"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez
(Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA LA
FIESTA DE LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO
“…una gran luz del cielo me envolvió con su
resplandor, caí por tierra y oí una voz que me decía: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué
me persigues?'”
Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la
Conversión de san Pablo. Y la liturgia nos ofrece como primera lectura la narración
de Pablo de su propia conversión (Hc 22,3-16). Como lectura alterna, se nos
ofrece el mismo relato desde la perspectiva del narrador (Hc 9,1-22).
El relato de la conversión de san Pablo es tan
denso, y lleno de simbolismo, que resulta imposible pretender analizarlo en el
poco espacio disponible.
Nos limitaremos a preguntar: ¿Qué ocurrió en
ese instante, en esa fracción de segundo que pudo haber durado ese rayo
improviso, enceguecedor, que hasta le hizo caer en tierra? Se trató sin
duda de una de esas experiencias que cambian nuestras vidas y que, por su
intensidad, resultan inenarrables; esas experiencias que producen la
verdadera metanoia, palabra griega
que se traduce como conversión, y se refiere a ese movimiento interior que solo
puede surgir en una persona que tiene un encuentro íntimo con Cristo. “Metanoia” se refiere literalmente a una situación en
que un caminante ha tenido que volverse del camino en que andaba y tomar otra
dirección. Se trata de morir al hombre viejo para resucitar a una vida nueva en
Cristo Jesús (Cfr. Rm 1,4).
En teología, esta metanoia se asocia al arrepentimiento, mas no un
arrepentimiento que denota culpa o remordimiento; sino que es producto de una
transformación en lo más profundo de nuestro ser, en nuestra relación con Dios,
con nuestro prójimo y nosotros mismos, iluminados y ayudados por la gracia
divina.
Este encuentro fue el que le cambió
radicalmente la existencia a Pablo. En el camino a Damasco Saulo se
convirtió porque, gracias a la luz divina, “creyó en el Evangelio”. En esto
consistió su conversión y la nuestra: en creer en Jesús muerto y resucitado, y
en abrirse a la iluminación de su gracia divina. En aquel momento Saulo
comprendió que su salvación no dependía de las obras buenas realizadas según la
ley, sino del hecho que Jesús, por amor, había muerto también por él, el
perseguidor, y había resucitado.
Pablo de Tarso era un hombre bueno; un buen
judío; temeroso de Dios, observante de la ley; un verdadero fariseo. Pero nunca
había tenido un encuentro con el Resucitado; nunca había experimentado ese Amor
indescriptible.
Cuando nos enfrentamos a esa Verdad, que
gracias al bautismo ilumina la existencia de todo cristiano, cambia
completamente nuestro modo de vivir. Convertirse significa, también para
cada uno de nosotros, creer que Jesús “se entregó a sí mismo por mí”, muriendo
en la Cruz (Cfr. Ga 2, 20) y,
resucitado, vive conmigo y en mí; sí, contigo y en ti.
Todo el que se “convierte”, todo el que ha
tenido un encuentro personal con Jesús y ha experimentado su Amor infinito, su
Misericordia, tiene que comunicarlo a otros, tiene que compartir esa
experiencia. Por eso Pablo, tan pronto fue bautizado, se alimentó y recuperó
las fuerzas, “en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que Él
era el Hijo de Dios” (Hc 9,19).
Hoy, en la fiesta de la Conversión de san Pablo, pidamos al Señor que derrame su Santo Espíritu sobre nosotros, para que podamos tener una profunda experiencia de conversión y de encuentro íntimo con Él, como la que tuvo Saulo en el camino de Damasco.
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