"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DUODÉCIMA SEMANA
DEL T.O. (1)
Entonces Jesús le dijo: “Quiero, queda limpio”.
Su fe le había curado…
La primera lectura que nos ofrece la liturgia
hoy (Gn 17,1.9-10.15-22) continúa narrando la historia de Abrán y la Alianza.
El pasaje nos presenta el momento en que se sella definitivamente la Alianza
entre Dios y Abrán, y su descendencia: “Tú guarda mi pacto, que hago contigo y
tus descendientes por generaciones. Éste es el pacto que hago con vosotros y
con tus descendientes y que habéis de guardar: circuncidad a todos vuestros
varones”.
En la antigüedad toda alianza se sellaba con un
signo que servía para recordar las obligaciones que se contraían por la misma.
En este caso, como la Alianza iba a ser transmitida por herencia de la carne
(“con vosotros y con tus descendientes”), Yahvé escogió un signo carnal: la
circuncisión.
La lectura evangélica (Mt 8,1-4) nos presenta
el primero de una serie de milagros de Jesús después de su discurso evangélico,
que convierten en acción lo que ha expresado en su enseñanza. Y para ello Mateo
escoge la narración de la curación de un leproso. Este hecho es significativo pues,
como hemos señalado en otras ocasiones, Mateo escribe su relato evangélico para
los judíos de Palestina convertidos al cristianismo. Para los judíos la lepra
era la más catastrófica de todas las enfermedades, pues no solamente iba
carcomiendo lentamente a la persona, sino que la tornaba “impura” (por lo que
le estaba prohibido tocarle, ni él podía tocar a nadie), lo que le impedía
participar del culto y le excluía de toda convivencia social. Para evitar el
contacto con la gente, tenía que llevar la ropa rasgada, desgreñada la cabeza,
taparse “hasta el bigote”, e ir gritando: “¡Impuro, impuro!” (Lv 13,45). De
hecho, se creía que la lepra era resultado del pecado.
A pesar de eso, el leproso se atreve a
acercarse a Jesús (un caso parecido, aunque más dramático que el de la mujer
hemorroísa – Mc 5,25-34). Y en un acto de fe, se arrodilla ante Jesús y le
dice: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. No le está pidiendo un “favor”.
Dice “si quieres, puedes”, es decir, reconoce que para Jesús TODO es posible…
también reconoce que no depende de él, sino de la voluntad de Dios, y está
dispuesto a acatarla…
La respuesta de Jesús es tan inesperada como la
osadía de aquél hombre. Convirtiendo en obra su predicación sobre la primacía
del amor, “extendió la mano y lo tocó”. Algo impensado para un judío, pues la
Ley declaraba también impuro al que tocara a un leproso. La compasión, el amor,
por encima de todo. Ese acto sencillo de parte de Jesús le devolvió la dignidad
a aquel hombre que había sido marginado de la sociedad.
Trato de imaginar cómo se sintió ante el toque
tibio de la mano amorosa de Jesús al posarse sobre sus llagas… ¡Cuánto tiempo
haría que su piel no sentía el contacto con otro ser humano! Entonces Jesús le
dijo: “Quiero, queda limpio”. Su fe le había curado.
Y para demostrar que Él no había venido a
abolir la Ley sino a darle plenitud, mandó al hombre a presentarse al sacerdote
para que le declarara limpio de la lepra, según mandaba la Ley (Lv 14).
Señor, a veces mi alma está carcomida por el pecado, como la carne del leproso. Hoy me arrodillo ante ti y te digo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”.
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