Aromas de una pasión.
María Florencia Vallée.
Envuelto entre las cáscaras de limón que iban cayendo de la mesada, corría de un extremo a otro de ella con el simple hecho de no olvidar ni un detalle. El cuchillo plateado esperaba a un costado ser usado por cuarta vez para cortar un nuevo ingrediente. Un simple paño servía de lavadero entre apuros. Corridas que no eran urgencia.
Un reloj de roble colgado en una pared de costado, intentaría marcar una hora inventada, pues las pilas ya no tenían la resistencia que hacía 5 meses atrás. El olvido que generó su pasión las había descuidado. Ahora sólo podría guiarse por uno pequeño que se balanceaba en un imán colgado de la heladera, que con el vaivén de la abertura y cierre de ésta, se iba corriendo más y más hasta terminar rebotando en la cerámica oscura.
Los descuidos de él, dejarían más de una vez la puerta abierta. ¿Para qué? Por el miedo a querer más detalles que agregarle a una cena. Y seguía cortando. Eran las 10 de la noche y un apuro que no tenía sentido. Tan detallista y tan alborotado al mismo tiempo. Burbujas creaban un próximo hervor en una salsa suave que hacia con el sólo hecho de satisfacer a una persona. Pero rápidamente un manotazo hacia una merilla que funcionaria de controlador apagaría un incendio de sabores que explotaban en una cazuela. Seguía tan concentrado que ahora se olvidaría del mundo.
Seguramente lo habría hecho desde el comienzo, eso parecía. Los cubiertos que volaban de mano en mano caían al piso, pero el ruido no parecía afectarle para nada. Ya era un reflejo tomarlos y colocarlos en un secaplatos para luego pasar a ser más del montón. Más de una colección del cual sería un simple número. Una melodía de Diego Torres que ponía alegría al ambiente era su mundo. Tan concentrado pero pendiente de éste. De su mundo.
El pequeño movimiento de caderas de un jeans ya gastado, daba la señal de saber que pasaba fuera de la burbuja, pero los llamados constantes de terceros no lo modificaban en nada. Efectivamente en nada. Peticiones y más pedidos que haría después. Por ahora sólo quería terminarlo. Sus manos como dos cometas que volaban de un estante a otro buscando las especias. Su nariz estaba colorada de aromas fuertes y sabrosos al mismo tiempo, que recorrían el aire de su alrededor. De pronto un reflejo pareció revivirlo, pues su cocción en el horno estaba lista.
Era su pasión pero parecía sufrirla por fuera y disfrutarla a cada segundo por dentro. Una mueca de sonrisa saltaba en su cara cada tanto, algún chiste que captó del mundo exterior le soltó en algún momento, una carcajada maravillosa que cautivaría a toda persona que lo mirase. De pronto levanto la mirada, como buscando una salvación: sólo aquel aceite de soja dejaría complementar la comida, como la sed de un moribundo en un desierto. No hablaba, apenas corrían por su boca dos o tres palabras como asentando que escuchaba, pero no oía, pues sólo oiría el lenguaje de una preparación que necesitaba de sólo su ayuda para ser terminada.
Preparaba una obra de arte que para él sólo tendría sentido si la aprobación de un tercero o un simple “que rico” por parte de éste, se le escapara por momentos. Lágrimas corrían por sus pómulos rosados, que más tarde se volverían mas irritados por un roce de una manga de tela oscura. Ahora sus ojos rojos revelaban que no sólo una cebolla lograría ese estado, sino que era la puerta para dejar caer una gota de una cascada guardada hacía bastantes meses, por obligaciones que lo agobiaban.
Reconocía dentro suyo que muchas veces fueron excusas para usar una imagen con el significado de otra. Tenía miedo. Miedo al rechazo, miedo a la insatisfacción de degustadores, que jamás le había importado tanto. Se descargaba con una tabla de madera, clavando un cuchillo de filo interminable, como el reflejo de la sala contigua en éste. Volvió a sonreír, pero ahora no sabía por qué. Fue como algo que tenía acumulado y tenía que soltar.
Tomando el paño colorido con dibujos pocos distinguibles sacó la casuela del fuego y la dejó caer, como catarata por sobre las papas. Con la punta del trapo retiró todo excedente que tomaría como incómodo cualquier tenedor rebelde, que lograría correr la salsa y volcarla en la mesa. Con sus manos ya un poco hinchadas del esfuerzo por abrir una bebida, se apoyó sobre el borde del mármol negro que servía de mesada.
Respiró hondo, tan lento y suave que relajaría a cualquier oso furioso. Su corazón parecía latir cada vez más y más, al punto que se le notaba en la cara con sonrisas nerviosas. Sus manos ahora se agitaban al compás de una vieja melodía latina que sonaba de fondo y estaban temblorosas como un cartón arrastrado soplado por el viento. Caminó por la sala hasta una mesa donde unas velas coloridas que más tarde encendería, servía de apoyo a la obra de arte. Ahora su mayor miedo sería enfrentado y calmado por esa pequeña personita de 6 años que se reflejaba en sus ojos celestes y que ese día cumplía un año más.
Un beso en la frente, una palmada, y un “te quiero”, en conjunto de una sonrisa de oreja a oreja, serían la satisfacción más grande que pudo obtener ese hombre, después de una hora seguida de labor. Unos faroles cristalizados por emoción, demostraron la felicidad que tenía por dentro aquel momento y que perduraría el resto de su vida.
Fin
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