"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL DUODÉCIMO DOMINGO DEL T.O. (B)
“¡Silencio, cállate! Se levanta, y mirándolos
con una mezcla de desilusión y ternura, les dice: “¿Por qué sois tan cobardes?
¿Aún no tenéis fe?”
El pasado domingo Marcos nos narraba dos
parábolas de Jesús relacionadas con el Reino. En la lectura evangélica que
contemplamos hoy (Mc 4, 35-41) comienza la narración de una serie de cuatro
milagros de Jesús en presencia de sus discípulos, con exclusión de la
muchedumbre que le seguía a todas partes. Jesús quiere demostrarles que el
Reino a que se refería en las parábolas ya ha llegado, que está entre nosotros.
El hecho de que realice esos portentos solo
para beneficio de su círculo íntimo, los doce, pone de relieve el deseo de
Jesús de instruir a esos que van a estar a cargo de continuar propagando la
Buena Noticia del Reino. Nadie puede hablar de un Reino que dice que ha
llegado, si no lo cree. De lo contrario, su mensaje estará hueco, y será
incapaz de convencer a los que lo escuchan.
En este primer milagro vemos a Jesús ejerciendo
poder sobre los elementos, específicamente sobre el viento y el mar. Jesús da
por terminada una jornada de trabajo e invita a sus discípulos a ir “a la otra
orilla” del lago de Tiberíades. “Vamos a la otra orilla”, les dice; lejos del
gentío; quiere estar a solas con ellos, pero a la vez quiere demostrarles lo
difícil que ha de ser su trabajo, y la importancia de permanecer constantes en
la fe, aún en medio de las dificultades. Abandonan Galilea y se dirigen a
tierra de paganos, lugar donde aún no se ha escuchado la palabra de Dios;
verdadero “territorio de misión”. Así nos llama a todos. Es lo que el papa
Francisco llama las “periferias”.
No bien habían salido, se desató un fuerte
huracán que levantó las olas, y amenazaban con hacer zozobrar la embarcación
(Cfr. Sir 2,1). En el lenguaje bíblico el mar es siempre lugar de peligro y se
le asocia con el maligno. Y la tormenta es, por su parte, símbolo de momentos
de crisis, tanto personales como colectivas.
Trato de imaginar la escena: Los discípulos
asustados, temerosos por sus vidas, mientras el Señor duerme plácidamente en la
popa de la lancha, aparentemente ajeno a todo lo que sucede a su alrededor.
¡Cuántas veces en nuestras vidas nos enfrentamos a una situación difícil e
inesperada y nos parece que el Señor “duerme”, aparentando estar ajeno a lo que
nos ocurre!
Los discípulos se apresuran a despertarlo con
un grito de angustia unido a un sentido de abandono: “Maestro, ¿no te importa
que nos hundamos?” Sigo imaginando la escena. Jesús se despierta, y poniéndose
de pie increpa al viento y dice al lago: “¡Silencio, cállate! Se levanta, y
mirándolos con una mezcla de desilusión y ternura, les dice: “¿Por qué sois tan
cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”
Tal parece que los discípulos habían olvidado
que el Señor iba en su barca, aunque durmiera. Lo mismo nos ocurre a nosotros
cada vez que nos enfrentamos a las pruebas de la vida y nos parece que el Señor
“duerme”. Nos acobardamos. Nuestra falta de fe nos hace pensar que el Señor nos
ha abandonado o, cuando menos, está ajeno a nuestros problemas. Se nos olvida
que mientras Él esté en nuestra barca, aunque aparente dormir, estará velando
por nosotros. Y si ponemos nuestra confianza en Él, increpará al viento y la
tormenta cesará. ¡Confía!
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