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Invitación y bienvenida

Hola amig@s, bienvenid@s a este lugar, "Seguir la Senda.Ventana abierta", un blog que da comienzo e inicia su andadura el 6 de Diciembre de 2010, y con el que sólo busco compartir con ustedes algo de mi inventiva, artículos que tengo recogidos desde hace años, y también todo aquello bonito e instructivo que encuentro en Google o que llega a mí desde la red, y sin ánimo de lucro.

Si alguno de ustedes comprueba que es suyo y quiere que diga su procedencia, o por el contrario quiere que sea retirado de inmediato, por favor, comuníquenmelo y lo haré en seguida y sin demora.

Doy las gracias a tod@s mis amig@s blogueros que me visitan desde todas partes del mundo y de los cuales siempre aprendo algo nuevo. ¡¡¡Gracias de todo corazón y Bienvenid@s !!!!

Si lo desean, bajo la cabecera de "Seguir la Senda", se encuentran unos títulos que pulsando o haciendo clic sobre cada uno de ellos pueden acceder directamente a la sección que les interese. De igual manera, haciendo lo mismo en cada una de las imágenes de la línea vertical al lado izquierdo del blog a partir de "Ventana abierta", pasando por todos, hasta "Galería de imágenes", les conduce también al objetivo escogido.

Espero que todos los artículos que publique en mi blog -y también el de ustedes si así lo desean- les sirva de ayuda, y si les apetece comenten qué les parece...

Mi ventana y mi puerta siempre estarán abiertas para tod@s aquell@s que quieran visitarme. Dios les bendiga continuamente y en gran manera.

Aquí les recibo a ustedes como se merecen, alrededor de la mesa y junto a esta agradable meriendita virtual.

No hay mejor regalo y premio, que contar con su amistad.

No hay mejor regalo y premio, que contar con su amistad.
No hay mejor regalo y premio, que contar con su amistad. Les saluda atentamente: Mª Ángeles Grueso (Angelita)

martes, 16 de febrero de 2021

LUCINDA Y LOS CHARCOS (FRAGMENTO DE NOVELA JUVENIL)

 "Ventana abierta"

DEL BLOG DE DÍAZ-PIMIENTA

LUCINDA Y LOS CHARCOS

(FRAGMENTO DE NOVELA JUVENIL)

Se llamaba Lucinda, como el personaje del Quijote. Ella nunca había leído el Quijote, pero le encantaba que su madre la hubiera llamado Lucinda, nombre poco común en su colegio, en su barrio, en su provincia, incluso en su país: iba a cumplir los ocho años y todavía no había conocido a nadie que se llamara como ella. Según su madre, Cervantes, el autor del Quijote, se había equivocado al poner a Dulcinea como coprotagonista de su mejor obra: la joven Lucinda, un personaje secundario, debió haber sido la novia ideal del caballero de La Mancha, decía ella. ¡Oh, Lucinda! ¡Oh, Lucinda! Sonaba hermoso. Suena hermoso, se dice a sí misma la pequeña Lucinda cada día. Y sonríe.

—¿Y ese nombre? —le preguntó una niña en el parque.

—Viene de "luz" y "linda" —mintió ella.

Pero la niña hizo la típica mueca de “no entiendo nada”.

Lucinda exageró, con grandes movimientos de las manos.

—A mi madre hasta han querido comprarle los derechos de mi nombre, la patente, pero ella no la vende.

La otra niña repitió la mueca de “no entiendo nada”.

Lucinda sabía mucho de derechos y patentes porque su madre era abogada, especialista en estos temas, aunque en realidad no sabía con exactitud qué significaba aquello de vender derechos.

—¿Tu madre tiene la patente de tu nombre? —entendió Lucinda que le preguntaba aquella niña grande, flaca y alta, poniendo una cara rara, mezcla de asco e incredulidad.

—Pues claro. Estaba libre de derechos cuando yo nací, desde los tiempos del Quijote —dijo ella.

—No entendemos nada —dijo otra niña que estaba escuchando y a la vez pintaba garabatos en la tierra con una rama seca.

Otro día le dijo a un grupo de diez niñas durante el recreo que su perro, llamado Selfie, sabía volar, que volaba porque se había tragado un murciélago una tarde del verano anterior. Las niñas la miraron raro, con distintas muecas, pero ella amplió la información, dio detalles como que Selfie desde entonces volaba por las noches, solo por las noches, y que era muy difícil verlo porque lo hacía muy tarde, cuando todos dormían.

Y las niñas, todas, pusieron cara de “no entendemos nada”. Pensaban que era tonta. O mentirosa. O loca.

— ¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó la Superdesconfiada, una niña de trenza gruesa y grandes gafas de pasta azul, que lo ponía todo en duda, pero era la única que la entendía un poco, la única niña de todo su entorno que hablaba el mismo lenguaje que ella.

—Porque él viene a mi cuarto —respondió Lucinda sin inmutarse, sin mirarla—. Solo vuela en mi cuarto, porque si mis padres lo ven volar lo mandan a un zoológico, o peor, a un circo.

— ¿Tus padres harían eso? —preguntó la Superdesconfiada.

—Mi padre, sobre todo, que es muy bruto y odia a los murciélagos.

—Pobrecito.

—¿Quién, mi padre?

—No, tu perro-murciélago.

—Además, mientras vuela, Selfie es ciego y se orienta con el eco.

—¿Ciego?

—Totalmente ciego; pero no te preocupes, que se orienta con el eco.

Y las demás niñas, hasta la niña grande con cara de asco e incredulidad, la miraron raro: mescla de incomprensión y ojos de asombro.

Lucinda sonrió.

Había develado uno de sus secretos, otro más de los tantos que guardaba en su Arca de Secretos Bien Guardados, que, según ella, era mucho más grande que la famosa Arca de Noé de que hablaba la Biblia, y ella lo tenía en una parte de su cabeza, sobre la oreja izquierda, un escondite que ni su padre ni su madre, que la peinaba todos los días, habían descubierto.

Aunque el secreto mejor guardado de Lucinda no era este. Qué va, ni por asomo.

El secreto mejor guardado por Lucinda es que ella, desde hacía años (muchos años, decía, aunque solo tenía ocho recién cumplidos) era amiga de los charcos, la mejor amiga de los charcos, posiblemente la única amiga que los charcos tenían en  toda Galicia y España y Europa, en todo el mundo. Bueno, no quería exagerar pensando en el mundo. Ella sabía, porque se lo había oído decir a su madre y lo había visto en algunos telediarios y películas, que había países en los que llovía mucho más que en Galicia, con tormentas enormes, así que no iba a exagerar, no hacía falta: seguramente en algún país lejano habría otra niña amiga de los charcos también, con la misma cantidad de charcos amigos que ella, o tal vez más, quién sabe.

El caso es que cada vez que llovía, ya fuera en su barrio o en algún lugar donde ella estuviera de viaje con sus padres, Lucinda ganaba nuevos amigos, incontables amigos, y todos tenían en común lo mismo: que eran amigos de verdad, de los de verdad, de los que defendían y protegían la amistad con ella sobre todas las cosas.

Lucinda se dio cuenta de que los charcos eran sus mejores amigos una tarde de un aguacero enorme, dice, en que atravesaron medio barrio ella y Roque, su hermano de tres años, un vecino mayor que ellos, y sus padres, y todos llegaron al edificio con los pies encharcados, chorreando agua, y los bajos de los pantalones llenos de barro, todos, menos ella. Cierto que no llevaba pantalones, sino falta, pero zapatos sí llevaba, con calcetines, y llegó a casa con los zapatos secos, dice.

Dice también que no comentó nada para que su mamá, que protesta por todo, no le echara la bronca por no haber dicho cuál era la mejor manera de andar entre los charcos sin mojarse, que tendrían que haberlo sabido ellos, todos. Sobre todo su hermanito, que es asmático.

Pero en realidad ello no tuvo que hacer nada, dice. Los charcos desde la estación de autobuses hasta su casa (unos quinientos metros, calculó luego, teniendo en cuenta que según su padre cada manzana mide unos cien metros y que cinco por diez, según las matemáticas, son cincuenta, y si se agrega un cero más, quinientos, otra enseñanza de su profe y de su madre, algo que ella tampoco entiende mucho (todavía: lo de agregar un cero), pero que le servía para calcular, aproximadamente, la distancia que había de la estación a su edificio.

Dice que ella comenzó a caminar junto a sus padres y su hermano, con su paraguas infantil de lunares en lo alto, intentando esquivar los charcos como su padre había dicho, pero que ni siquiera le hizo falta. Que ella veía cómo su padre metía las botazas en los charcos, salpicándolo todo, y su madre sus mejores zapatos de vestir, y su hermano los tenis (hasta que el padre lo tomó en brazos y lo subió en sus hombros) pero que ella no hacía nada, dice que ella daba un paso y los charcos, no sabía por qué, se abrían o se echaban a un lado, para que la pisada no cayera en el agua.

Al principio estuvo a punto de decirlo en voz alta (¡mira mamá!, ¡mira, papá!, ¡qué bueno que los charcos están vivos!), pero no se atrevió, sobre todo porque su padre siempre salía con aquello de vaya niña tan imaginativa, o, cuando estaba de mal humor, le soltaba un seco ¡no seas mentirosa!

Así que caminó entre los charcos, sobre ellos, pero sin pisarlos y sin decir nada, guiñándoles el ojo izquierdo a algunos, el derecho a otros, con complicidad, risueña siempre.

Le daba risa sobre todo, dice, la agilidad que tenían los charcos para evitar mojarla, los quiebres de cintura, las fintas casi futboleras, el arte con que evitaban que sus zapatos entraran en el agua. Como los de su madre. Como los de su padre. Como decenas de zapatos de otros vecinos que habían decidido caminar también bajo la lluvia.

En realidad, había escapado ya, por eso todos se habían atrevido a salir caminando antes de que volviera el chaparrón con el que amenazaban todos aquellos nubarrones que habían convertido las tres de la tarde en las siete de la tarde, según su padre, y una tarde de julio en un tarde-noche de noviembre, invernal, según su madre.

Ella, Lucinda, de estaciones del año sabía poco aún, pero de charcos mucho, porque aunque esta era la primera vez que recibía una respuesta de ellos, una respuesta cómplice (moverse de su sitio para no mojarla) llevaba años (para Lucinda la única medida temporal existente era años: jamás decía horas, días, semanas, meses ni nada parecido) hablando con ellos, dejándoles mensajes o enviándoselos desde la ventana de su cuarto.

El cuarto de Lucinda está en el ala izquierda de su edificio, a la altura del segundo piso. Por eso desde la ventana, subida en la cama, puede mirar hacia abajo y ver los charcos que se forman alrededor del edificio, hablar con ellos, mandarlas mensajes.

Y un día se dio cuenta de que los charcos le contestaban. Al principio pensaba que no, que hablaba sola. Incluso le encantó descubrir la frase “llover sobre mojado” en boca de su madre, y enseguida pensó que sus conversaciones con los charcos eran eso, llover sobre mojado, que ella llovía sobre mojado cuando veía llover, o tras la lluvia, porque jamás los charcos habían dada muestras visibles de deseos de entablar conversación con una niña del segundo piso. Tal vez con las vecinas del primero sí, porque estaban más cerca, pensaba ella, pero con ella no, porque seguramente sus mensajes, aunque fueran en voz alta, llegaban debilitados hasta el agua, deformados, y los charcos no los entendían. La frase “llover sobre mojado” para otros (incluida su madre) significa que todo sigue igual, que si ya hay agua en el suelo la lluvia no es nada nuevo o diferente; pero para ella no, para ella significaba que los charcos no la entendían bien o no le hacían caso.

Por eso se emocionó tanto cuando los charcos comenzaron a apartarse a su paso, y a intentar que ella llegara a su casa con los zapatos secos.

Hacía años, según ella, no solamente hablaba con ellos desde lo alto, sino que les ponía nombres y los identificaba. Al principio pensó numerarlos, pero eran muchos y temía no recordar tantos números o confundir a unos con otros. Entonces se le ocurrió ponerles nombres propios, sonoros e intransferibles. Ella, por supuesto, no sabía lo que era ni lo que significaba la palabra “onomatopeya”, es decir, la imitación de un sonido que no es propio del lenguaje humano (como el “guau” de los perros o el “tic tac” del reloj), pero todos los nombres que se lo ocurrían eran o parecían onomatopeyas y, además, les quedaban que ni pintados a los charcos, hechos a su medida, de tal manera que los charcos desde la primera vez se sentían identificados y se quedaban con los nombres. Esto fue lo que pasó con los primeros charcos a los que Lucinda se dirigió, aún tímida: pasó con Glup, y con Blup, con Blap y con Crachs, con Fuat y con Swiss. Y a estos primeros charcos les siguieron los felices Bum, Guarch, Plin, Poing, Guaca y Ploff, que era hermano de Plaff y de Pliff, primo segundo de Plis-plas, y padre, aunque no reconocido, de los pequeños Pluff y Prowing, el más complejo de todos.

El caso es que sin que sus padres lo supieran, sin que nadie lo supiera en su familia ni en su barrio, a Lucinda le encantaba encerrarse en su cuarto cuando estaba lloviendo y mantener conversaciones con los charcos que luego metía en el Arca de Secretos Bien Guardados.

Y desde entonces le encanta salir a hacer recados los días que llueve, cuando escampa, claro, para poder conversar con sus amigos. ¿Y de qué hablan una niña y un charco?, se preguntarán ustedes. Pues, de todo. No vayan a pensar que por ser charcos solo hablan sobre el agua, o de la lluvia, o del estado del tiempo; o que por ser ella una niña solo hablan de temas infantiles o femeninos; o de que por ser charcos de un barrio solo hablan de política local, o sobre los vecinos y esa cosa tan rara y rimbombante que los adultos llaman la “contaminación acústica”, un tema de moda últimamente.

—¿Qué cosa es eso de la contaminación acústica, Lucinda?, tú que sabes de todo —le dijo Plaff una tarde, cuando ella regresaba de comprar chuches en la tienda de las cuatro esquinas.

—Tú, ni caso —intentó desentenderse ella, porque no lo sabía.

—Pero qué es —insistió Plaff, que tenía fama de insistente y algunos por eso lo llamaban burlonamente el Plaffta.

—Cosas de adultos —dijo ella.

—Parece y suena a enfermedad.

—Seguro que es.

—Sé que tiene algo que ver con los oídos —agregó Glub, que tiene fama de meterse en todas las conversaciones, no importa en la calle que fuera el diálogo; siempre se entera y opina y pregunta y matiza, un fenómeno al que los demás charcos llaman la “glubolización”.

—Creo que sí. Con los oídos —se hizo la interesante ella (luciéndose Lucinda).

Por supuesto, Lucinda no sabía nada sobre la regulación del exceso de ruidos en una ciudad, ni del derecho al silencio y al descanso vecinal, unas leyes recientes que controlaban o intentaban controlar la cantidad de sonido permitido, es decir, poner límites a los ruidos para que estos no “contaminaran” el silencio.

—Los adultos siempre inventando cosas —dijo por fin, y añadió con tono de burla— “contaminar el silencio”, ¿quién ha visto eso?

Y Glub y Plaff y Going se partieron de la risa. Era gracioso ver a los charcos riéndose, porque aunque fueran sonoras carcajadas lo único que se notaba eran suaves ondas en sus superficies, ondas concéntricas, como si la expresión que provocaba la risa fuera una piedrecita que cayera en el centro del agua. A Lucinda le encantaba ver reír a los charcos. A veces, muchas veces, decía cosas tontas solo para que se rieran.

—Anoche Selfie entró volando por la ventana y aunque se guía por el eco, le vino un estornudo y chocó contra la lámpara de techo.

Y se quedaba a ver las ondas en la cara de Plaff para compararlas con las de Crash y las de Plin, tan distintas.

—¿Contra la lámpara? —intervino Crush, que casi nunca hablaba.

—Cerró los ojos al estornudar y chocó —aclaró ella, viendo cómo Ploff intentaba contener las ondas.

—¡Pero si es ciego! —Se dio cuenta Glub—. ¡Si es un perro-murciélago y se orienta con el eco!

—Pero cerró los ojos —dijo Lucinda, como único argumento.

—Si un perro ciego cierra los ojos no es más ciego por eso, ¿no? —haciendo gala de su inteligencia, bien ganada, el pequeñito Pliff.

—Con los ojos cerrados no funciona el eco —le aclaró Lucinda—: lo leí en su libro de instrucciones.

Y se moría de la risa ella también, mirando, feliz, cientos de ondas concéntricas en decenas de charcos que se apartaban de su paso para no mojarla.

A los charcos también, todo sea dicho, les encantaba conversar con Lucinda. De la misma manera que Lucinda aprendía con ellos sobre astronomía o física o vida animal en los estanques, por poner tres ejemplos, los charcos aprendían con ella a desarrollar el sentido del humor, porque los charcos, por regla general, son bastante serios (bastante secos, dicen ellos), y con Lucinda se llenaban de ondas fácilmente.

Otra cosa que a lo Lucinda le encantaba de los charcos eran los guiños y los besos.

Y eso que a Lucinda le costó cierto trabajo interpretarlos, descubrir que eran guiños para ellas aquellos “pellizcos de agua” que dejaban las gotas al caer (cuando llovía sobre los charcos, es decir, sobre mojado) y que eran besos para ella, de distintos tamaños, las burbujitas que explotaban de vez cuando en cualquiera charco del camino, estuviera ella en la calle o en la ventana de su cuarto. Burbujitas de amor. Burbujitas de cariño y nostalgia por ella. Burbujitas que emitían un sonido muy parecido al de los besos cuando se lanzan al viento.

Lucinda se ponía de lo más tierna cuando los recibía. Y los devolvía con gesto casi maternal, risueña.

— ¡Cómo te gustan los besos, Lucinda! —le dijo un día Plep, lanzando cuatro.

— ¡Y a quién no! —dijo ella.

Y ustedes se preguntarán cómo Lucinda y los charcos se entendían, en que lenguaje o idioma hablaban. ¡Vaya pregunta! En gótico, que es el lenguaje de los charcos, en salpigótico, que es el mismo gótico pero más canturreado, una especia de dialecto o variante del gótico que usan los charcos los días de lluvias torrenciales, de aguaceros muy fuertes.

A Lucinda le gustan las lluvias torrenciales, las tormentas, los aguaceros que parecen que no se van a  acabar nunca. Le gustan muchísimo aunque tenga que soportar a su padre quejándose y a su madre que se pone de los nervios.

Su padre siempre dice lo mismo:

—Está cayendo la del pulpo.

Y su madre:

—Está lloviendo a cántaros.

Y su padre:

—Hace un día de perros.

Y su madre:

—Está lloviendo a mares.

O:

—Madre de Dios: la que está cayendo.

Y su padre remataba:

—Están cayendo chuzos de punta.

—¿Y qué son chuzos? —preguntó Lucinda una tarde, pero nadie le respondió, ocupados todos en cerrar las ventanas para que no entrara la lluvia.

—¿Por qué el día es de perros? —preguntó otra tarde su hermanito Roque, pero tampoco halló respuesta, solo risas de adultos que se lo saben todo y no comparten la información, se quejaba ella.

Lucinda se quejó con Plaff.

—Mi madre cree que se las sabe todas.

Plaff la escuchaba con cara de charco joven, pero inteligente; enseguida se dio cuenta de que Lucinda tenía un día malo y necesitaba desahogarse.

—Últimamente le preguntamos algo y no responde —insistió Lucinda.

—¿Quieres saber lo de los chuzos? —dijo Plaff, sonriendo, es decir, provocando algo parecido a una ola, con espumita y todo, sobre unas piedras que tenía en el extremo superior izquierdo.

—Me gustaría —dijo Lucinda, mientras se agachaba para mirar a Plaff directo a los ojos.

A Lucinda le parecía que los charcos tenían, todos, los ojos más hermosos de la naturaleza. Ni los gatos, ni los perros, ni los peces, ni los seres humanos: ¡los charcos!

Arrodillada escuchó que los chuzos eran palos armados con pinchos de hierro en la punta, que se usaban antiguamente para la defensa.

—¡Ahhh!

Y también que así se llamaban los carámbanos de hielo, largos y puntiagudos, que se forman en invierno en algunos aleros y que al salir el sol se parten y caen de punta sobre el suelo,

—¡Ahhh!

—Caen como la lluvia, solo que la lluvia no es sólida.

—¡Ahhh!

—¿Entiendes lo que quiero decir, lo que significa? —dijo Plaff que tenía paciencia de psicólogo infantil.

—Papá miente entonces —dijo Lucinda —y Plaff se echó a reír—, lo que cae es agua, por mucha que sea.

Luego volvió a preguntar:

—¿Y lo perros? ¿Por qué día de perros?

Pero en ese momento Pliff y Pleff comenzaron a discutir en voz alta y formas descompuestas con Poing, todo por un barquito de papel que venía acercándose a los tres, lentamente, y cada uno decía que era suyo.

En realidad, el barco de papel estaba anclado en un brazo de agua que unía a Pliff con Poing, pero muy cerca de Plaff, por lo que cada uno lo veía desde un ángulo distinto, en “aguas territoriales” suyas, y cada uno tenía la esperanza de que con el próximo golpe de viento el barco cayera de pleno en sus aguas y, por lo tanto, que fuera suyo al cien por ciento. La discusión no era entonces por saber de quién era el barco (una vez que algún niño abandona un barco de papel ya este pasa a ser propiedad oficial de los charcos, si antes la lluvia no lo destroza). La discusión era más bien por lo que haría cada uno con el barco náufrago luego. Pliff lo quería deshacer “en un Pliff-plaff”, decía. Pleff quería intentar repararlo. Y Poing quería quedarse con él e intentar averiguar de qué niño era, qué niño lo había hecho, porque era una obra de arte, según decía, y debía volver a manos de su dueño.

Y en esta discusión los dejó Lucinda cuando escuchó la voz de su madre llamándola.

Les dijo adiós y fue a reunirse con el resto de la familia.

(c) Alexis Díaz-Pimienta

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