"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA LA CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS
Hoy celebramos la conmemoración de todos los fieles difuntos, y uno de los
Evangelios que nos propone la liturgia es Jn 14,1-6. Jesús sabe que su fin está
cerca y quiere preparar a sus discípulos o, más bien, consolarlos, brindarles
palabras de aliento. La mentalidad judía concebía el cielo como un lugar de
muchas estancias o habitaciones. Pero Jesús le añade un elemento adicional:
esas “estancias” están en la casa del Padre (“En la casa de mi Padre hay muchas
estancias”), y esa casa es “su Casa” (más adelante, en los versículos 9 al 11
del mismo capítulo, les confirmará la identidad existente entre el Padre y Él).
Pero Jesús va más
allá. Les promete que va a “prepararles” un lugar, y que cuando esté listo va a
volver para llevarles con Él a la Casa del Padre (“volveré y os llevaré
conmigo”). Es decir, no los va a abandonar; meramente va a prepararles un
lugar, “para que donde estoy yo, estéis también vosotros”. Sabemos que el cielo
no es un lugar, sino más bien un estado de ser, un estar ante la presencia de
Dios y arropados por su Amor por toda la eternidad. Jesús nos hace partícipes
de su naturaleza divina, y nos permite hacerlo desde “ya”, como un anticipo de
lo que nos espera en la vida eterna (Cfr. Gál 2,20).
Antes de irse, Jesús nos dejó un “mapa” de cómo llegar a la Casa del
Padre. Cuando Él les dice a los discípulos que “adonde yo voy, ya sabéis el
camino”, y Tomás le pregunta que cómo pueden saber el camino, Jesús pronuncia
uno de los siete “Yo soy” (Cfr. Ex 3,14) que encontramos en
el Evangelio según san Juan: “Yo soy el camino, y la
verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí”. La fórmula es sencilla. Para
llegar a la Casa del Padre hay un solo camino: Jesús.
En esta conmemoración de los fieles difuntos la Iglesia nos invita a orar
por aquellos que han muerto y que se encuentran en el Purgatorio, es decir,
todos aquellos que mueren en gracia y amistad de Dios pero que tienen alguna
que otra “mancha” en su túnica blanca. La Iglesia nos enseña que con nuestras
oraciones podemos ayudar a ese proceso de “purificación” que tienen que pasar
antes de poder pasar a formar parte de aquella “muchedumbre inmensa, que nadie
podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del
trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos”,
que nos presentaba la liturgia de ayer (Ap 7,9). La oración y sufragios por los
difuntos son consecuencia del dogma de la Comunión de los Santos contenido en
el Credo, que asegura el maravilloso intercambio de la Gracia entre
los miembros del Cuerpo de Cristo, y la deriva la Iglesia del segundo
libro de los Macabeos, en el que Judas Macabeo “mandó ofrecer sacrificios por
los muertos, para que quedaran libres de sus pecados” (2 Mac. 12, 46).
Hoy, elevemos una plegaria por todos los seres queridos que nos ha precedido, para que el Señor en su infinita misericordia perdone aquellas faltas que por su fragilidad humana puedan haber cometido, pero que no les hacen merecedores del castigo eterno, de manera que puedan comenzar a ocupar esa “estancia” que Jesús les tiene preparada en la Casa del Padre.
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