"Ventana abierta"
Biografías
y Vidas
San Pedro
(Simón o Simeón; Betsaida, Galilea, ? - Roma ?,
h. 64/67). Apóstol de Jesucristo y primer jefe de su Iglesia. Era un pescador
del mar de Galilea, hasta que dejó su casa de Cafarnaúm para unirse a los
discípulos de Jesús de Nazaret en los primeros momentos de su
predicación; junto con él se unieron a Jesús otros pescadores de la localidad,
como su propio hermano Andrés y los dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan,
todos los cuales formaron parte del núcleo originario de los doce apóstoles.
San Pedro (detalle de un retrato de Rubens, c.
1611)
San Pedro carecía de estudios, pero pronto se
distinguió entre los discípulos por su fuerte personalidad y su cercanía al
maestro, erigiéndose frecuentemente en portavoz del grupo. A través de los
evangelios puede trazarse un perfil bastante completo de su personalidad. Pedro
es sencillo, generoso e impulsivo en sus intervenciones, que a veces denotan
una incomprensión del auténtico mensaje del maestro. Jesús, por su parte, muestra
por Simón una predilección que aparece patente desde el primer encuentro. Junto
con Santiago Apóstol y San Juan Evangelista, Pedro participaba en toda la
actividad de Jesús, asistiendo incluso a episodios íntimos de los que quedaban
excluidos los demás apóstoles. En Cafarnaúm, Jesús debió ser a menudo huésped
de la familia de la que procedía la mujer de Pedro.
El sobrenombre de Pedro se lo puso Jesús al señalarle como la
«piedra» (petra en latín)
sobre la que habría de edificar su Iglesia. En Cesarea de Filipos, al nordeste
del lago Tiberíades, tuvo lugar el episodio en que San Pedro afirmó la divinidad
de Jesús: "Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mat. 16, 16). Jesús
juzgó la afirmación como efecto de una iluminación de lo alto y confirió a
Pedro la máxima autoridad: "Bienaventurado eres tú, Simón, hijo de Jonás,
porque no te ha revelado eso la carne y la sangre, sino mi Padre que está en
los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y que sobre esta piedra edificaré
mi Iglesia; las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las
llaves del reino de los cielos. Y todo lo que atares sobre la tierra será
también atado en los cielos; y todo lo que desatares sobre la tierra, será
también desatado en los cielos" (Mat. 16, 17-19).
Personalidad impetuosa y sincera, San Pedro
tuvo también momentos de debilidad. Según el relato evangélico, San Pedro negó
hasta tres veces conocer a Jesús la noche en que éste fue arrestado, cumpliendo
una profecía que le había hecho el maestro; pero, arrepentido de aquella
negación, su fe ya no volvió a flaquear y, después de la crucifixión y la
resurrección, fue privilegiado con la primera aparición de Jesús y se dedicó a
propagar sus enseñanzas.
Detalle de La negación de Pedro, de
Carl Bloch
Tras la muerte de Jesús (hacia el año 30 d.
C.), San Pedro se convirtió en el líder indiscutido de la diminuta comunidad de
los primeros creyentes cristianos de Palestina por espacio de quince años:
dirigía las oraciones, respondía a las acusaciones de herejía lanzadas por los
rabinos ortodoxos y admitía a los nuevos adeptos (incluidos los primeros no
judíos).
Hacia el año 44 fue encarcelado por orden del
rey Herodes Agripa, pero consiguió escapar y abandonó Jerusalén, dedicándose a
propagar la nueva religión por Siria, Asia Menor y Grecia. En esa época,
probablemente, su liderazgo fue menos evidente, disputándole la primacía entre
los cristianos otros apóstoles, como Pablo o Santiago. Asistió al llamado
Concilio de Jerusalén (48 o 49), en el cual apoyó la línea de San Pablo de
abrir el cristianismo a los gentiles, frente a quienes lo seguían
ligando a la tradición judía.
Crucifixión de San Pedro (óleo de Caravaggio, c. 1600)
Los últimos años de la vida de San Pedro están
envueltos en la leyenda, pues sólo pueden reconstruirse a partir de relatos muy
posteriores. Posiblemente se trasladó a Roma, donde habría ejercido un largo
apostolado justificativo de la futura sede del Papado: la Iglesia romana
considera a San Pedro el primero de sus papas. Allí fue detenido durante las
persecuciones de Nerón contra los cristianos, y murió crucificado.
Una tradición poco contrastada sitúa su tumba en la colina del Vaticano, lugar
en donde el emperador Constantino hizo levantar en el siglo IV la
basílica de San Pedro y San Pablo.
Las epístolas de San Pedro
Las dos epístolas de San Pedro que se conservan
forman parte, en el Nuevo Testamento, de las siete epístolas llamadas católicas
que siguen a las catorce de San Pablo. La primera fue escrita en lengua griega,
tal vez en el año 64, y va dirigida a los hebreos dispersos del Ponto, de
Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia. Está fechada en Babilonia (V, 13), topónimo
que, como en el Apocalipsis, indica tal vez Roma. Destaca en ella un parecido de pensamientos, de
expresiones y de enseñanzas con las epístolas de San Pablo. Enérgica, vehemente
y densa en sentencias, su estilo es conciso, elevado, autoritario y dulce a un
mismo tiempo.
El propósito de la carta es exhortativo. En una
primera serie de exhortaciones, San Pedro expone la dignidad del cristiano, la
sublimidad de su vocación y la santidad de la vida que debe ser su consecuencia
(I, 1-II, 10). Desde el capítulo II, 11 al IV, 6, con graciosas comparaciones,
el apóstol recomienda obediencia, paciencia, respeto a la autoridad, amor a los
enemigos y concordia entre los hermanos. La tercera y última parte (IV, 7-V,
14) contiene instrucciones para una vida pura y santa, primero para todos
indistintamente y después para los pastores de almas en particular. En toda la
epístola está presente Jesucristo, con sus padecimientos y sus consejos.
La segunda epístola,
escrita aparentemente unos meses después, se presenta como una continuación de
la primera y va dirigida a las mismas personas, según expresa el autor con las
palabras "He aquí la segunda carta que os escribo" (III, 1). Generalmente
se presume que San Pedro la dictó poco antes de su martirio, como se puede
deducir del apartado I, 14. En la primera parte (I, 1-21), San Pedro recuerda
los principios generales según los cuales deben los cristianos atenerse
tenazmente a la doctrina recibida y a la práctica de las virtudes. En la
segunda (II, 1-22) condena máximas y costumbres de los falsos doctores, cuya
perversión de mente y corazón describe en fuertes términos y enérgico estilo.
En la última (III, 1-13), ataca los frívolos argumentos con que aquellos
sectarios se proponen desacreditar la doctrina de los fieles.
Las bellezas literarias abundan más en esta segunda epístola
que en la primera. El estilo es vigoroso, a menudo impetuoso, y en toda ella se
advierte una viveza especial y un esplendor impresionante de metáforas. Cierta
diversidad de estilo entre esta carta y la precedente ha hecho dudar de su
autenticidad; la Iglesia, sin embargo, la acogió en el canon tridentino,
incluyéndola entre las epístolas católicas del Nuevo Testamento.
Extraído de Biografías y Vidas
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