"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA
La liturgia para este
miércoles de la cuarta semana de Cuaresma comienza presentándonos la
contraposición entre las tinieblas y la luz, pero esta vez por voz del profeta
Isaías (49,8-15): “En tiempo de gracia te he respondido, en día propicio te he
auxiliado; te he defendido y constituido alianza del pueblo, para restaurar el
país, para repartir heredades desoladas, para decir a los cautivos: ‘Salid’, a
los que están en tinieblas: ‘Venid a la luz’”.
Este pasaje, tomado del “Segundo Isaías” o Libro de la consolación, y
escrito por un profeta anónimo durante el exilio en Babilonia, pretende
consolar y alentar al pueblo, anunciándoles un segundo éxodo de vuelta a
Jerusalén. De paso, su oráculo prefigura la llegada del Mesías tan esperado por
el pueblo de Israel, con las palabras que serán tomadas por Juan Bautista y que
resuenan al comienzo del Adviento: “Convertiré mis montes en caminos, y mis
senderos se nivelarán” (Cfr.
Lc 3,4-5).
Esta primera lectura termina con uno de los versículos más tiernos del
Antiguo Testamento y de toda a Biblia: “¿Puede una madre olvidar al niño que
amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se
olvide, yo no te olvidaré”. Tan grande es el amor de Dios por cada uno de
nosotros. Un amor que tiene más rasgos de amor materno que paterno. De hecho,
si examinamos el Antiguo Testamento libres de las “gríngolas” de la tradición
patriarcal del pueblo judío (y heredada por nosotros), encontramos que pocas
veces se refiere a Dios como “padre”, y las veces que lo hace, es como sinónimo
de “Señor”.
Por el contrario, sobre todo cada vez que habla del amor y la misericordia
divinos, lo hace con rasgos maternales, como lo hace en el pasaje que
contemplamos hoy, y en otro que no puedo dejar de mencionar; el pasaje de Oseas
(11,1.3-4) que nos presenta a un Dios-Madre que se inclina sobre su hijo para
amamantarlo: “Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo.
Yo enseñé a Efraím a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no
conocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos
de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me
inclinaba hacia él y le daba de comer”.
Esto nos remite al vocablo hebreo utilizado en el Antiguo Testamento para definir la “misericordia” (Cfr. Salmo 50): rah min, que en su raíz se deriva de la palabra rehem, que se refiere a la matriz o el útero materno. De ahí las continuas referencias al amor de Dios por el “hijo de sus entrañas”, especialmente en la literatura profética. Se trata de un amor gratuito, no fruto de ningún mérito de nuestra parte. Dios nos ama a cada uno de nosotros tal y como somos, como solo una madre puede hacerlo, con todos nuestros pecados, nuestras miserias. Por eso quiere nuestra salvación, por eso nos espera como el padre del hijo pródigo (Lc 15,11-32) para fundirse con nosotros en un abrazo, que tal parece quisiera llevarnos de vuelta al rehem de donde salimos.
Señor, durante esta Cuaresma, inunda todo mi ser con tu Santo Espíritu, para que pueda sentir ese amor incondicional que me haga arrepentirme de todos mis pecados y postrarme ante Ti con la certeza de que “un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias” (Sal 50,19).
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