"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez
(Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL
SÁBADO DE LA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (1)
“En aquel tiempo, Jesús fue a casa con sus
discípulos y se juntó de nuevo tanta gente que no los dejaban ni comer”.
En los pasados días Marcos nos ha estado
narrando cómo la fama de Jesús seguía creciendo, extendiéndose más allá de
Palestina, hasta el mundo pagano. Donde quiera que iba la gente lo acosaba;
querían ver sus portentos, u obtener para sí mismos un milagro. Ya no había un
lugar donde pudiera pasar un rato tranquilo, ni aún en su casa. La lectura
evangélica de hoy (Mc 3,20-21), una de las más cortas que leemos en la
liturgia, dramatiza esa situación:
“En aquel tiempo, Jesús fue a casa con sus
discípulos y se juntó de nuevo tanta gente que no los dejaban ni comer. Al
enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus
cabales”.
Su familia está preocupada por él; lo ven
acosado, cansado, agotado, sin posibilidad de descanso. Quieren llevárselo para
que pueda disipar su mente, descansar su cuerpo.
Algunos, por otro lado, ven en ese gesto de la
familia una falta de comprensión de parte de ellos, que no pueden entender la
grandeza del amor que mueve a Jesús a “dejar de ser de él” para entregarse por
completo a los necesitados. Otros ven en sus familiares un desprecio hacia la
persona de Jesús, quien con sus actos se estaba poniendo en peligro y los
estaba poniendo en peligro a ellos. Recordemos que en tiempos de Jesús los
lunáticos eran considerados como “endemoniados” o “poseídos” y eran apedreados;
y que a veces esa condición era producto del pecado de sus padres o familiares.
En otras palabras, la familia estaba actuando para protegerse ellos mismos.
Yo tiendo a pensar que en realidad el que dijeran
que estaba “fuera de sus cabales” era más bien un subterfugio, un gesto de
protección para llevarlo a un lugar donde pudiera descansar. No podemos olvidar
que la persona más importante en esa “familia” era María, la madre de Jesús, la
que “guardaba todas esas cosas en su corazón meditándolas”, la que aceptó desde
el “hágase” la voluntad del Padre y la misión de su Hijo, la que lo apoyó y
acompañó hasta el Calvario. María conoce y acepta la voluntad del Padre, pero
su corazón de Madre la impulsa a velar por el bienestar de su Hijo.
Los que decidimos seguir al Señor muchas veces
nos sentimos agotados por la misión que hemos aceptado, y hasta acosados; y
mientras más trabajamos por el Reino, más se espera de nosotros y más trabajo
se nos encomienda. Es en esos momentos que debemos mirar el ejemplo de nuestro
Maestro, y recordar que cuando decidimos seguirlo sabíamos que la jornada iba a
ser dura. “El que quiera seguirme…” (Lc 9,23; Mt 16,24). Nos anima la promesa
de que Él no nos abandonará, que estará con nosotros todos los días, hasta el
fin del mundo (Mt. 28,20).
En la lectura de hoy vemos a un Jesús que deja
de comer por atender a los que acuden a Él en busca de alivio. Ese mismo Jesús
va un paso más allá; se deja “comer” por nosotros, los que decidimos seguirlo,
cuando lo comemos en las especies eucarísticas. Ahí se hace patente su promesa;
por eso podemos sonreír en medio del cansancio cuando le servimos.
¡Atrévete!
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