"Ventana abierta"
De la mano de María Héctor
L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA QUINTA SEMANA DEL T.O. (2)
La lectura evangélica
que nos presenta la liturgia para este sábado de la vigesimoquinta semana del
tiempo ordinario (Lc 9, 43b-45) se sitúa, dentro de la narración de Lucas,
justo al final de la actividad de Jesús en Galilea, antes del comienzo de la
“subida” de Jesús a Jerusalén.
Hasta ahora hemos visto el
éxito de la predicación de Jesús, pero sobre todo el entusiasmo y admiración
generados entre la gente que lo seguía, motivados primordialmente por sus
milagros y portentos. Una admiración “ficticia”. Jesús quería asegurarse que
sus discípulos no se dejaran apantallar por el éxito de su gestión; quería
apartar de ellos toda expectativa de mesianismo terrenal, enfatizando el fin
que le aguardaba, y cómo ese final habría de ser la culminación de su misión
salvadora.
En el pasaje que contemplamos
ayer (Lc 9,18-22), vimos el primer anuncio de la pasión: “El Hijo del hombre
tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y
escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.
La lectura de hoy, que
contiene el segundo anuncio de la pasión en el relato de Lucas, comienza
reiterando “la admiración general por lo que (Jesús) hacía”. Tal parece que los
discípulos se dejaban contagiar fácilmente por ese entusiasmo. Jesús percibe
esto y, por el lenguaje fuerte que utiliza, parece regañar a sus discípulos:
“Meteos bien esto en la cabeza: al Hijo del hombre lo van a entregar en manos
de los hombres”. Es como si les dijera: “entiéndanlo bien, cabezones”.
A pesar de que el lenguaje
utilizado por Jesús alude claramente a los profetas Daniel (7,13-14) e Isaías
(53,2-12), los discípulos no lo entendieron. “Pero ellos no entendían este
lenguaje; les resultaba tan oscuro que no cogían el sentido”. No “cogían el sentido”
porque estaban disfrutando vicariamente del éxito de Jesús; algo así como
cuando el manejador, los luminotécnicos, sonidistas y músicos, se disfrutan el
éxito de un famoso cantante. Estaban embriagados por la fama de su maestro.
La realidad es que no
comprendían porque no querían comprender. No querían dañar aquello tan bueno
que estaban sintiendo. Por eso “les daba miedo preguntarle sobre el asunto”.
Algo parecido nos sucede a
nosotros cuando queremos disfrutar del amor, de la bondad y misericordia de
Dios, pero no queremos saber de la “cruz”. Preferimos tararear pretendiendo que
cantamos, como los niños malcriados, para no escuchar cuando Jesús nos dice:
“El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz
y me siga” (Mt 16,24). Tan solo nos gustan los pasajes “bonitos”, como cuando
nos dice: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los
aliviaré” (Mt 11,28).
Se nos olvida que la Cruz representa el mayor acto de amor, el triunfo definitivo de Jesús sobre la muerte, el camino hacia la Gloria. En palabras de Lope de Vega: “Sin Cruz no hay Gloria ninguna, ni con Cruz eterno llanto, Santidad y Cruz es una, no hay Cruz que no tenga santo, ni santo sin Cruz alguna”.
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