"Ventana abierta"
Archidiócesis de Sevilla
Isabel Orellana Vilches
EL ‘PESO’ DE LA RELIGIÓN
En una familia acomodada se diseñó la educación
de una niña de tal modo que Dios quedase fuera de su vida, al punto de impedir
su contacto con quien pudiera influirle hablándole de Él. Un día su padre, un
afamado médico, vio por la ventana cómo al alborear el día se hallaba postrada
de hinojos ante los tibios rayos de un sol que iría despuntando en el
horizonte. Fue en su busca y al preguntarle, por su respuesta advirtió que la
pequeña, sin que nadie se lo hubiera dicho, estaba en estado de adoración hacia
quien en ese momento colmaba sus ansias de infinito.
Este hecho verídico, acaecido en un lugar de
nuestra geografía el siglo pasado pone de relieve una realidad: la existencia
de lo experimental y lo experiencial es tan palpable en la vida que no puede
diseccionarse dándole un estatus de cientificidad al primero respecto al
segundo. Fernando Rielo en su pensamiento lo ha dejado claro. Todo lo que es
constatable en laboratorio mediante la aplicación del método científico no
desdibuja en absoluto el alcance que tienen experiencias que, no pudiendo ser
sometidas a las técnicas propias de aquél, forman parte del ser humano; no se
les puede negar su realidad. Es el caso del dolor, que podrá medirse su grado,
ese umbral que para cada persona es distinto. Pero los múltiples componentes
que le acompañan escapan al control científico. ¿Cómo medir el miedo, la
incertidumbre, la angustia ante lo desconocido, el temor a perder un ser
querido, un trabajo, etc.? No es posible. En cambio son emociones que todas las
personas experimentan o pueden hacerlo, con independencia de su profesión. Tan
reales como lo que muestran las vísceras de un animalito que se examina a
través del microscopio.
¿Qué tiene que ver lo dicho con la religión?
Mucho. En el interior del ser humano hay una perenne insatisfacción, una sed de
algo más, una inquietud a la que no da repuesta la ciencia como tal. Y nadie
será capaz de ofrecer una explicación a todo ello, aunque a lo mejor ni se lo
plantea formalmente —incluso puede que hasta la niegue porque haya cerrado el
corazón negándose a admitirlo—, pero si se detuviera a reflexionar aunque fuera
un instante, seguramente constataría que eso que late en el fondo de sí, a lo
que aspira, el vacío que experimenta aunque esté rodeado de muchas cosas y de
personas queridas, solo lo colma un Quien, es decir: Dios. Es más, con
independencia de que lo dicho se ponga en tela de juicio, se trata de una
realidad incuestionable para millones de seres humanos, hecho que la ciencia no
puede corroborar empíricamente con el método que le es propio.
De modo que sí, la religión tiene un peso. Pero
no posee la simple connotación verbal que algunos medios de comunicación le dan
en sus noticias, como sinónimo de espacio, o de lugar en la educación ahora que
la propuesta que se halla sobre la mesa de los gobernantes es rebajarla un poco
más del curriculum escolar, en un camino inequívoco de dejarla fuera de juego
por completo. ¿Por qué ese afán de derrotarla? ¿Qué daño hay en ella? Si es más
que un ideario con fecha de caducidad. Si lo que promulga es la libertad, el
respeto, la paz, el diálogo, el perdón…, entre tantos valores universales
juntos como se aprecian en el evangelio donde se hallan reflejados todos sin
excepción.
Si a la fe se la teme es porque no se ama. Si
lo que tiene que ver con el compromiso vivencial asusta es porque el egoísmo
prima sobre todo lo demás. Si se ataca o se insiste en reducirla a lo privado
será porque ilumina recodos sombríos de la propia conducta, que se juzga
invulnerable, y se huye de la claridad. No existe un Dios castigador, aunque en
otros tiempos así lo trasladaran algunos.
La religión que se busca herir de la peor
manera condenándola al olvido atraviesa la historia de parte a parte. Una
historia, por cierto, que no se entendería sin ella. El devenir de los tiempos
ha puesto de relieve que cuando unos han denostado la religión, siempre han
venido otros que la acogieron dejando que cada cual actuase en relación a ella
como juzgara oportuno. Su peso es de tal calibre que no hay colectivo, no hay
civilización que no haya tenido un dios particular al que adorar. Va mucho más
allá del criterio humano porque ese religare que se halla en
su raíz cuando encuentra a Dios es irrompible, y no se puede confundir con lo
espurio. Además, si lo que se pretende es el bien colectivo no hace falta más
que abrir las puertas de par en par a la experiencia vivencial junto a ese
Padre que todo lo puede, respondiendo a la sed interior que cada cual
experimente. Con Él se modifica sustancialmente la sociedad porque de su mano,
con su gracia, primeramente cambia y de forma radical la persona.
La supuesta libertad, el diálogo, el respeto,
las ofertas de felicidad son quimeras, ídolos con pies de barro que no se
sostienen si no hay algo superior que los legitime. Y cuando a Dios se le
suplanta lo que queda es tierra de nadie que cualquiera puede vulnerar.
Cualquiera, menos quienes haciendo caso omiso y oídos sordos a las imposiciones
de rigor, tienen la fe por bandera y la enarbolan en todo lugar.
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