"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TERCERA SEMANA
DE CUARESMA
En estos tiempos, ese mismo Espíritu nos ha
regalado la persona de Francisco, signo inequívoco de que el Señor cumple sus
promesas.
El pasaje evangélico que contemplamos en la
liturgia de hoy (Mt 5,17-19), que Mateo coloca dentro del discurso de las
Bienaventuranzas, nos presenta la visión de Jesús respecto a la Ley: “No creáis
que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar
plenitud”. Para los judíos la ley y los profetas constituían la expresión de la
voluntad de Dios, la esencia de las Sagradas Escrituras. Jesús era judío; más
aún, era el Mesías que había sido anunciado por los profetas. Era inconcebible
que viniera a echar por tierra lo que constituía el fundamento de la fe de su
pueblo. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.
Esa plenitud la encontramos en la Ley del amor:
“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo
os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto
conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los
otros” (Jn 13,34-35). Antes se obedecía la Ley por temor al castigo; ahora se
cumple porque amamos. Ya no se trata del cumplimiento exterior, vacío de
contenido, ahora se trata de un imperativo producto del amor. Así, el que ama
cumple los mandamientos. Si amamos a Dios y a nuestro prójimo como Él nos ama,
el decálogo se convierte en un “retrato” de nuestra conducta, de nuestra forma
de vida.
Durante su vida terrena Jesús nos dio unos
indicadores, como: “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para
el sábado” (Mc 2,27). La primacía del amor. La Iglesia cristiana tuvo su origen
en el judaísmo, en la ley y los profetas del Antiguo Testamento (Antigua
Alianza), y dio paso a la Alianza Nueva y Eterna (Nuevo Testamento). ¿Cuáles de
aquellas leyes y tradiciones ancestrales había que mantener? ¿Cuáles
constituían Ley, y cuáles eran meros preceptos establecidos por los hombres
interpretando la Ley? La prueba para determinarlo habría de ser: ¿Me impide ese
precepto amar como Cristo me ama?
La Iglesia en sus comienzos tuvo que enfrentar
esa disyuntiva; se vio precisada a determinar si tenía que continuar observando
la circuncisión, la pureza ritual, la prohibición de comer ciertos alimentos,
el sábado, los sacrificios de animales en el Templo, etc. Esas interrogantes
propiciaron el Concilio de Jerusalén, alrededor del año 50, y la intervención
de Pedro, como pontífice de la Iglesia, a favor de la apertura (Hc 15,4-12).
Así, la Iglesia comenzó un proceso de crecimiento que le ha hecho mudar el carapacho
varias veces a lo largo de su historia, como lo hacen los crustáceos. Y ha
logrado sobrevivir todos los cambios gracias al Espíritu que el mismo Jesús nos
dejó, y que la ha guiado para asegurar el cumplimento de la promesa de Jesús al
momento de establecer el primado de Pedro, de que las puertas del infierno no
prevalecerían contra ella (Mt 16,18).
El Concilio Vaticano II, convocado por san Juan
XXIII por inspiración del Espíritu Santo, representó un “salto cuántico” para
nuestra Iglesia, atendiendo al llamado del pontífice para una puesta al día (aggiornamento) de la Iglesia. Allí se continuó el proceso de
“darle plenitud” a tenor con los “signos de los tiempos”. La vertiginosidad de
los cambios sociales ocurridos desde el Vaticano II, propiciados en parte por
la explosión tecnológica y en los medios de comunicación, apuntan a la
necesidad de un nuevo ejercicio de aggiornamento en la Iglesia.
En estos tiempos, ese mismo Espíritu nos ha
regalado la persona de Francisco, signo inequívoco de que el Señor cumple sus
promesas (Cfr. Mt 28,20).
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