"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DÉCIMA SÉPTIMA
SEMANA DEL T.O. (1)
“El reino de los cielos se parece también a un
comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender
todo lo que tiene y la compra”.
En la lectura evangélica (Mt 13,44-46) que nos
ofrece la liturgia para hoy, volvemos a contemplar, en forma abreviada, dos de
las siete parábolas del Reino: la del tesoro escondido y la de la perla de gran
valor. ¿Por qué la insistencia de la Liturgia en repetir una y otra vez las
parábolas del Reino?
Toda la misión de Jesús puede resumirse en una
frase: “Tengo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he
sido enviado” (Lc 4,43). Habiendo sido esa la misión de Jesús, no puede ser
otra la misión de la Iglesia. Por eso en sus últimas palabras antes de ascender
al Padre, delegó esa misión a la Iglesia: “Id por todo el mundo y proclamad la
Buena Nueva (del Reino de Dios) a toda la creación” (Mc 16,15).
Anteriormente hemos señalado que Jesús nos está
diciendo que en la vida del cristiano, de su verdadero seguidor, no puede haber
nada más valioso que los valores del Reino. Por eso tenemos que estar
dispuestos a “venderlo” todo con tal de adquirirlos, con tal de asegurar ese
gran tesoro que es la vida eterna. Eso incluye dejar “casas, hermanos,
hermanas, padre, madre, hijos y campos” por el nombre de Jesús. O sea, que no
puede haber nada que se interponga entre nosotros y los valores del Reino.
El que acepta esa misión de parte de Jesús, se
llena de su Palabra, y pone su vida al servicio de esta, tiene “algo” que todos
notan, tal como le sucedió a Moisés en la primera lectura de hoy (Ex 34,29-35).
Nos relata el pasaje que cuando Moisés bajó del monte Sinaí con las tablas que
contenían Palabra de Dios “tenía radiante la piel de la cara”.
Aquí encontramos una marcada diferencia entre
el Antiguo y el Nuevo Testamento. En la primera lectura vemos cómo cuando los
Israelitas vieron a Moisés con el rostro brillante (por haber visto a Dios cara
a cara, como a un amigo) “no se atrevieron a acercarse a él”, y el mismo Moisés
se cubría la cara con un velo. Y es que en el Antiguo Testamento Dios todavía
no se había revelado plenamente; por eso ni tan siquiera se podía pronunciar su
nombre.
No es hasta que la Palabra se encarna,
haciéndose uno con nosotros en todo excepto en el pecado, que Dios se nos revela
plenamente en la persona de Jesús. Ahora podemos verlo, escucharlo, tocarlo,
caminar junto a Él. Es entonces que nos envía su Santo Espíritu que nos permite
llamar Abba a aquél cuyo
nombre era impronunciable.
Y ese Espíritu Santo, que es el Amor entre el
Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros, hace resplandecer nuestros
rostros con ese “algo” imposible de describir que hace a todo el que se cruza
en nuestro camino perciba la presencia de Dios y diga: “Yo quiero de eso”; esa
“perla de gran valor” que los impulsa a vender todo lo que tienen con tal de
adquirirla.
Hoy, pidamos al Señor que derrame su Espíritu
Santo sobre nosotros, de modo que todo el que nos vea lo vea a Él.
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