"Ventana abierta"
¿Estará
Jesús durmiendo?
Heraldos
del Evangelio
Por allí había un banquito que el sacristán usaba para encender las velas de los grandes candelabros del altar y el niño no lo dudó: lo arrastró hasta el sagrario y se subió en él, golpeando suavemente la puerta del tabernáculo, llamando a Jesús...
Hna. Lucilia María Ribeiro Matos, EP
Ocurre muchas veces
que no todos los miembros de una misma familia son personas religiosas. Este
hecho repercute enormemente en los niños, que sufren al ver a su padre o a su
madre, a un tío o a los abuelos alejados de la Iglesia y de las devociones que ellos,
en la pureza de su corazón, ya van alimentando desde pequeños.
Era lo que le pasaba
a Roberto. Su madre, Zulmira, era una buena mujer, muy piadosa y trabajadora.
En casa siempre daba buen ejemplo a sus hijos y a su esposo, Alfredo. Sin
embargo, éste era muy obstinado. Cumplía las obligaciones del cabeza de
familia, pero dejaba la religión a cargo de su esposa, y no quería oír hablar
de Misas, oraciones ni de cualquier otro tipo de devoción. Zulmira sufría con
eso y los niños también. Todas las noches, después de cenar, reunía a Roberto y
Manuel, el hijo mayor, y rezaba con ellos el Rosario a los pies de la Virgen
del Buen Consejo. Le pedían que aconsejase a Alfredo a retomar el buen camino y
no perdían nunca las esperanzas. La madre les contaba muchas historias sobre la
intercesión de María y de Jesús, infundiéndoles también una gran devoción al
Santísimo Sacramento, a quien visitaban todos los domingos en la Misa.
No obstante, Alfredo
estaba cada vez más cerrado en sí mismo y sólo quería trabajar, comer, dormir y
divertirse con sus amigos, sin preocuparse con nada religioso. Estaba incluso
más distante de su familia.
En varias ocasiones
los niños encontraron a su madre derramando discretas lágrimas…
Mientras tanto a
Manuel le había llegado la hora de aprender el catecismo. Con siete años
cumplidos empezaba a frecuentar la catequesis de la parroquia los sábados por
la mañana, preparándose para hacer la Primera Comunión. Roberto sólo tenía
cinco años y aún no podía acompañarle, porque ni siquiera había aprendido a
leer. Pero iba con su madre a llevar y recoger a su hermano a la sacristía de
la iglesia parroquial. Manuel volvía contando muchas historias de niños piadosos y de santos, de ángeles, de Jesús y María, cosa que dejaba encantado al
pequeño.
Un sábado llegaron
muy temprano para buscar a Manuel y la clase aún no había terminado. El
profesor autorizó que Roberto se quedara al fondo de la sala oyendo. El maestro
estaba hablando sobre las maravillas obradas por Jesús en la Sagrada
Eucaristía:
— Jesús está en la
iglesia, dentro del sagrario, esperando la visita de cada uno de vosotros. Se
pone muy contento cuando un niño va a hacerle un poquito de compañía. Y estad
seguros de que todo lo que le pidáis, en la Sagrada Eucaristía, Él os lo
concede de verdad.
Roberto se quedó muy impresionado con esa afirmación y se desentendió de las palabras del profesor…, y antes de que acabara la clase, salió de la sacristía y se escapó a la iglesia, solito. Había un ambiente de mucha paz. Estuvo un momento admirando las luces de los vitrales que coloreaban las columnas y el suelo del templo, así como el gran altar de mármol.
Se dirigió al presbiterio, subió los escalones despacito y se acercó al enorme sagrario de oro, que parecía brillar más esa mañana. Llegó muy cerquita e intentó llamar a la puerta, pero era tan pequeño que no la alcanzaba. Su corazón latía apresurado y estaba emocionado por estar tan cerca de Jesús.
Por allí había un
banquito que el sacristán usaba para encender las velas de los grandes
candelabros del altar y no lo dudó ni un instante: lo arrastró hasta el
sagrario y se subió en él. Golpeando suavemente la puerta del tabernáculo,
balbuceó:
— Jesús… Jesús…
Al no obtener ninguna
respuesta habló más alto:
— ¡Jesús! ¡Jesús!
Silencio… No respondía nadie.
Entonces pensó
consigo mismo:
— ¿Jesús estará
durmiendo y no me oye?
Y acercando su cabeza
a aquella puerta bendita (que ahora relucía aún más a causa de un rayo de sol
que empezaba a incidir en ella, iluminando el altar y al niño), puso las manos
a la altura de la boca y gritó:
— ¡¡¡Despierta,
Jesús, tengo que hablar contigo!!! ¡Oh maravilla! De dentro del sagrario se oyó
una voz grave que resonaba en el templo vacío:
— Sí, hijo mío. Aquí
estoy para ayudarte. ¿Qué necesitas?
— ¡Ay Jesús! Quería
pedirte que conviertas a mi padre. Es muy bueno, pero no quiere oír hablar de
rezar y mi madre está sufriendo mucho…
— No te preocupes,
Roberto. Tu visita me ha alegrado tanto que voy a convertir a tu padre. Vete en
paz.
— Muchas gracias,
Jesús.
Se bajó y se fue con
su madre que estaba entrando en la iglesia junto con Manuel para despedirse del
Señor, pues ya había terminado la catequesis, y le dijo:
— Mamá, hoy papá va a
rezar con nosotros. Me lo ha dicho Jesús.
La mujer solamente
sonrió, sin comprender las palabras de su hijo, y regresaron a casa.
Esa noche, después de
la cena, cuando iban a empezar a rezar, Alfredo se acercó, incómodo, manoseando
un rosario, algo nervioso, y preguntó:
— ¿Puedo rezar yo también?
Roberto tiró de la mano de su padre y le dio un abrazo diciendo:
— ¡Claro que sí,
papá! Te estábamos esperando…
Después de la
oración, Alfredo, con lágrimas en los ojos, le pidió perdón a su familia por
haber sido tan obstinado y se arrepentía de estar tan alejado de Dios. Decía
que sintió que la Virgen en su advocación del Buen Consejo le había hecho
comprender lo bueno que es Jesús y cómo sin Él no somos nada.
Y, en su corazón, Él
le había dicho que lo esperaba, en su inmensa misericordia, desde hacía mucho
tiempo.
Al día siguiente, Alfredo fue el primero en apuntarse a ir a Misa, pues quería confesarse antes, para “limpiar su alma”, como decía él. Y en adelante no dejaría de visitar nunca más a Jesús en el Santísimo Sacramento, con la certeza de que Él estaba allí, en todo momento, a la espera de nuestra compañía y dispuesto a atendernos.
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