"Ventana abierta"
DEL BLOG DE DÍAZ-PIMIENTA
LUCINDA Y LOS CHARCOS
(FRAGMENTO DE NOVELA JUVENIL)
Se llamaba Lucinda,
como el personaje del Quijote. Ella nunca había leído el Quijote, pero le
encantaba que su madre la hubiera llamado Lucinda, nombre poco común en su
colegio, en su barrio, en su provincia, incluso en su país: iba a cumplir los
ocho años y todavía no había conocido a nadie que se llamara como ella. Según
su madre, Cervantes, el autor del Quijote, se había equivocado al poner a
Dulcinea como coprotagonista de su mejor obra: la joven Lucinda, un personaje
secundario, debió haber sido la novia ideal del caballero de La Mancha, decía
ella. ¡Oh, Lucinda! ¡Oh, Lucinda! Sonaba hermoso. Suena hermoso, se dice a sí
misma la pequeña Lucinda cada día. Y sonríe.
—¿Y ese nombre? —le
preguntó una niña en el parque.
—Viene de
"luz" y "linda" —mintió ella.
Pero la niña hizo la
típica mueca de “no entiendo nada”.
Lucinda exageró, con
grandes movimientos de las manos.
—A mi madre hasta han
querido comprarle los derechos de mi nombre, la patente, pero ella no la vende.
La otra niña repitió
la mueca de “no entiendo nada”.
Lucinda sabía mucho
de derechos y patentes porque su madre era abogada, especialista en estos
temas, aunque en realidad no sabía con exactitud qué significaba aquello de
vender derechos.
—¿Tu madre tiene la
patente de tu nombre? —entendió Lucinda que le preguntaba aquella niña grande,
flaca y alta, poniendo una cara rara, mezcla de asco e incredulidad.
—Pues claro. Estaba
libre de derechos cuando yo nací, desde los tiempos del Quijote —dijo ella.
—No entendemos nada
—dijo otra niña que estaba escuchando y a la vez pintaba garabatos en la tierra
con una rama seca.
Otro día le dijo a un
grupo de diez niñas durante el recreo que su perro, llamado Selfie, sabía
volar, que volaba porque se había tragado un murciélago una tarde del verano
anterior. Las niñas la miraron raro, con distintas muecas, pero ella amplió la
información, dio detalles como que Selfie desde entonces volaba por las noches,
solo por las noches, y que era muy difícil verlo porque lo hacía muy tarde,
cuando todos dormían.
Y las niñas, todas,
pusieron cara de “no entendemos nada”. Pensaban que era tonta. O mentirosa. O
loca.
— ¿Y tú cómo lo
sabes? —preguntó la Superdesconfiada, una niña de trenza gruesa y grandes gafas
de pasta azul, que lo ponía todo en duda, pero era la única que la entendía un
poco, la única niña de todo su entorno que hablaba el mismo lenguaje que ella.
—Porque él viene a mi
cuarto —respondió Lucinda sin inmutarse, sin mirarla—. Solo vuela en mi cuarto,
porque si mis padres lo ven volar lo mandan a un zoológico, o peor, a un circo.
— ¿Tus padres harían
eso? —preguntó la Superdesconfiada.
—Mi padre, sobre
todo, que es muy bruto y odia a los murciélagos.
—Pobrecito.
—¿Quién, mi padre?
—No, tu
perro-murciélago.
—Además,
mientras vuela, Selfie es ciego y se orienta con el eco.
—¿Ciego?
—Totalmente ciego;
pero no te preocupes, que se orienta con el eco.
Y las demás niñas,
hasta la niña grande con cara de asco e incredulidad, la miraron raro: mescla
de incomprensión y ojos de asombro.
Lucinda sonrió.
Había develado uno de
sus secretos, otro más de los tantos que guardaba en su Arca de Secretos Bien
Guardados, que, según ella, era mucho más grande que la famosa Arca de Noé de
que hablaba la Biblia, y ella lo tenía en una parte de su cabeza, sobre la
oreja izquierda, un escondite que ni su padre ni su madre, que la peinaba todos
los días, habían descubierto.
Aunque el secreto
mejor guardado de Lucinda no era este. Qué va, ni por asomo.
El secreto mejor
guardado por Lucinda es que ella, desde hacía años (muchos años, decía, aunque
solo tenía ocho recién cumplidos) era amiga de los charcos, la mejor amiga de
los charcos, posiblemente la única amiga que los charcos tenían en toda
Galicia y España y Europa, en todo el mundo. Bueno, no quería exagerar pensando
en el mundo. Ella sabía, porque se lo había oído decir a su madre y lo había
visto en algunos telediarios y películas, que había países en los que llovía
mucho más que en Galicia, con tormentas enormes, así que no iba a exagerar, no
hacía falta: seguramente en algún país lejano habría otra niña amiga de los
charcos también, con la misma cantidad de charcos amigos que ella, o tal vez
más, quién sabe.
El caso es que cada
vez que llovía, ya fuera en su barrio o en algún lugar donde ella estuviera de
viaje con sus padres, Lucinda ganaba nuevos amigos, incontables amigos, y todos
tenían en común lo mismo: que eran amigos de verdad, de los de verdad, de los
que defendían y protegían la amistad con ella sobre todas las cosas.
Lucinda se dio cuenta
de que los charcos eran sus mejores amigos una tarde de un aguacero enorme,
dice, en que atravesaron medio barrio ella y Roque, su hermano de tres años, un
vecino mayor que ellos, y sus padres, y todos llegaron al edificio con los pies
encharcados, chorreando agua, y los bajos de los pantalones llenos de barro,
todos, menos ella. Cierto que no llevaba pantalones, sino falta, pero zapatos
sí llevaba, con calcetines, y llegó a casa con los zapatos secos, dice.
Dice también que no
comentó nada para que su mamá, que protesta por todo, no le echara la bronca
por no haber dicho cuál era la mejor manera de andar entre los charcos sin
mojarse, que tendrían que haberlo sabido ellos, todos. Sobre todo su hermanito,
que es asmático.
Pero en realidad ello
no tuvo que hacer nada, dice. Los charcos desde la estación de autobuses hasta
su casa (unos quinientos metros, calculó luego, teniendo en cuenta que según su
padre cada manzana mide unos cien metros y que cinco por diez, según las
matemáticas, son cincuenta, y si se agrega un cero más, quinientos, otra
enseñanza de su profe y de su madre, algo que ella tampoco entiende mucho
(todavía: lo de agregar un cero), pero que le servía para calcular,
aproximadamente, la distancia que había de la estación a su edificio.
Dice que ella comenzó
a caminar junto a sus padres y su hermano, con su paraguas infantil de lunares
en lo alto, intentando esquivar los charcos como su padre había dicho, pero que
ni siquiera le hizo falta. Que ella veía cómo su padre metía las botazas en los
charcos, salpicándolo todo, y su madre sus mejores zapatos de vestir, y su
hermano los tenis (hasta que el padre lo tomó en brazos y lo subió en sus
hombros) pero que ella no hacía nada, dice que ella daba un paso y los charcos,
no sabía por qué, se abrían o se echaban a un lado, para que la pisada no
cayera en el agua.
Al principio estuvo a
punto de decirlo en voz alta (¡mira mamá!, ¡mira, papá!, ¡qué bueno que los
charcos están vivos!), pero no se atrevió, sobre todo porque su padre siempre
salía con aquello de vaya niña tan imaginativa, o, cuando estaba de mal humor,
le soltaba un seco ¡no seas mentirosa!
Así que caminó entre
los charcos, sobre ellos, pero sin pisarlos y sin decir nada, guiñándoles el
ojo izquierdo a algunos, el derecho a otros, con complicidad, risueña siempre.
Le daba risa sobre
todo, dice, la agilidad que tenían los charcos para evitar mojarla, los
quiebres de cintura, las fintas casi futboleras, el arte con que evitaban que
sus zapatos entraran en el agua. Como los de su madre. Como los de su padre.
Como decenas de zapatos de otros vecinos que habían decidido caminar también
bajo la lluvia.
En realidad, había
escapado ya, por eso todos se habían atrevido a salir caminando antes de que
volviera el chaparrón con el que amenazaban todos aquellos nubarrones que
habían convertido las tres de la tarde en las siete de la tarde, según su
padre, y una tarde de julio en un tarde-noche de noviembre, invernal, según su
madre.
Ella, Lucinda, de
estaciones del año sabía poco aún, pero de charcos mucho, porque aunque esta
era la primera vez que recibía una respuesta de ellos, una respuesta cómplice
(moverse de su sitio para no mojarla) llevaba años (para Lucinda la única
medida temporal existente era años: jamás decía horas, días, semanas, meses ni
nada parecido) hablando con ellos, dejándoles mensajes o enviándoselos desde la
ventana de su cuarto.
El cuarto de Lucinda
está en el ala izquierda de su edificio, a la altura del segundo piso. Por eso
desde la ventana, subida en la cama, puede mirar hacia abajo y ver los charcos
que se forman alrededor del edificio, hablar con ellos, mandarlas mensajes.
Y un día se dio
cuenta de que los charcos le contestaban. Al principio pensaba que no, que
hablaba sola. Incluso le encantó descubrir la frase “llover sobre mojado” en
boca de su madre, y enseguida pensó que sus conversaciones con los charcos eran
eso, llover sobre mojado, que ella llovía sobre mojado cuando veía llover, o
tras la lluvia, porque jamás los charcos habían dada muestras visibles de
deseos de entablar conversación con una niña del segundo piso. Tal vez con las
vecinas del primero sí, porque estaban más cerca, pensaba ella, pero con ella
no, porque seguramente sus mensajes, aunque fueran en voz alta, llegaban debilitados
hasta el agua, deformados, y los charcos no los entendían. La frase “llover
sobre mojado” para otros (incluida su madre) significa que todo sigue igual,
que si ya hay agua en el suelo la lluvia no es nada nuevo o diferente; pero
para ella no, para ella significaba que los charcos no la entendían bien o no
le hacían caso.
Por eso se emocionó
tanto cuando los charcos comenzaron a apartarse a su paso, y a intentar que
ella llegara a su casa con los zapatos secos.
Hacía años, según
ella, no solamente hablaba con ellos desde lo alto, sino que les ponía nombres
y los identificaba. Al principio pensó numerarlos, pero eran muchos y temía no
recordar tantos números o confundir a unos con otros. Entonces se le ocurrió
ponerles nombres propios, sonoros e intransferibles. Ella, por supuesto, no
sabía lo que era ni lo que significaba la palabra “onomatopeya”, es decir, la
imitación de un sonido que no es propio del lenguaje humano (como el “guau” de
los perros o el “tic tac” del reloj), pero todos los nombres que se lo ocurrían
eran o parecían onomatopeyas y, además, les quedaban que ni pintados a los
charcos, hechos a su medida, de tal manera que los charcos desde la primera vez
se sentían identificados y se quedaban con los nombres. Esto fue lo que pasó
con los primeros charcos a los que Lucinda se dirigió, aún tímida: pasó con
Glup, y con Blup, con Blap y con Crachs, con Fuat y con Swiss. Y a estos
primeros charcos les siguieron los felices Bum, Guarch, Plin, Poing, Guaca y
Ploff, que era hermano de Plaff y de Pliff, primo segundo de Plis-plas, y
padre, aunque no reconocido, de los pequeños Pluff y Prowing, el más complejo
de todos.
El caso es que sin
que sus padres lo supieran, sin que nadie lo supiera en su familia ni en su
barrio, a Lucinda le encantaba encerrarse en su cuarto cuando estaba lloviendo
y mantener conversaciones con los charcos que luego metía en el Arca de
Secretos Bien Guardados.
Y desde entonces le
encanta salir a hacer recados los días que llueve, cuando escampa, claro, para
poder conversar con sus amigos. ¿Y de qué hablan una niña y un charco?, se
preguntarán ustedes. Pues, de todo. No vayan a pensar que por ser charcos solo
hablan sobre el agua, o de la lluvia, o del estado del tiempo; o que por ser
ella una niña solo hablan de temas infantiles o femeninos; o de que por ser
charcos de un barrio solo hablan de política local, o sobre los vecinos y esa
cosa tan rara y rimbombante que los adultos llaman la “contaminación acústica”,
un tema de moda últimamente.
—¿Qué cosa es eso de
la contaminación acústica, Lucinda?, tú que sabes de todo —le dijo Plaff una
tarde, cuando ella regresaba de comprar chuches en la tienda de las cuatro
esquinas.
—Tú, ni caso —intentó
desentenderse ella, porque no lo sabía.
—Pero qué es
—insistió Plaff, que tenía fama de insistente y algunos por eso lo llamaban
burlonamente el Plaffta.
—Cosas de adultos
—dijo ella.
—Parece y suena a
enfermedad.
—Seguro que es.
—Sé que tiene algo
que ver con los oídos —agregó Glub, que tiene fama de meterse en todas las
conversaciones, no importa en la calle que fuera el diálogo; siempre se entera
y opina y pregunta y matiza, un fenómeno al que los demás charcos llaman la
“glubolización”.
—Creo que sí. Con los
oídos —se hizo la interesante ella (luciéndose Lucinda).
Por supuesto, Lucinda
no sabía nada sobre la regulación del exceso de ruidos en una ciudad, ni del
derecho al silencio y al descanso vecinal, unas leyes recientes que controlaban
o intentaban controlar la cantidad de sonido permitido, es decir, poner límites
a los ruidos para que estos no “contaminaran” el silencio.
—Los adultos siempre
inventando cosas —dijo por fin, y añadió con tono de burla— “contaminar el
silencio”, ¿quién ha visto eso?
Y Glub y Plaff y
Going se partieron de la risa. Era gracioso ver a los charcos riéndose, porque
aunque fueran sonoras carcajadas lo único que se notaba eran suaves ondas en
sus superficies, ondas concéntricas, como si la expresión que provocaba la risa
fuera una piedrecita que cayera en el centro del agua. A Lucinda le encantaba
ver reír a los charcos. A veces, muchas veces, decía cosas tontas solo para que
se rieran.
—Anoche Selfie entró
volando por la ventana y aunque se guía por el eco, le vino un estornudo y
chocó contra la lámpara de techo.
Y se quedaba a ver
las ondas en la cara de Plaff para compararlas con las de Crash y las de Plin,
tan distintas.
—¿Contra la lámpara?
—intervino Crush, que casi nunca hablaba.
—Cerró los ojos al
estornudar y chocó —aclaró ella, viendo cómo Ploff intentaba contener las
ondas.
—¡Pero si es ciego!
—Se dio cuenta Glub—. ¡Si es un perro-murciélago y se orienta con el eco!
—Pero cerró los ojos
—dijo Lucinda, como único argumento.
—Si un perro ciego
cierra los ojos no es más ciego por eso, ¿no? —haciendo gala de su
inteligencia, bien ganada, el pequeñito Pliff.
—Con los ojos
cerrados no funciona el eco —le aclaró Lucinda—: lo leí en su libro de
instrucciones.
Y se moría de la risa
ella también, mirando, feliz, cientos de ondas concéntricas en decenas de
charcos que se apartaban de su paso para no mojarla.
A los charcos
también, todo sea dicho, les encantaba conversar con Lucinda. De la misma
manera que Lucinda aprendía con ellos sobre astronomía o física o vida animal
en los estanques, por poner tres ejemplos, los charcos aprendían con ella a
desarrollar el sentido del humor, porque los charcos, por regla general, son
bastante serios (bastante secos, dicen ellos), y con Lucinda se llenaban de
ondas fácilmente.
Otra cosa que a lo
Lucinda le encantaba de los charcos eran los guiños y los besos.
Y eso que a Lucinda
le costó cierto trabajo interpretarlos, descubrir que eran guiños para ellas
aquellos “pellizcos de agua” que dejaban las gotas al caer (cuando llovía sobre
los charcos, es decir, sobre mojado) y que eran besos para ella, de distintos
tamaños, las burbujitas que explotaban de vez cuando en cualquiera charco del
camino, estuviera ella en la calle o en la ventana de su cuarto. Burbujitas de
amor. Burbujitas de cariño y nostalgia por ella. Burbujitas que emitían un
sonido muy parecido al de los besos cuando se lanzan al viento.
Lucinda se ponía de
lo más tierna cuando los recibía. Y los devolvía con gesto casi maternal,
risueña.
— ¡Cómo te gustan los
besos, Lucinda! —le dijo un día Plep, lanzando cuatro.
— ¡Y a quién no!
—dijo ella.
Y ustedes se
preguntarán cómo Lucinda y los charcos se entendían, en que lenguaje o idioma
hablaban. ¡Vaya pregunta! En gótico, que es el lenguaje de los charcos, en
salpigótico, que es el mismo gótico pero más canturreado, una especia de
dialecto o variante del gótico que usan los charcos los días de lluvias
torrenciales, de aguaceros muy fuertes.
A Lucinda le gustan
las lluvias torrenciales, las tormentas, los aguaceros que parecen que no se
van a acabar
nunca. Le gustan muchísimo aunque tenga que soportar a su padre quejándose y a
su madre que se pone de los nervios.
Su padre siempre dice
lo mismo:
—Está cayendo la del
pulpo.
Y su madre:
—Está lloviendo a
cántaros.
Y su padre:
—Hace un día de
perros.
Y su madre:
—Está lloviendo a
mares.
O:
—Madre de Dios: la
que está cayendo.
Y su padre remataba:
—Están cayendo chuzos
de punta.
—¿Y qué son chuzos?
—preguntó Lucinda una tarde, pero nadie le respondió, ocupados todos en cerrar
las ventanas para que no entrara la lluvia.
—¿Por qué el día es
de perros? —preguntó otra tarde su hermanito Roque, pero tampoco halló
respuesta, solo risas de adultos que se lo saben todo y no comparten la
información, se quejaba ella.
Lucinda se quejó con
Plaff.
—Mi madre cree que se
las sabe todas.
Plaff la escuchaba
con cara de charco joven, pero inteligente; enseguida se dio cuenta de que
Lucinda tenía un día malo y necesitaba desahogarse.
—Últimamente le
preguntamos algo y no responde —insistió Lucinda.
—¿Quieres saber lo de
los chuzos? —dijo Plaff, sonriendo, es decir, provocando algo parecido a una
ola, con espumita y todo, sobre unas piedras que tenía en el extremo superior
izquierdo.
—Me gustaría —dijo
Lucinda, mientras se agachaba para mirar a Plaff directo a los ojos.
A Lucinda le parecía
que los charcos tenían, todos, los ojos más hermosos de la naturaleza. Ni los
gatos, ni los perros, ni los peces, ni los seres humanos: ¡los charcos!
Arrodillada escuchó
que los chuzos eran palos armados con pinchos de hierro en la punta, que se
usaban antiguamente para la defensa.
—¡Ahhh!
Y también que así se
llamaban los carámbanos de hielo, largos y puntiagudos, que se forman en
invierno en algunos aleros y que al salir el sol se parten y caen de punta
sobre el suelo,
—¡Ahhh!
—Caen como la lluvia,
solo que la lluvia no es sólida.
—¡Ahhh!
—¿Entiendes lo que
quiero decir, lo que significa? —dijo Plaff que tenía paciencia de psicólogo
infantil.
—Papá miente entonces
—dijo Lucinda —y Plaff se echó a reír—, lo que cae es agua, por mucha que sea.
Luego volvió a
preguntar:
—¿Y lo perros? ¿Por
qué día de perros?
Pero en ese momento
Pliff y Pleff comenzaron a discutir en voz alta y formas descompuestas con
Poing, todo por un barquito de papel que venía acercándose a los tres,
lentamente, y cada uno decía que era suyo.
En realidad, el barco
de papel estaba anclado en un brazo de agua que unía a Pliff con Poing, pero
muy cerca de Plaff, por lo que cada uno lo veía desde un ángulo distinto, en
“aguas territoriales” suyas, y cada uno tenía la esperanza de que con el
próximo golpe de viento el barco cayera de pleno en sus aguas y, por lo tanto,
que fuera suyo al cien por ciento. La discusión no era entonces por saber de
quién era el barco (una vez que algún niño abandona un barco de papel ya este
pasa a ser propiedad oficial de los charcos, si antes la lluvia no lo
destroza). La discusión era más bien por lo que haría cada uno con el barco
náufrago luego. Pliff lo quería deshacer “en un Pliff-plaff”, decía. Pleff
quería intentar repararlo. Y Poing quería quedarse con él e intentar averiguar
de qué niño era, qué niño lo había hecho, porque era una obra de arte, según
decía, y debía volver a manos de su dueño.
Y en esta discusión
los dejó Lucinda cuando escuchó la voz de su madre llamándola.
Les dijo adiós y fue
a reunirse con el resto de la familia.
(c) Alexis Díaz-Pimienta
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