"Ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2)
“Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua
para los pies; ella, en cambio, me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los
ha enjugado con su pelo”.
La lectura evangélica que nos ofrece la
liturgia para hoy (Lc 7,36-50) nos presenta el pasaje de “la pecadora
perdonada”.
El Antiguo Testamento nos había presentado la
misericordia de Dios. Los relatos evangélicos nos muestran un Jesús que se
atribuye a sí mismo el poder de perdonar los pecados, poder que solo le
pertenece a Dios. Jesús no se limita a enseñarnos que el Padre está dispuesto a
perdonarnos nuestros pecados, sino que Él mismo perdona los pecados. La
explicación a esta actitud de Jesús nos la da Él mismo: “Yo y el Padre somos
una sola cosa” (Jn 10,30).
Desde el comienzo de su misión mesiánica Jesús
deja claro que Él tiene poder para perdonar los pecados: “El Hijo del hombre
tiene poder en la tierra para perdonar los pecados” (Mc 2,10). Vemos cómo Él
mismo repite reiteradamente en los relatos evangélicos: “tus pecados te son
perdonados”, o frases similares que resultaban blasfemas para los escribas y
fariseos quienes no reconocían la divinidad de Jesús.
En el pasaje de hoy encontramos a una pecadora
que se postra ante Jesús, lava sus pies con sus lágrimas, los unge con perfume
y los besa. Esa mujer arrepentida nos proporciona la clave para obtener el
perdón de los pecados (siempre volvemos a lo mismo, ¿no?): el Amor. “‘Sus
muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se
le perdona, poco ama’. Y a ella le dijo: ‘Tus pecados están perdonados’”. Es el
amor lo que nos lleva al arrepentimiento y a buscar la reconciliación. Aquella
pecadora conoció el amor de Jesús y le reciprocó con la misma intensidad de sus
pecados. Y en ese amor conoció el perdón, que es fruto del Amor.
Vemos también cómo, al final del pasaje, Jesús
le dice a la pecadora: “Tu fe te ha salvado, vete en paz”. La pecadora del
relato no solo creyó en Jesús y en su poder sanador de cuerpo y alma, sino que
convirtió su creencia en acción. Y esa acción le valió el perdón de sus pecados
y la Vida Eterna.
Más tarde, luego de su Resurrección, Jesús
confiaría ese “ministerio” del perdón de los pecados a los apóstoles y a sus
sucesores, quienes conferirían el perdón, no por sí mismos, sino por el poder
del Dios a través de la acción del Espíritu Santo que les infundió: “Al
decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: ‘Reciban el Espíritu Santo. Los
pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a
los que ustedes se los retengan’” (Jn 20,22-23). La misma sensación de paz que
sintió aquella pecadora la podemos sentir nosotros al escuchar las palabras
absolutorias en el sacramento de la reconciliación.
La lectura de hoy nos recuerda que mientras más
grande sean nuestros pecados, más grande es el Amor que recibiremos de Él si
nos acercamos con un corazón genuinamente arrepentido. “Un corazón quebrantado
y humillado, tú no lo desprecias” (Sal 50).
Por eso, a la primera oportunidad que tengas, ve a reconciliarte con el Señor, ¡Aprovecha ese regalo tan hermoso que Jesús te dejó!
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