"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA TERCERA
SEMANA DE CUARESMA
“¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.
“Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu
inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado.
Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo
querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y
humillado, tú no lo desprecias”. Estos versos, tomados del Miserere, Salmo que nos presenta la liturgia de hoy
(50) y ha estado resonando en la liturgia cuaresmal, sientan la tónica para las
lecturas del día.
La primera, tomada del profeta Oseas (6,1-6),
nos habla del arrepentimiento y la misericordia divina: “Vamos a volver al
Señor: él, que nos despedazó, nos sanará; él, que nos hirió, nos vendará. En
dos días nos sanará; al tercero nos resucitará (prefigurando la gloriosa
resurrección de Jesús); y viviremos delante de él”. A lo que el Señor contesta:
“Quiero misericordia, y no sacrificios; conocimiento de Dios, más que
holocaustos”.
Durante este tiempo de Cuaresma se nos hace un
llamado a la conversión. Esa conversión está relacionada al arrepentimiento,
pero no a un arrepentimiento que implique culpa, remordimiento, o temor al
castigo, sino más bien un arrepentimiento que sea producto de una
transformación interior, en lo más profundo de nuestro ser, que nos haga
reconocer nuestras faltas, lo que se ha de reflejar en nuestra forma de
relacionarnos con Dios, con nosotros mismos y con nuestro prójimo.
Se trata de que el arrepentimiento y la
penitencia sean producto de la conversión y no a la inversa. Se trata de
abrirnos incondicionalmente al Amor de Dios y rendirnos ante Él con la firme
determinación de cumplir Su voluntad.
No se trata de decirlo de palabra, ni de
confesarlo en público, ni de ponerse en pie frente a una asamblea y decir: “Yo
acepto a Jesucristo como mi único Salvador”. No. Tampoco se trata de gestos
exteriores como orar en público, ni de dar limosna donde todos nos vean, ni de
ayunar por ayunar. No son las devociones las que hacen a un hombre “bueno” ante
los ojos de Dios. Él no halla en ellas el Amor recíproco que espera de
nosotros. “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los
Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7,21).
El pasaje del Evangelio, tomado de san Lucas
(18,9-14) nos presenta la parábola del fariseo y el publicano que subieron al
templo a orar. El fariseo, “erguido” (los fariseos solían orar de pie), se
limitaba a dar gracias a Dios por lo bueno que era: “no soy como los demás:
ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano”. También decía a Dios
cómo cumplía con sus obligaciones: “Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo
de todo lo que tengo”.
En cambio, el publicano se mantenía en la parte
de atrás y no se atrevía ni levantar los ojos al cielo, mientras se daba golpes
de pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Jesús sentenció:
“Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se
enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.
La diferencia estaba en la actitud interior, en
el corazón. “Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”…
En esta Cuaresma, abramos nuestros corazones al Amor infinito de Dios, y ese Amor nos permitirá reconocer las veces que le hemos fallado. Eso nos permitirá postrarnos ante Él con un corazón quebrantado y humillado. Entonces Él nos tomará de la mano, nos levantará, y nos dará el abrazo más amoroso que hayamos recibido.
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