"Ventana abierta"
En el jardín del
Paraíso, había un árbol que nadie tocaba: era el árbol de Dios. Portaba
manzanas rojas, las más bellas que pueden imaginar. Todos los animales y los
pájaros que pasaban cerca de este árbol detenían su curso o vuelo para
contemplarlo, por lo bello que era: En aquel tiempo Adán y Eva vivían en este
jardín. Iban a menudo a admirar el árbol, cuyos frutos estaban reservados para Dios. Un día, la serpiente había convencido a Eva de cortar una manzana del
árbol y probarla. Después le había dado a Adán, el cual probó también. Entonces
el árbol, de repente había perdido su esplendor. Y cuando Adán y Eva fueron
arrojados del Paraíso, el jardín estaba triste por su
bello árbol. ¿Que acto temerario! Los frutos del árbol habían palidecido
de terror, se habían vuelto pequeños y duros, y su gusto jugoso y azucarado se
había vuelto amargo como la hiel.
Así el manzano debía
volver a encontrar un día su belleza. Cientos de años más tarde uno de sus
brotes se plantó en el jardín de María y José en Nazaret. El arbolito esmirriado creció. Cada año daba frutos pálidos, duros y amargos, que nadie
comía ni siquiera el burrito. Un día de primavera el ángel vino al encuentro de
María y le anunció que ella sería la madre de Jesús. Cuando atravesaba el
jardín, el ángel pasó cerca del manzano y susurró: “Prepárate, manzanito, pues
el tiempo de tu miseria ha terminado. En Navidad, el hijo de Dios vendrá al
mundo.
Recuerda que eres el
árbol que porta los frutos de Dios”.
En el curso de las
semanas siguientes, María y José, muy asombrados, pudieron observar como el
árbol se erguía, y florecía con tal magnificencia que se podía pensar que se
podía venir abajo por la carga de las flores. Su follaje se llenó entonces de
trinar y el zumbido de las abejas que llegaban de lejos atraídas por la
golosina, para libar sus flores.
Después vino el tiempo
en que la frondosidad del árbol escondió lo que se estaba preparando.
Y cuando maduraron sus frutos, no eran ya pequeños y duros sino muy grandes y con una forma redonda y hermosa. Y he aquí que las manzanas se fueron coloreando. Al principio eran de un rosa delicado que se volvía cada vez más intenso; y al final, tenían mejillas de un rojo radiante. ¿Sabéis porque llegaron a ser tan rojas? Es muy sencillo: estaban felices de poder ser de nuevo los frutos de Dios, quien iba a venir pronto a la Tierra. María recogió sus frutos en un canasto, y viendo que eran tan firmes y tan buenos, le dijo a José: “Vamos a guardarlas para el niño”. Y cuando partieron hacia Belén, María y José cargaron sobre el lomo del burro una bolsa de manzanas para el niño. Ellos no las tocaron ni cuando tuvieron hambre.
He aquí como el manzano fue liberado de su maldición. Hoy dona sus frutos a los hombres. Cada año sin embargo quedan algunas para el Niño Jesús: las más rojas. Muestran, en particular, cuanto se alegra el manzano de que Dios haya venido al mundo.
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