"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL DOMINGO
DE PENTECOSTÉS
Aposento alto o cenáculo en Jerusalén, lugar
donde se celebró la última cena y luego ocurrió la manifestación del Espíritu
en Pentecostés.
Hoy celebramos la gran solemnidad de
Pentecostés, que conmemora la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles
mientras se encontraban reunidos en oración, junto a la María, la madre de
Jesús, y otros discípulos, siguiendo las instrucciones y esperando el
cumplimiento de la promesa del Señor quien, según la narración de Lucas en el
libro de los Hechos de los Apóstoles, en el momento en que iba a ascender al
Padre les pidió que no se alejaran de Jerusalén y esperaran la promesa del
Padre. La promesa “que yo les he anunciado. Porque Juan bautizó con agua, pero
ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo, dentro de pocos días” (Hc
1,4b-5). Y luego añadió: “recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá
sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y
hasta los confines de la tierra” (1,8).
Se refería Jesús a la promesa que Jesús les
había hecho de enviarles su Santo Espíritu: “Os conviene que yo me vaya; porque
si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré”
(Jn 16,7). Jesús ya vislumbra en el horizonte aquella Iglesia a la cual Él
confiaría continuar su misión. Hasta ahora han estado juntos, él ha permanecido
con ellos. Pero tienen que “ir a todo el mundo a proclamar el Evangelio”. Cada
cual por su lado; y Él no puede físicamente acompañarlos a todos. Al enviarles
el Espíritu Santo, este podrá acompañarlos a todos. Así podrá hacer cumplir la
promesa que les hizo antes de marcharse: “Y he aquí que yo estoy con ustedes
todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
En ocasiones anteriores hemos dicho que la fe
es la acción del creer, es actuar conforme a lo que creemos, es confiar
plenamente en la palabra de Dios. Más que creer en Dios es creerle a Dios,
creer en sus promesas.
Los apóstoles llevaron a cabo un acto de fe.
Creyeron en Jesús y le creyeron a Jesús. Por tanto, estaban actuando de
conformidad: Permanecieron en Jerusalén, y perseveraban en la oración con la
certeza de que el Señor enviaría su Santo Espíritu sobre ellos. Y como sucede
cada vez que llevamos a cabo un acto de fe, vemos manifestada la gloria y el
poder de Dios. En este caso ese acto de fe se tradujo en la venida del
Espíritu Santo sobre los apóstoles y María la madre de Jesús, episodio que nos
narra la primera lectura de hoy (Hc 2,1-11). Nos dice la lectura que “de
repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa
donde se encontraban”.
Cuando pensamos en Pentecostés siempre pensamos
en las “lengüitas de fuego”, y pasamos por alto la ráfaga de viento que
precedió a las lenguas de fuego. Las últimas representan, no al Espíritu en sí,
sino a una de sus manifestaciones, el carisma de hablar en lenguas extranjeras
(xenoglosia). El poder pleno del Espíritu que recibieron aquél día está
representado en la ráfaga de viento. De ahí que la Iglesia, congregada
alrededor de María, recibió algo más; recibió la plenitud del Espíritu y con él
la valentía, el arrojo para salir al mundo y enfrentar la persecución, la
burla, la difamación que enfrenta todo el que acepta ese llamado de Jesús:
“sígueme”. Así, aquellos hombres que habían estado encerrados por miedo a las
autoridades que habían asesinado a Jesús, se lanzan a predicar la buena nueva
de Jesús resucitado a todo el mundo.
Si invocamos el Espíritu Santo, no hay nada que nos dispongamos a hacer por el Reino que no podamos lograr. Y tú, ¿lo has invocado?
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