"Ventana abierta"
Jesús, el tesoro que existe y es para siempre.
En este domingo Jesús
nos sigue hablando del Reino de Dios con parábolas, y en esta ocasión nos
presenta varias parábolas que nos enseñan, por una parte, a valorar lo
que realmente enriquece nuestra vida, y por otra parte, a descubrir la
coexistencia de lo bueno y lo malo en nuestras acciones. Como hoy, en tiempos
de Jesús también había gente ávida de riquezas, gente capaz de despojarse de
todo lo que tenía para poder conseguir más (parábolas del tesoro escondido y la
perla de gran valor). Y por supuesto, Jesús conocía a gente que estimándose
perfectos, se consideraban, por ello, capacitados para juzgar y condenar a los
demás (parábola de la red llena de toda clase de peces) y, además,
desinteresados completamente por atender la novedad de Jesús (parábola del
padre que saca del arca lo viejo y lo nuevo).
Las dos primeras parábolas, la del tesoro escondido y la de la perla de gran valor encontrada, nos hablan de algo muy valioso que aparece de pronto en la vida de la persona, en la línea de nuestro refrán castellano “donde está tu tesoro, allí está tu corazón”. Pero las dos parábolas no son iguales, pues el tesoro estaba escondido y el hombre que lo halló lo encontró por casualidad, casi sin quererlo. En cambio la piedra preciosa no se encuentra por casualidad, sino que el mercader ha ido tras ella a propósito hasta que la encuentra después de un gran esfuerzo. Parece que sean dos cosas opuestas, pero no, dice Jesús que el Reino de los cielos se parece a esos dos casos: lo recibimos gratuitamente, pero al mismo tiempo es recompensa de un esfuerzo. Sea hallado o no por casualidad, se trata de dejar que el Reino, una vez encontrado, nos robe el corazón, nos llene de alegría y nos haga capaces de venderlo todo e invertirlo en la adquisición de ese bien, aunque las otras cosas abandonadas sean buenas, al menos no malas de por sí.
Quizás ganar tesoros, ir en su búsqueda, es el sueño de muchas personas a lo largo de toda la historia humana, y a pesar de ser pocos los que los encuentran, somos capaces de los mayores sacrificios para conseguirlos. ¿Qué es si no el incomprensible deseo de “más tesoro” que estamos viendo en las clases más ricas del país, políticos, financieros… que los mueve a saquear las arcas públicas? ¿Qué es si no la ludopatía más o menos patológica del pueblo?: hay quienes gastan parte de su corto jornal para invertirlo en quinielas, loterías u otros juegos de azar. Esta avaricia lleva algunos a usar el juego para aprovecharse de otros, y nos hemos acostumbrado a jugar, mejor dicho, nos hemos acostumbrado a perder entregándonos al azar. ¿Qué tendrá el juego para enganchar tanto? ¿Es que la lotería o las quinielas es una solución a la vida? No, pero todo eso son algunas expresiones del deseo humano de encontrar un tesoro.
El Evangelio nos propone que el “tesoro” de la vida es Jesús y su mensaje, que nos hace vivir con alegría de la buena. Pero en la vida hay muchas otras propuestas hechas desde la tele, las revistas, los comercios, los carteles de propaganda…, que nos ofrecen otros muchos tesoros que son mucho más fáciles de descubrir y de encontrar. Encontrar a Jesús es algo muy distinto porque aquellas cosas propuestas como “el tesoro” las compramos, las usamos, las consumimos y siempre queremos más. Jesús es un tesoro para siempre, y cuando alguien lo encuentra, todos los demás “tesoros” pierden valor, dejan de ser importantes e imprescindibles y el tesoro que es Cristo y su Reino nos libera de la búsqueda de esos otros tesoros que satisfacen demasiado engañosa y fácilmente nuestras vidas.
Pero vamos por la vida como “despistados” y no somos capaces de ver, o no queremos ver, el “tesoro de Jesús” porque valoramos más “los tesoros de la publicidad”, conocemos poco a Jesús y no somos de sus auténticos seguidores. Quizás nuestras vidas no son la explicación más pertinente y convincente del mensaje de fondo de estas parábolas.¿Valoramos en realidad a Jesús como tal tesoro? ¿Cuáles son los “tesoros” que tenemos o nos gustaría tener? ¿Venderíamos todos los demás tesoros y compraríamos el tesoro de Jesús, como en la parábola? ¿Cuántas cosas nos sobran? ¿Qué deberíamos hacer? Pero no creamos que el seguidor de Cristo es la persona del desprendimiento, sino de la adhesión, pues no busca la renuncia sino la preferencia por un auténtico tesoro. No es un individuo que ha perdido algo, sino que ha encontrado gozosamente la Buena Noticia de Jesús. Así, la renuncia y el abandono de algo son el precio a pagar para comprar el tesoro. El desprendimiento no es la finalidad de la experiencia cristiana, la meta a obtener, que es siempre una experiencia de gozo y no de mortificación.
El campo que esconde el tesoro es nuestra propia vida diaria. El tesoro no está a flor de tierra, está escondido en nosotros, y algunos tardamos muchos años en encontrarlo. En cualquier caso, el tesoro existe porque aún en débiles destellos hemos visto brillar ese tesoro en Jesús de Nazaret y su luz nos ha animado a seguir caminando hacia adelante. Y mientras caminamos, nos toca ser tierra buena que da fruto abundante, árbol cuyas ramas acogen a las aves heridas o débiles, levadura y fermento de nuestro mundo, trabajadores esforzados y alegres en la construcción del Reino de Dios, ya aquí y ahora. Porque hemos encontrado un tesoro y hemos puesto en él nuestro corazón.
Hay quien cree que ha encontrado la perla, y ciertamente ha renunciado a otros tesoros, pero tiene la cara y la actitud del que parece que lo que ha encontrado no ha valido la pena, que ha hecho un pésimo negocio o incluso que ha sido clamorosamente estafado. Y lo peor es cuando a través de ciertas posturas y comportamientos, parece que algunas criaturas que “lo han dejado todo” para seguir a Jesús, intentan hacer pagar a los otros el precio de lo que ellos han abandonado, vengarse por lo que en realidad no han encontrado.
La tercera y cuarta parábolas, la de las redes llenas de toda clase de peces y la del padre que va sacando del arca lo nuevo y lo viejo, en línea con la parábola del trigo y la cizaña, nos hablan de la tentación de creer que lo sabemos todo, siempre dispuestos a dar lecciones a los demás y dispensados del arduo trabajo de ser discípulos y de ir aprendiendo los secretos del Reino. Así, lo “nuevo” de Cristo queda subordinado a los “viejo” de nuestras más rancias tradiciones o, lo que es peor, nuestras rancias y ancladas costumbres. Y más que una capacidad de síntesis y de armonización, tenemos una extraordinaria tendencia a la mezcolanza y a la confusión. Verdaderos y falsos valores coexisten en acciones poco claras; ahí está la selección de los peces y sacar del arca lo nuevo y lo antiguo. Hay quien quiere tener el “tesoro” del Evangelio conservando celosamente todas sus bagatelas. Se trata de la pretensión absurda de adquirir sin dejar nada, comprar sin pagar precio alguno, pertenecer al Reino sin renunciar a la permanencia en territorio enemigo, poner los ojos en la perla de gran valor, pero sin decidirse a dejar de lado la bisutería, querer atender la palabra del Maestro y dejarse encantar por la voz de los pregoneros de la plaza.
Dios nos libre de los desafortunados, de los frustrados e insatisfechos que se ensañan haciendo pagar caro a los otros sus pesares secretos por todas las cosas que en realidad no han dejado de verdad. Dios nos libre de los pésimos negociantes que, después de haber vendido, dicen ellos, todo, ya no saben indicar dónde está el tesoro, la perla, y se encuentran con las manos ocupadas con muchas cosas y el corazón vacío de amor. Dios nos libre de esos pescadores que, después de haber echado ahora los peces buenos al mar, quieren convencerse y convencernos de la bondad de los deteriorados y que previamente habían sido descartados.
A este respecto, podemos aprender mucho de la modestia de Salomón en la primera lectura de hoy, sobre todo la humildad de reconocer lo que no se tiene, pues admite que el hecho de estar instalado en el palacio real no le confiere automáticamente la capacidad de distinguir el bien del mal. No pide a Dios “súbditos dóciles”, sino que admite que es él el primero en tener necesidad de “un corazón dócil”. Salomón ha entendido el secreto de “la fuerza de la autoridad” que se obtiene partiendo de la docilidad del que manda.
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