"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL SEGUNDO DOMINGO DE
CUARESMA (B)
Altar mayor de la Basílica de la
Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice
que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el
privilegio de servir como ayudante del altar.
La liturgia de hoy nos presenta el pasaje de la
Transfiguración del Señor (Mc 9,2-10). El pasaje nos narra que Jesús tomó
consigo a los discípulos que conformaban su “círculo íntimo” de amigos: Pedro,
Santiago, y su hermano Juan, y los llevó a un monte apartado (la tradición nos
dice que fue el Monte Tabor). Allí, en presencia de ellos, se “transfiguró”, es
decir, les permitió ver, por unos instantes, la gloria de su divinidad.
Esta narración está tan preñada de simbolismos,
que resultaría imposible reseñarlos en estos breves párrafos. Trataremos, por
tanto, de resumir lo que la Transfiguración representó para los discípulos a
quienes Jesús les concedió el privilegio de presenciarla, sobre todo en la
versión de Marcos que contemplamos hoy.
Los discípulos ya habían comprendido que Jesús
era el Mesías esperado; por eso lo habían dejado todo para seguirle, sin
importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no habían logrado
percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Él decidió
brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar esta
experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que vemos
manifestada sin lugar a duda la gloria y el poder de Dios; esos momentos que
afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del Maestro.
En esos momentos resuenan en nuestro espíritu las palabras del Padre: “Este es
mi Hijo amado, escuchadlo”.
Concluye la lectura diciéndonos que luego de
escuchar esas palabras miraron a su alrededor y no vieron a nadie más que a
Jesús, solo con ellos. Es entonces que Jesús les dice “No contéis a nadie lo
que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”
(el famoso “secreto mesiánico” del Evangelio según san Marcos). Pero ellos
todavía no acertaban a comprender el alcance de aquellas palabras, eso de
“resucitar de entre los muertos”. A pesar de que Jesús se los anuncia en más de
una ocasión, no es hasta después de la Resurrección cuando, iluminados por el
Espíritu Santo que reciben en Pentecostés, comprenden plenamente el alcance de
estas.
La segunda lectura de hoy, tomada de la carta
del apóstol san Pablo a los Romanos (8,31b-34), nos recuerda que gracias a esa
Resurrección que aquellos apóstoles no supieron comprender en aquel momento,
pero que ya Pablo conocía, Jesucristo “está a la derecha de Dios” e “intercede
por nosotros”. Vemos cómo la liturgia cuaresmal ya comienza a apuntarnos hacia
la culminación de este tiempo tan especial.
Hoy nosotros tenemos una ventaja que aquellos
discípulos no tuvieron; el testimonio de la gloriosa Resurrección de Jesús, y
la “transfiguración” que tenemos el privilegio de presenciar en cada
celebración eucarística. Jesús no solo resucitó, sino que también quiso
permanecer con nosotros en la Eucaristía. Por eso Pablo dice al comienzo de esa
segunda lectura: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”.
Pidamos al Padre que cada vez que participemos
de la Eucaristía, los ojos de la fe nos permitan contemplar la gloria de su
Hijo y escuchar en nuestras almas aquella voz que nos dice: “Este es mi Hijo
amado, escuchadlo”.
Que pasen un hermoso fin de semana y, recuerda, el Señor te espera en su casa.
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