí en este mundo. En eso Jesús es
consistente también (Cfr.
Mt 16,24; Lc 14,27). Y para los que le creemos a Jesús, aun esas persecuciones
se convierten en un premio (Cfr.
Hc 5,41).
El mejor ejemplo de aquellos que lo dejan todo
por seguir a Jesús lo encontramos en los sacerdotes y religiosos(as) que
abandonan patria y parentela para dedicar su vida al Evangelio. Hoy, pidamos
especialmente por ellos, para que el Señor les colme de alegría, sabiendo que
desde ya están recibiendo su premio.
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