"Ventana abierta"
Monseñor Víctor Manuel Fernández, arzobispo de La Plata
Fratelli tutti
"Qué mensaje podía dar
Francisco al mundo que intenta salir de la tragedia causada por el coronavirus.
El mensaje es refrescar el llamado al amor fraterno"
"El amor a lo local sólo es
sano y fecundo si es abierto, si se deja enriquecer, si no se cierra a nuevos
'mestizajes'"
"Francisco dedica un
capítulo a la conversación social, los consensos, la gentileza, en orden a
construir la 'amistad social', y otro capítulo al 'reencuentro'"
"Aparece la cuestión de una
adecuada comprensión de la propiedad privada, subordinada y sometida al
principio superior del destino común de los bienes"
"Francisco jamás propone que
las personas vivan de subsidios. Al contrario, su gran tema es el trabajo"
"Francisco ve la necesidad
de rehabilitar una sana política"
"Francisco ha propuesto de
una manera cristalina su pensamiento social. Queda a toda la Iglesia la tarea
de favorecer una adecuada y entusiasta recepción. Al mismo tiempo, de
contrarrestar las infaltables manipulaciones e intentos de sabotaje que
caracterizan a ciertos sectores cuando se ven perjudicados en sus intereses
económicos o ideológicos"
Víctor Manuel Fernández, arzobispo de La Plata
Fratelli tutti se une a la ya muy conocida encíclica Laudato si’ y forma con ella una dupla que permite entender el pensamiento social de Francisco. Si alguien decía no saber cómo piensa Francisco, con esta nueva encíclica ya no le quedarán dudas. Está todo claro. Por eso es posible que este documento divida aguas. Nadie podrá decir que no lo comprende y sólo le quedará decidir si lo acompaña o no.
Mirando el pie de
página, se puede advertir la gran cantidad de citas de su propio magisterio,
que recogen muchos hitos de su pontificado en una especie de gran síntesis y testamento magisterial de Francisco. Allí
aparecen lugares como Abu Dabi, Hiroshima, La Habana, Sarajevo, Maputo, Nueva
York, Estrasburgo, Río de Janeiro, Villavicencio, Jerusalén. Al mismo tiempo
retoma su costumbre de citar enseñanzas de distintas Conferencias Episcopales
de los cinco Continentes, asumiendo así en su magisterio papal el magisterio de
los Obispos de todo el mundo.
Antes de desarrollar los grandes temas, se deja iluminar una vez más por la figura de san Francisco de Asís, pero también toma como motivación evangélica el relato del buen Samaritano. Esta figura bíblica, que invita a prestar atención al hermano caído, ya nos permite percibir de qué tipo de fraternidad está hablando el Papa. Al mismo tiempo, debido a la conocida enemistad entre judíos y samaritanos, recoge de la parábola el llamado a un amor universal.
Para interpretar esta encíclica, si uno tiene en cuenta el tipo de pensamiento que desarrolla Francisco, no es tan importante buscar una lógica siguiendo el orden de los capítulos, sino más bien tratar de reconocer los ejes de fondo que atraviesan todo el documento, que aparecen y reaparecen aquí y allá. Son siete claves que permiten valorar el sentido de todo lo que se va desarrollando a lo largo de la encíclica.
Veamos cuáles son:
1.
El dinamismo universal
del amor
Muchos nos
preguntábamos qué mensaje podía dar
Francisco al mundo que intenta salir de la tragedia causada por el coronavirus.
El mensaje es refrescar el llamado al amor fraterno. Ante todo nos recuerda una
verdad fundamental: “Nadie puede experimentar el valor de vivir sin rostros
concretos a quienes amar. Aquí hay un secreto de la verdadera existencia
humana” (87).
Sin embargo, no se trata estrictamente de un documento sobre
la caridad en general. El tema es
el amor fraterno en su dimensión universal, en su apertura a todos, a
partir de una primera apertura a la amistad social en la propia sociedad.
Francisco explica que, por su propia naturaleza, el amor se va dilatando y nos pone finalmente en tensión hacia la comunión universal. Nadie madura ni alcanza su plenitud aislándose. Por su dinámica específica, el amor reclama una creciente apertura, una siempre mayor capacidad de acoger a otros, en una aventura nunca acabada que integra todas las periferias hacia un pleno sentido de pertenencia mutua con toda la humanidad. Ya en Amoris laetitia Francisco había invitado a abrir el amor de la pareja a una realidad más amplia: “Un matrimonio que experimente la fuerza del amor, sabe que ese amor está llamado a sanar las heridas de los abandonados, a instaurar la cultura del encuentro, a luchar por la justicia” (AL 183).
El Papa considera conveniente reproponer esto al mundo, porque en este momento “se encienden conflictos anacrónicos que se consideraban superados, resurgen nacionalismos cerrados, exasperados, resentidos y agresivos” (11). Si bien en décadas anteriores hubo avances hacia una Europa unida o hacia una integración latinoamericana, por ejemplo, hoy “la marcha dura y lenta hacia un mundo unido y más justo sufre un nuevo y drástico retroceso” (16). Porque “impera una indiferencia cómoda, fría y globalizada, hija de una profunda desilusión que se esconde detrás del engaño de una ilusión: creer que podemos ser todopoderosos y olvidar que estamos todos en la misma barca” (30). La salida de la pandemia, en lugar de mejorar la humanidad, corre el riesgo de agravar este “cisma entre el individuo y la comunidad humana” (31).
2. La relación entre lo local y lo universal
En este contexto, Francisco vuelve a profundizar la relación entre lo local y lo universal. Quiere clarificar que no está proponiendo debilitar el amor a la propia tierra y al propio pueblo. Al contrario, porque ese amor es un punto de partida de toda apertura sana. Aquí “no se trata del falso universalismo de quien necesita viajar constantemente porque no soporta ni ama a su propio pueblo. Quien mira a su pueblo con desprecio, establece en su propia sociedad categorías de primera o de segunda clase, de personas con más o menos dignidad y derechos. De esta manera niega que haya lugar para todos” (99). Por esta razón el subtítulo de la encíclica incorpora la “amistad social”, expresión muy querida por Francisco que hace referencia a las relaciones dentro de cada sociedad.
Al mismo tiempo, “un universalismo autoritario y abstracto, digitado o planificado por algunos y presentado como un supuesto sueño en orden a homogeneizar, dominar y expoliar” termina “quitando al mundo su variado colorido, su belleza y en definitiva su humanidad” (100). En otra parte del documento lamenta que algunos fomenten en sus países “una autoestima nacional muy baja” (51), con lo cual se terminan cortando las raíces. Esto en definitiva daña a todo el mundo, porque “un país que progresa desde su original sustrato cultural es un tesoro para toda la humanidad” (137).
Pero el amor a lo local sólo es sano y fecundo si es abierto, si se deja enriquecer, si no se cierra a nuevos “mestizajes”. De hecho, “los inmigrantes, si se los ayuda a integrarse, son una bendición, una riqueza y un nuevo don que invita a una sociedad a crecer” (135). Al mismo tiempo, hoy es ingenuo pretender que un país pueda salvarse solo, que no le afecten el hambre y las miserias de otros lugares de la tierra. La pandemia debería habernos enseñado eso: “Necesitamos desarrollar esta consciencia de que hoy o nos salvamos todos o no se salva nadie. La pobreza, la decadencia, los sufrimientos de un lugar de la tierra son un silencioso caldo de cultivo de problemas que finalmente afectarán a todo el planeta” (137).
3.
La arquitectura y la
artesanía del encuentro
Una vez más aparece aquí, de manera ineludible, la cuestión de la “cultura del encuentro”, tan querida para Francisco, pero que en esta encíclica adquiere un nuevo y más rico desarrollo.
Francisco advierte algunos riesgos de nuestra sociedad que pueden
afectar este camino de verdadero encuentro. Por ejemplo, una comunicación
virtual que hace creer que una pantalla basta para estar integrados, la
necesidad de consumir sin límites junto con la acentuación de muchas formas de
individualismo sin contenidos, las grandes palabras (unidad, fraternidad,
libertad, democracia) que se vacían de sentido o se manipulan a partir de
nuevas formas de colonización cultural, una cultura mediática y virtual que
tiende a exasperar, exacerbar y polarizar. Hoy “por diversos caminos se niega a
otros el derecho a existir y a opinar, y para ello se acude a la estrategia de
ridiculizarlos, sospechar de ellos, cercarlos” (15), cuando no se cae en “los
movimientos digitales de odio y destrucción” (43), donde además todo “puede ser
espiado, vigilado, y la vida se expone a un control constante”. Así “el respeto
al otro se hace pedazos” (42) y la cultura del encuentro se vuelve una mera
utopía.
Al mismo tiempo quiere advertir que no hay un camino de sano
encuentro si la sociedad avanza en una creciente “degradación moral,
burlándonos de la ética, de la bondad, de la fe, de la honestidad”. Porque en
definitiva “esa destrucción de todo fundamento de la vida social termina
enfrentándonos unos con otros para preservar los propios intereses” (113).
En esta encíclica Francisco dedica un capítulo a la conversación social, los consensos, la gentileza, en orden a construir la “amistad social”, y otro capítulo al “reencuentro”, el perdón, la arquitectura y la artesanía de un camino de curación de heridas, la memoria social, y un firme rechazo de toda forma de guerra. En el último capítulo propone que las religiones hagan también su aporte en este proceso.
4. La dignidad de cada ser humano más allá de las circunstancias
Un amor verdaderamente universal, abierto a todos, supone como trasfondo una convicción básica de todo humanismo: el valor inmenso, inalienable e inviolable de toda persona humana, la dignidad de cada ser humano que nadie tiene derecho a ignorar o a dañar..
Que esta es una de
las grandes claves del documento queda claro cuando Francisco dice que el hecho
de que alguien sea poco eficiente, o haya crecido con limitaciones, “no
menoscaba su inmensa dignidad como persona humana, que no se fundamenta en las
circunstancias sino en el valor de su ser. Cuando este principio elemental no
queda a salvo, no hay futuro ni para la fraternidad ni para la sobrevivencia de
la humanidad” (107).
Por ello es “inaceptable que el lugar de nacimiento o de
residencia ya de por sí determine menores posibilidades de vida digna y de
desarrollo” (121). El problema es que la búsqueda del “rédito rápido” (17) no
favorece el cuidado de los débiles, no interesan ni la tierra ni los pobres y
“partes de la humanidad parecen sacrificables en beneficio de una selección que
favorece a un sector humano digno de vivir sin límites” (18), de manera que
“los derechos humanos no son iguales para todos” (22). Aunque “el golpe duro e
inesperado de esta pandemia fuera de control obligó por la fuerza a volver a
pensar en los seres humanos, en todos, más que en el beneficio de algunos”
(33), nada nos asegura que en la “post pandemia” esto tenga consecuencias
reales y duraderas.
Esta convicción sobre la ineludible dignidad de cada ser humano, que se presenta como un potente eje transversal de la encíclica, tiene muchas consecuencias concretas. Por ejemplo, “el firme rechazo de la pena de muerte muestra hasta qué punto es posible reconocer la inalienable dignidad de todo ser humano y aceptar que tenga un lugar en este universo. Ya que si no se lo niego al peor de los criminales, no se lo negaré a nadie, daré a todos la posibilidad de compartir conmigo este planeta a pesar de lo que pueda separarnos (269)”.
5. El destino común de los bienes
Junto con el anterior principio, y como otra cara de la misma verdad, aparece la cuestión de una adecuada comprensión de la propiedad privada, subordinada y sometida al principio superior del destino común de los bienes: “El mundo existe para todos, porque todos los seres humanos nacemos en esta tierra con la misma dignidad” (118).
Por una parte,
recuerda una enseñanza católica ya muy consolidada: “Junto al derecho de
propiedad privada, está el más importante y anterior principio de la
subordinación de toda propiedad privada al destino universal de los bienes de
la tierra y, por tanto, el derecho de todos a su uso” (123). Al hacerlo, retoma
una frase muy contundente de san Juan Pablo II que no ha sido suficientemente
recogida en el pensamiento social: “Dios ha dado la tierra a todo el género
humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni
privilegiar a ninguno” (CA 31). Y remarca que a este principio del uso común de
los bienes se someten “todos los demás derechos sobre los bienes necesarios
para la realización integral de las personas, incluidos el de la propiedad
privada y cualquier otro” (120).
Por otra parte, da un paso más al aplicar esta convicción a
la dimensión universal del amor y a la dignidad de toda persona más allá del
lugar de nacimiento. Esto le lleva a afirmar que
“cada país es asimismo del extranjero” (124) porque las diferencias de color, religión, capacidades, lugar de nacimiento, lugar de residencia y tantas otras no pueden anteponerse a su dignidad inviolable que exige que tenga las mínimas condiciones para vivir de acuerdo con esa dignidad y para progresar como cualquier otro.
6. La promoción humana a través del trabajo
Esta reiterada convicción de Francisco acerca de la dignidad de cada persona nos exige asegurar que todos tengan acceso a las condiciones mínimas no sólo de supervivencia sino de dignidad. Pero es con mucha frecuencia malinterpretada, especialmente en sectores marcados por un pensamiento neoliberal. Francisco jamás propone que las personas vivan de subsidios. Al contrario, su gran tema es el trabajo. Para él lo importante no es repartir, sino que “lo verdaderamente popular –porque promueve el bien del pueblo– es asegurar a todos la posibilidad de hacer brotar las semillas que Dios ha puesto en cada uno, sus capacidades, su iniciativa, sus fuerzas. Esa es la mejor ayuda para un pobre, el mejor camino hacia una existencia digna” (162). Por consiguiente, reclama creatividad política y empresarial para “acrecentar los puestos de trabajo en lugar de reducirlos” (168) y alienta “la creación de fuentes de trabajo diversificadas” (123).
No se cansa de
insistir en que “ayudar a los pobres con dinero debe ser siempre una solución
provisoria para resolver urgencias. El gran objetivo debería ser siempre permitirles
una vida digna a través del trabajo” (162, LS 128). Un propósito central de la
sociedad y de la política es promover a cada persona, y esto exige hacer
posible que todos se vuelvan fecundos con su esfuerzo. Porque “no existe peor
pobreza que aquella que priva del trabajo y de la dignidad del trabajo” (162).
En una sociedad realmente desarrollada el trabajo es una dimensión
irrenunciable de la vida social, ya que no sólo es un modo de ganarse el pan,
sino también un cauce para el desarrollo personal, para establecer relaciones
sanas, para expresarse a sí mismo, para compartir dones, para sentirse
corresponsable en el desarrollo del mundo, y en definitiva para vivir como
pueblo.
Vemos así que la enorme valoración que tiene Francisco del trabajo sólo se entiende dentro del contexto del humanismo y la espiritualidad. Por ello, al mismo tiempo que alienta la creación de fuentes de trabajo para todos, propone también el desarrollo de otro ritmo de vida, que incluya la sabiduría de detenerse, la capacidad contemplativa, la vida en familia. Por lo tanto, las estructuras sociales, al mismo tiempo que favorecen el acceso al trabajo, también deben asegurar que ese trabajo deje espacio para una vida íntegra y plena.
7. La necesidad de la sana política
Finalmente, quiere reivindicar la política, pero una sana política. Porque entiende que la creación de un mundo nuevo, donde haya lugar para el desarrollo de todos, requiere también de una política adecuada y no será posible sin ella.
Francisco enfrenta así una peligrosa tendencia de nuestra sociedad, manipulada ideológica y mediáticamente, que termina sutilmente proponiendo alternativas a la política y colocándola por debajo y al servicio de la libertad de empresa y de los intereses de algunos. Se trataría de una política denigrada, sometida a la economía y a los poderes tecnocráticos, que debilita los Estados nacionales y tiende a crear un mundo homogéneo.
Esto ciertamente conviene a ciertos sectores, pero no a la mayoría. Porque “algunos nacen en familias de buena posición económica, reciben buena educación, crecen bien alimentados, o poseen naturalmente capacidades destacadas. Ellos seguramente no necesitarán un Estado activo y sólo reclamarán libertad. Pero evidentemente no cabe la misma regla para una persona con discapacidad, para alguien que nació en un hogar extremadamente pobre, para alguien que creció con una educación de baja calidad y con escasas posibilidades de curar adecuadamente sus enfermedades” (109). La crisis sanitaria y económica generada por la pandemia en todo el mundo ha dejado esto suficientemente en claro. Pero “si la sociedad se rige primariamente por los criterios de la libertad de mercado y de la eficiencia, no hay lugar para ellos, y la fraternidad será una expresión romántica más” (109).
Por lo tanto, Francisco ve la necesidad de rehabilitar
una sana política. Porque “el mercado solo no resuelve todo, aunque otra
vez nos quieran hacer creer este dogma de fe neoliberal. Se trata de un
pensamiento pobre, repetitivo, que propone siempre las mismas recetas frente a
cualquier desafío que se presente” (168). Al mismo tiempo, advierte sobre los
defectos de políticas populistas desviadas.
Esto ayuda a entender por qué, en una encíclica sobre la
dimensión universal del amor, se dedica un largo capítulo a la buena política.
Allí propone que la política lidere
los grandes cambios que el mundo necesita. Pero hay que decir una vez
más que, en el pensamiento marcadamente humanista de Francisco, heredero del
humanismo del Evangelio, “todo esto podría estar colgado de alfileres, si
perdemos la capacidad de advertir la necesidad de un cambio en los corazones
humanos, en los hábitos y en los estilos de vida” (166).
Por esta razón, Francisco recuerda a los políticos que “la
tarea educativa, el desarrollo de hábitos solidarios, la capacidad de pensar la
vida humana más integralmente, la hondura espiritual, hacen falta para dar
calidad a las relaciones humanas, de tal modo que sea la misma sociedad la que
reaccione ante sus inequidades, sus desviaciones, los abusos de los poderes
económicos, tecnológicos, políticos o mediáticos” (167). Por eso mismo sostiene
que “las distintas religiones, a partir de la valoración de cada persona humana
como criatura llamada a ser hija de Dios, ofrecen un aporte valioso para la
construcción de la fraternidad y para la defensa de la justicia en la sociedad”
(271).
Francisco ha propuesto
de una manera cristalina su pensamiento social. Queda a toda la Iglesia la
tarea de favorecer una adecuada y entusiasta recepción. Al mismo tiempo, de
contrarrestar las infaltables manipulaciones e intentos de sabotaje que
caracterizan a ciertos sectores cuando se ven perjudicados en sus intereses
económicos o ideológicos.
Vale la pena terminar con estas hermosas palabras de la encíclica:
“Soñemos como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos” (8).
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