"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DESPUÉS DE
CENIZA
Y allí y entonces, aquél amor que percibió en
la mirada de Jesús abrasó su alma y provocó su conversión. “Él, dejándolo todo,
se levantó y lo siguió”.
“Cuando destierres de ti la opresión, el gesto
amenazador y la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento y sacies
el estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se
volverá mediodía. El Señor te dará reposo permanente, en el desierto saciará tu
hambre”. Con este oráculo del Señor comienza la primera lectura que nos
presenta la liturgia de hoy (Is 58, 9b-14).
Continuamos en la tónica de las prácticas
penitenciales a las que se nos llama en el tiempo de Cuaresma. Este pasaje que
leemos hoy nos evoca aquel del profeta Oseas: “Porque yo quiero amor y no
sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos (6,6)”. Jesús se hará eco
de este pasaje en Mt 12,7: “Si hubieran comprendido lo que significa:
Misericordia quiero y no sacrificio”.
Nos encontramos ante el imperativo del amor que
constituye el fundamento y el objeto del mensaje de Jesús. Jesús nos está
invitando a ayunar de todas las cosas que nos apartan de Él, de todo
sentimiento o actitud que nos aparte de nuestros hermanos, pues “cada vez que
lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt
25,40).
Por eso, cada vez que nos despojamos de todo
sentimiento y actitud negativos contra nuestro prójimo, cada vez que “partimos
nuestro pan” con el hambriento, nuestra luz “brillará en las tinieblas” (Cfr. Mt 5,15; Lc 11,33), y “el Señor en el
desierto saciará nuestra hambre”. Cuando hablamos de partir nuestro pan con el
hambriento, no se trata solo de saciar su hambre corporal, implica también
compartir nuestro tiempo, brindar consuelo y apoyo al necesitado, y enseñar al
que no sabe. Entonces Él saciará nuestra hambre de Él mismo en el desierto de
nuestras vidas.
Como podemos apreciar, todas las obras de
misericordia, tanto corporales como espirituales, no son más que manifestaciones
del Amor de Dios que se derrama sobre y a través de nosotros a toda la
humanidad.
La lectura evangélica (Lc 5,27-32) nos presenta
la versión de Lucas de la vocación de Leví (Mateo). Mateo era un hombre
embebido en la rutina diaria de su trabajo como cobrador de impuestos. Pero al
cruzar su mirada con la de Jesús, y escuchar su voz instándole a seguirle,
comprendió en un instante que su vida, como él la conocía, no tenía sentido,
que había “algo más”, y ese algo era Jesús. Jesús y el amor incondicional que
percibió en Su mirada.
El publicano, odiado por todos, contado, junto
con las prostitutas y los criminales entre el grupo de los “pecadores” por la
sociedad del tiempo de Jesús, se sintió amado, tal vez por primera vez en su
vida. Mateo comprendió de momento cuán vacía había sido su vida hasta entonces.
Y allí y entonces, aquél amor que percibió en la mirada de Jesús abrasó su alma
y provocó su conversión. “Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió”.
La Iglesia nos llama a la conversión durante la
Cuaresma. Y la liturgia de hoy nos da la fórmula. Fijemos nuestros ojos en la
mirada amorosa de Jesús, y abramos nuestros corazones a Su amor incondicional.
¿Quién puede resistirse?
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