"Ventana abierta"
Cuentos breves recomendados por Miguel Díez R.
La narrativa breve
Memorias de un viejo profesor
Cuento breve recomendado:
“El regalo de los Reyes Magos”
de O. Henry
“En la mayoría de los mejores cuentos de
O. Henry, escritos en los primeros años del siglo XX, se valora principalmente el final
imprevisto y los giros repentinos de la trama al final del relato. Muchos
cuentos tienen lugar en la ciudad de Nueva York y retratan generalmente
personajes normales y corrientes como dependientes, policías, camareras. Su
obra más conocida, Los cuatro millones, hace referencia al número de
habitantes de la ciudad de Nueva York a comienzos del siglo XX, y al hecho
de que cada uno de estos habitantes constituía para O. Henry “una historia
digna de ser contada”.
El trabajo de O. Henry es en lo
fundamental un producto típico del tiempo en que vivió. El escritor supo captar
a la perfección el sabor de su época y de su circunstancia. Ya fuese
deambulando por los pastos de Texas, indagando en el arte de los timadores o
investigando las tensiones de clase en la gran ciudad, el toque del escritor
para aislar cada elemento de la sociedad, describiéndolo con suma parquedad y
gracia lingüística, era inimitable. En las narraciones breves de O. Henry se
han querido ver prefigurados algunos de los grandes personajes de la escena
literaria estadounidense como J. D. Salinger, Truman Capote, Tom Wolfe, Raymond
Carver, etc. Jorge Luis Borges, que lo admiraba profundamente, escribió sobre
él: “Edgar Allan Poe había sostenido que todo cuento debe redactarse en función
de su desenlace; O. Henry exageró esta doctrina y llegó así al trick story, al
relato en cuya línea final acecha una sorpresa. Tal procedimiento, a la larga,
tiene algo de mecánico; O. Henry nos ha dejado, sin embargo, más de una breve y
patética obra maestra”.
EL REGALO DE LOS REYES MAGOS
Un cuento de O. Henry (William Sydney Porter) (Estados Unidos, 1862-1910)
Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el dueño del almacén y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que suponía un regateo tan obstinado.
Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.
Evidentemente no había nada que hacer fuera de tumbarse en el pobre lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.
Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos apartamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía así lo habría descrito.
Abajo, en la entrada, había un buzón al que no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al que no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al apartamento una tarjeta con el nombre de “Señor James Dillingham Young”.
La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando con la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” aparecían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su apartamento, le decían “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.
Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas; se quedó de pie junto a la ventana, mirando hacia afuera, apenada y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se puede ir muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim.
Había pasado
muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de
calidad, algo que tuviera exactamente ese mínimo de condiciones para que fuera
digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo
de cuerpo entero.
Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo
entero en un apartamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil
podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales.
Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se
alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente,
pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus
cabellera y la dejó caer cuan larga era.
Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el apartamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.
La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura.
Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían sobre la raída alfombra roja.
Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con los ojos todavía brillantes, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.
En la puerta donde se detuvo había un cartel: “Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases”. Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la “Sofronie” indicada en la puerta.
-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.
-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.
La áurea cascada cayó libremente.
-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la cabellera con manos expertas.
-Démelos inmediatamente -dijo Delia.
Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los comercios en busca del regalo para Jim.
Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún lugar había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por algún adorno inútil y de mal gusto, tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj.
Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos.
Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.
Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.
A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.
“Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?.”
A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.
Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces oyó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita”.
La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.
Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.
Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.
-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te he comprado!
-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.
-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?
Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.
-¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.
-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.
Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente.
Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.
Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.
-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.
Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se oyó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del apartamento.
Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color exacto para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.
Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:
-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!
Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:
-¡Oh, oh!
Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.
-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con la cadena puesta.
En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.
-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.
Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios
-maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos
fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda
que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder
ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy
torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un
apartamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos
tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy
en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De
todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y
Delia. Ellos son los
verdaderos Reyes Magos.
“The Gift of The Magi”
The Four Million (Short Stories), 1906
(Versión revisada)
Comentario
¿Se puede escribir una obra maestra del relato corto en sólo tres horas, acuciado por un imperioso plazo de entrega? Se puede. ¿Se puede escribir uno de los cuentos más románticos de la historia de la literatura bajo los mórbidos influjos de una botella de whisky? Sí, también se puede. Eso es lo que hizo el escritor estadounidense O. Henry cuando escribió a principios del siglo XX su relato titulado “El regalo de los Reyes Magos”.
Se trata de un relato lleno de lirismo realista, de trágico humor, de esa dulce poesía amarga de la que está llena la vida. Más allá de la última sorpresa, del impactante final a lo O. Henry, este cuento está contado con fluida precisión, sin redondeos retóricos ni profusión de subordinadas. Quizá es el escritor más puro, más seco, más cinematográfico, que he leído nunca. No hay artificio en él, todo es un suave riachuelo de sujeto/verbo/predicado que nos conducen hacia el inimaginable fin. 100% lengua inglesa, como bien puede esperarse de un farmacéutico de Carolina del Norte. Lo interesante de O. Henry es el qué, la historia, no el cómo, el lenguaje. Es la premonición del pragmatismo literario que inundará el siglo XX. Contradiciendo a Oscar Wilde, O. Henry es perfectamente capaz de llamarle pala a una pala, e incluso a usarla si se tercia.
De “El regalo de los Reyes Magos” se han hecho adaptaciones al cine, lo que está muy puesto en razón, ya que – como he dicho – la escritura de O. Henry es casi de guion de película. No quiero contarles muchas cosas más de este relato para no destrozarlo. Sólo diré que, a mi modo de ver, es una síntesis magnífica de eso que ha dado en llamarse el “amor verdadero”. Pero, contado por O. Henry, ese concepto ni es cursi, ni es pegajoso ni da repelús. Es simplemente real y apetecible, como la vida misma.
Gabriel de Pablo
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