"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA
“Levántate, toma tu camilla y echa a andar”. Palabras de vida, palabras de sanación, de alegría.
El simbolismo del agua “inunda” la liturgia de
hoy. La primera lectura, tomada del libro de Ezequiel (47,1-9.12) nos muestra
una visión del Templo con torrentes de agua brotando de su lado derecho. El
torrente de agua era tan abundante que llegó un momento en que no se podía
vadear. Y esa agua era agua de vida, que hacía que la tierra diera frutos en
abundancia, y hasta llegaba al Mar Muerto devolviendo la vida a sus aguas
salobres.
En las Sagradas Escrituras el agua siempre ha
sido símbolo de vida y, más aún, de la Vida que Dios nos da. Por eso se le
asocia a los tiempos mesiánicos. Cristo ha venido a traer vida en abundancia.
Hay quienes ven en el torrente que brota por el lado derecho del templo en esta
visión de Ezequiel, una prefiguración del agua que brota del costado derecho de
Jesús en la cruz luego del lanzazo, que sellaría la Nueva y Eterna Alianza y
daría paso a la Iglesia como “nuevo pueblo” de Dios, instrumento de salvación
instituido por Cristo.
En el capítulo siete de Juan el agua se nos
presenta como el Espíritu que mana del Cristo glorificado: “‘El que tenga sed,
venga a mí; y beba el que cree en mí’. Como dice la Escritura: De su seno
brotarán manantiales de agua viva. Él se refería al Espíritu que debían recibir
los que creyeran en él” (Jn 7,37-39).
El pasaje evangélico de hoy (Jn 5,1-3.5-18) nos
presenta el episodio en que Jesús cura a un paralítico que estaba echado en una
camilla junto a la piscina de Betesda. Nos dice la Escritura que el hombre
llevaba allí treinta y ocho años.
Dos cosas nos llaman la atención sobre este
pasaje. Primero, es Jesús quien se toma la iniciativa. Han llegado los tiempos
mesiánicos. Es Él quien se acerca al paralítico y le pregunta: “¿Quieres quedar
sano?” Una pregunta directa. Jesús sabe que el hombre lleva mucho tiempo, que
ha puesto toda su esperanza en el agua de aquella piscina (en los versos 3b-4
se nos dice que cuando el agua que había en ella era agitada por las alas de un
ángel del Señor que bajaba de vez en cuando, el primero que se metía se
curaba).
Segundo, la respuesta del hombre ante esa
pregunta trascendental: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina
cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado”.
Jesús le había hecho una pregunta directa, lo único que tenía de decir era
“sí”. No se daba cuenta que tenía ante sí al mismo Dios, aquél de quienes
brotan torrentes de agua viva, capaz de echar demonios, curar enfermos, revivir
muertos. Está ventilando su frustración, pero más que nada, su soledad: “no
tengo a nadie…” La soledad, lo que el papa Francisco ha llamado la peor enfermedad
de nuestro tiempo.
Jesús se compadece y le dice: “Levántate, toma
tu camilla y echa a andar”. Palabras de vida, palabras de sanación, de alegría.
Dentro de toda su frustración y soledad, aquél hombre creyó las palabras de
Jesús. Por eso pudo recibir los frutos del milagro. “Y al momento el hombre
quedó sano, tomó su camilla y echó a andar”.
Jesús nos pregunta hoy si queremos quedar
sanados de nuestros pecados. ¿Qué le vamos a contestar?
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