"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL
MARTES DE LA DÉCIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (1)
Hoy celebramos la
solemnidad de los apóstoles san Pedro y san Pablo, los dos pilares sobre los
que descansa la Iglesia que fundó Jesús.
En un hermoso y apacible paraje a orillas del lago de Galilea, Jesús
pronunció las palabras que leemos en el Evangelio (Mt 16,13-19) que nos propone
la liturgia de hoy: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás! porque eso no te lo ha
revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te
digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder
del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo
que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra
quedará desatado en el cielo”.
Pedro era un simple pescador que se ganaba la vida practicando su noble
oficio en el lago a cuya orilla Jesús le instituye “piedra” y cabeza de su
Iglesia, no por sus propios méritos, sino porque Jesús reconoce que el Padre le
ha escogido: “… porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi
Padre que está en el cielo”.
Dios llama a cada uno de nosotros a desempeñar una misión. Esa es nuestra
vocación. La palabra “vocación” viene del verbo latín vocatio, que quiere decir
“llamado”. Cómo Dios nos escoge, y cómo decide cuál es nuestra vocación es un
misterio. Y una vez aceptada la misión, el Señor se encarga de guiarnos y
protegernos de los peligros, como lo hizo con Pedro en la primera lectura (Hc
12,1-11), librándolo incluso de la cárcel para poder continuar su misión.
Dios no siempre escoge a los más capacitados; Él capacita a los que
escoge, dándoles los carismas necesarios para llevar a cabo su misión (Cfr. 1 Cor 12,1-11). Cristo ofreció
su sacrificio máximo por la salvación de toda la humanidad. El mensaje tenía
que llegar a todos los confines de la tierra, la Iglesia tenía que ser
“católica”, es decir, “universal”. Y para esa tarea escogió a esa otra columna
de la Iglesia, Saulo de Tarso, el apóstol de los gentiles.
La segunda lectura (2 Tm 4,6-8.17-18) nos reitera cómo Dios guía y protege
en su misión a los que Él escoge y escuchan su llamado. Por eso Pablo dice: “El
Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que
lo oyeran todos los gentiles. Él me libró de la boca del león. El Señor seguirá
librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo. A él la
gloria por los siglos de los siglos. Amén”.
Si Cristo se presentara hoy ante ti y te preguntara: “¿Quién dice la gente
que es el Hijo del hombre?” ¿Qué le contestarías? Pedro y Pablo ofrecieron su
vida por predicar y defender esa verdad. ¿Estás tú dispuesto a hacerlo?
Cuando estés listo para partir al encuentro definitivo con el Señor, ¿podrás decir como Pablo: “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”?
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