"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL
SEGUNDO DOMINGO DE NAVIDAD
Hoy se nos presenta
por tercera vez desde la misa de Navidad el prólogo del Evangelio según san
Juan (Jn 1,1-18). Como adelantáramos en nuestra reflexión para el séptimo día
de la octava de Navidad, la Iglesia, a través del testimonio de Juan, quiere
enfatizar que la plena revelación de Dios que se logra mediante la Encarnación
es real (“hemos contemplado su gloria”). Jesús no es un fantasma, un sueño, una
fantasía, una ilusión; es real, tangible. Dios siempre ha estado presente entre
su pueblo, pero a partir de la Encarnación esa presencia se tornó real y viva,
para no abandonarnos jamás (Mt 28,20).
Esa Encarnación, a su vez, nos hizo partícipes de la filiación divina que
recibimos a través del sacramento del Bautismo, que nos convierte en hijos de
Dios, hermanos de Jesucristo, y coherederos de la Gloria. Como nos dice san
Pablo en la segunda lectura de hoy (Ef 1,3-6.15-18): “Él nos ha destinado en la
persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la
gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya”. Ese es el mensaje subyacente en las lecturas que nos
propone la liturgia para hoy. La Encarnación de Jesús hizo posible que podamos
llamarnos hijos e hijas de Dios.
Contrario a aquél Dios que se nos presentaba en el Antiguo Testamento,
distante, terrible, cuyo nombre no se podía pronunciar, Juan nos presenta un
Dios cercano, que se hizo uno con nosotros, que “acampó” entre nosotros, para
que nosotros pudiéramos hacernos uno con Él. Sí, ese mismo Dios que nació en
Belén, Jesús de Nazaret, Dios humanado, Dios-con-nosotros, el Niño frágil cuyo
nacimiento conmemorábamos hace unos días.
Con la insistencia en esta lectura, la liturgia quiere recordarnos que ese
es el misterio de la Navidad. Y ese misterio nos llena nuevamente de alegría.
Alegría que no tiene fin pues, como hemos dicho en ocasiones anteriores, Dios
está constantemente naciendo entre nosotros, viniendo a nosotros, llamando a
nuestra puerta. Se nos presenta en forma sacramental en la Eucaristía, en el
rostro de nuestros hermanos, en su Palabra, en los signos de los tiempos. Pero
depende de nosotros reconocerlo y recibirlo en nuestros corazones; no vaya a
ser que nos ocurra como a los del tiempo de Juan: “En el mundo estaba; el mundo
se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos
no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de
Dios, a los que creen en su nombre”.
Las lecturas de hoy nos invitan a preguntarnos: ¿Mi Navidad, fue una de trullas, fiestas y regalos, o fue una en la que Jesús hizo morada en mi corazón? ¿Lo reconocí? ¿Lo recibí? Todavía estamos a tiempo (Él nunca de cansa de esperarnos) para reconocerlo, postrarnos ante Él, y recibirlo en nuestros corazones como hicieron los pastores y los magos de oriente. Juan nos invita, recordándonos que “a cuantos le recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre”. Así podremos contemplar su gloria; “gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad”.
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