"Ventana abierta"
‘El que ama a su padre y a su
madre más que a mí, no es digno de mí’
Carta pastoral del Arzobispo de Sevilla
Queridos hermanos y
hermanas:
El Evangelio de hoy se abre con una expresión radical,
a la que frecuentemente se apela cuando se quiere criticar la tibieza o falta
de compromiso de ciertos comportamientos cristianos: “El que ama a su padre o a
su madre más que a mí no es digno de mí, y el que ama a su hijo o a su hija más
que a mí no es digno de mi”. En realidad, estas frases son la conclusión de un
texto evangélico, el capítulo décimo de san Mateo, que contiene algunas
instrucciones que da el Señor a los apóstoles para la misión, entre ellas
algunas muy exigentes: “No penséis que he venido a sembrar paz en la tierra; no
he venido a sembrar paz sino espadas: porque he venido a enemistar al hombre
con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con la suegra; así los
enemigos de uno serán los de su casa” (Mt 10. 34-35).
La verdad es que esta exigencia no es privativa del
Evangelio. La proponen todos los líderes, religiosos o no, a sus seguidores.
Jesús sabía que la misión apostólica de los suyos iba a estar
condicionada por circunstancias contrarias al Evangelio. Sabía, sobre todo, que
los parientes, los más allegados a sus discípulos, iban a ser el primer
obstáculo, y el más insidioso, no sólo para la entrega al apostolado sino para
la sinceridad de su seguimiento. Esto sigue existiendo hoy cuando padres
cristianos se oponen con vehemencia a la vocación religiosa de sus hijos.
Aunque los Hechos de los Apóstoles nos hablan de la
conversión al cristianismo de familias enteras, por lo general no fue así. Los
historiadores de la edad antigua de la Iglesia nos dicen que la aceptación de
la fe no respondió a movimientos masivos, suscitados por un ciego entusiasmo,
sino a la convicción profunda y paciente que iba madurando en el corazón de
cada persona. En este sentido es evidente que muchos conversos experimentaron
muchas dificultades, rechazo e incomprensiones por parte de familiares, amigos
y colegas. De hecho, contamos con no pocos testimonios históricos que nos
hablan de la frontal oposición de los judíos y paganos a sus parientes y amigos
convertidos al cristianismo. San Justino nos habla de un marido que no podía
soportar la moral cristiana de su esposa en el matrimonio, y la denunció como
infiel. Las actas del martirio de las santas Felicidad y Perpetua narran el
dolor de ésta al tener que cerrar sus oídos a los lamentos de su padre que la
visitaba en la cárcel e intentaba que abandonara su fe cristiana. San Agustín
cuenta el orgullo de su padre al verle convertido en un muchacho robusto, sin
que en modo alguno le estimulara a conservar la castidad.
Los discípulos de Jesús, que habían dejado casa y
familia para seguirle, lo entendían mejor que nosotros, sin ninguna violencia.
Lo mismo ocurría con los que, como consecuencia de su conversión a la fe
cristiana tenían que profesar un nuevo estilo de vida. Como los Apóstoles, los
santos de todos los tiempos nos enseñan a seguir al Señor con radicalidad, sin
medias tintas ni componendas, arraigando y centrando la vida sólo en el Señor.
San Benito en su Regla toma
una frase prestada de san Cipriano de Cartago. Esa frase es la siguiente: Nihil amori Christi
praeponere, es decir no anteponer nada al amor de Cristo,
primer, único y supremo valor de nuestra vida, nuestro único amor, más
importante que nuestro futuro, nuestros proyectos, nuestra familia, nuestra
carrera, nuestro prestigio, la salud o el dinero.
Los santos de todas las épocas nos instan a seguir al
Señor sin vacilación, a dejarnos fascinar por su figura y su mensaje, como
quedaron fascinados los primeros discípulos, Santiago y Juan, Pedro y Andres,
Mateo o Zaqueo o la Samaritana, como quedaron fascinados san Ignacio de Loyola,
san Francisco Javier, santa Teresa de Jesús, santa Teresa de Lisieux, san
Rafael Arnaiz, o los santos sevillanos, beato Spínola, las santas Ángela de la
Cruz y María de la Purísima o san Manuel González García.
Las biografías de los Santos nos invitan a seguir al
Señor con decisión, poniendo la mano en el arado y sin volver la vista para
atrás. Él es el camino, la verdad, la vida y la felicidad de los hombres (Jn
14,6). Él es el único revelador del Padre y el único acceso al Padre. “En ningún otro hay salvación y
ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo y entre los hombres por el
cual podamos ser salvos”. Sólo Él merece la entrega absoluta
e incondicional de nuestro presente y de nuestro futuro, de nuestros proyectos,
de nuestro tiempo, de nuestra salud, de nuestra afectividad y de nuestra vida
entera.
Que acojamos el testimonio de los santos. Contad con mi
saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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