"Ventana abierta"
Imagen
de un confesionario.
UN DÍA DEL CORPUS A MEDIAS
Leonardo Molina García
Feadulta
Escrito por José Luis Sicre
Sin embargo, las lecturas del ciclo A
parecen adaptarse al coronavirus y carecen de ese aspecto alegre y festivo. Lo
que pretenden es enseñarnos el valor de la eucaristía y su repercusión en
nuestra vida.
El maná, un triste alimento de tiempo de
crisis (Deuteronomio 8,2-3.14b-16a
En el Antiguo Testamento hay dos
tradiciones principales sobre el maná. La primera (Éxodo 16) lo presenta como
un alimento que baja del cielo cada día (menos el sábado, para respetar el día
de descanso), con sabor a galletas de miel, que toda la gente recoge por igual,
sin que a nadie le falte o le sobre, tan sorprendente que se deben conservar
dos litros en una jarra dentro del Arca de la Alianza. En esta línea, un salmo
lo llamará «pan de ángeles».
Pero hay otra tradición muy distinta, nada
milagrosa (Números 11,4-9), en la que el maná se parece a una semilla que hay
que recoger, moler y cocer, y al final tiene un sabor más prosaico: pan de
aceite. Al cabo de poco tiempo, la gente comenta: «Se nos quita el apetito de no
ver más que el maná» (Nm 11,6).
El texto del Deuteronomio elegido para la
primera lectura ocupa un puesto intermedio entre estas dos tradiciones: el maná
es un don de Dios, un alimento «que no conocieron vuestros padres»; pero es un
alimento de tiempo de crisis, cuando se recorre «un desierto inmenso y
terrible, lleno de serpientes y alacranes, un sequedal sin una gota de agua».
Si el texto del Dt se leyera completo, advertiríamos el contraste entre el maná
y los alimentos que se encontrarán en la tierra prometida, «tierra de trigo y
cebada, de viñas, higueras y granados, tierra de olivares y de miel, tierra en
que no comerás tasado el pan, en la que no carecerás de nada» (Dt 8,8-9).
Ya que la catequesis bíblica ha insistido
en la idea milagrosa del maná, conviene tener presente esta otra para
comprender el contraste con el pan de vida que ofrece Jesús.
Sobrevivir y vivir eternamente (Juan
6,51-58)
A principios de junio de 2020 se calculan
en unos 400.000 los muertos por la covid-19. En este contexto es fácil
sintonizar con el evangelio de la fiesta del Corpus. Comienza y termina con las
mismas palabras: «El que coma de este pan vivirá para siempre». Y en medio: «El
que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el
último día».
Mucha gente acepta la muerte con
resignación o fatalismo. Otros se rebelan contra ella. El cuarto evangelio es
de los que se rebelan. Comienza afirmando que en la Palabra de Dios «había
vida». Y ha venido al mundo para que nosotros participemos de esa vida eterna.
El texto que leemos hoy está tomado del
largo discurso tenido por Jesús en la sinagoga de Cafarnaún. Relacionándolo con
la primera lectura, advertimos el contraste entre “supervivencia” y “vida
eterna”. El maná es un alimento de pura supervivencia, no garantiza la
inmortalidad, como subraya Jesús: «vuestros padres lo comieron y murieron».
En
cambio, el alimento que da Jesús, su cuerpo y su sangre, sí garantiza la vida
eterna: «yo lo resucitaré en el último día».
En una lectura precipitada, parece que esta
última parte del discurso no ofrece ninguna novedad, que se limita a repetir la
promesa de la vida eterna para quien coma «el pan que ha bajado del cielo». Sin
embargo, hay aspectos nuevos e importantes.
Beber
la sangre. Hasta
ahora, solo se ha hablado del pan. En esta sección final se hace referencia
cuatro veces a la sangre, verdadera bebida, igual que el pan es verdadera
comida. Dado la relación del discurso con la eucaristía, esta referencia era
imprescindible. La iglesia primitiva siempre recordó el doble gesto de Jesús
durante la última cena: al comienzo, partiendo el pan; al final, bendiciendo y
pasando la copa. Pan y vino son esenciales. Un discurso sobre la eucaristía no
puede dejar de mencionar la sangre, el vino.
La
dureza del lenguaje. Hasta ahora, el discurso ha sido polémico y ha
provocado discusión y rechazo. Jesús, en vez de echarse atrás e intentar
justificar sus expresiones, usa fórmulas escandalosas que se prestan a ser
interpretadas como canibalismo: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es
verdadera bebida». Hay que comerla y beberla. Sin explicación alguna ni
matices. ¿Por qué? Jesús no quiere seguidores inconscientes y rutinarios. En
los evangelios sinópticos hay otras muchas expresiones suyas, durísimas,
desanimando a seguirle a quienes no estén dispuestos a cargar con la cruz, a
renunciar a todo, a abandonar al padre y a la madre… En una línea distinta,
estas palabras del discurso son también una forma de seleccionar a sus
seguidores, como queda claro poco después.
La vida. La repetición
frecuente de «la vida eterna» y de «yo lo resucitaré en el último día» parece
sugerir que es algo que solo se consigue después de la muerte. Ahora se deja
claro que «el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna». La tiene
ya, ahora, antes de morir. Sin decirlo expresamente, el texto supone que hay
dos formas de vida: la normal, física, y la espiritual o eterna. La primera la
tienen todos los seres humanos; la segunda, quienes comen el cuerpo y la sangre
de Jesús. ¿En qué consiste esa vida?
Jesús
dentro de nosotros. La respuesta la ofrecen estas palabras: «El que come
mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él». Es la única vez que
aparece este tema en el discurso, que recuerda la experiencia de Pablo: «Vivo
yo, pero no yo; es Cristo quien vive en mí». Pero la imagen que mejor puede
expresarlo es la del feto en el vientre de su madre: habita en ella, y ella en
él. Esa intimidad absoluta y misteriosa es la que se produce en la eucaristía.
Y esa presencia de Jesús en los que comulgamos no termina al cabo de un cuarto
de hora, como enseñaban hace años. Una educación religiosa bienintencionada,
pero deficiente, hace pensar a muchos que Jesús está principalmente en el
sagrario, olvidando que está dentro de nosotros tan realmente como allí.
Unión con Jesús y unión con los hermanos
(1 Corintios 10,16-17)
La idea de que, al comulgar, Jesús habita
en nosotros y nosotros en él, corre el peligro de interpretarse de forma muy
individualista. La lectura de Pablo a los corintios ayuda a evitar ese error.
La comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo no es algo que nos aísla. Al
contrario, es precisamente lo que nos une, «porque comemos todos del mismo
pan».
Este tema se inserta en el contexto de un problema muy candente en la
comunidad de Corinto por aquel tiempo: ¿Puede un cristiano comer la carne de un
animal inmolado a un dios pagano? He comentado esta larga sección en mi
obra Hasta los confines de la tierra. II. El macedonio. Verbo
Divino, Estella 2006, 167-205.
José Luis Sicre
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